Sinopsis:
sábado, 24 de octubre de 2020
Carmen Alemany intervendrá el jueves 22 de octubre “Miguel Hernández y el neogongorismo: lectura interpretativa de 𝘗𝘦𝘳𝘪𝘵𝘰 𝘦𝘯 𝘭𝘶𝘯𝘢𝘴”
Actas del IV Congreso Internacional Miguel Hernandez, 2019. Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert. Ramón Fernández Palmeral, está en el libro,
Miguel Hernández. Poeta en el mundo. IV Congreso Internacional Orihuela-Elche-Alicante.
PVP con IVA:
Disponible
Detalle del libro
El libro se editó por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil Albert, en 2019.
Autores: José Ferrandiz Lozano, José Luis Ferris, Aitor L. Larrabida y Eva María Varelo de Juan.
viernes, 23 de octubre de 2020
110 años del nacimiento del poeta Miguel Hernández. Por: Ramón Fernández Palmeral
110 años del nacimiento del poeta Miguel Hernández. Por: Ramón Fernández Palmeral
Ramón Fernández Palmeral es también autor del retrato de Miguel Hernández
El
gran poeta alicantino Miguel Hernández nació hace 110 años en Orihuela
el 30 de octubre de 1910. Los alicantinos tenemos el privilegio de
tener sus restos mortales, el de su esposa y el de su hijo en el
cementerio Virgen Nuestra Señora de Remedio, al que cada año sobre
marzo llega la Senda del Poeta con unos 2.000 senderistas... (Continua)
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jueves, 22 de octubre de 2020
La prestigiosa revista "NUEVA CULTURA", publicó un articulo sobre Miguel Hernandez en su centenario
¿Quién amuralla una voz?
La obra de Miguel Hernández ha de leerse también como la búsqueda que un escritor de extraordinarias cualidades pero escasa formación hizo de sí mismo. Hernández, sorteando sus facilidades y sus dificultades, fue capaz de encontrar en muy poco tiempo de vida su propia voz. Con esta lectura se captará la dinámica de su creación, destacándose otro dramatismo más (éste, interno) de su poesía enorme.
Una fecha tan redonda como su centenario alienta las más variadas perspectivas sobre Miguel Hernández. La biográfica ha sido la más común por lo extraordinario de sus circunstancias, desde su nacimiento humilde a su muerte desgraciada. Muy recomendables en esta línea son Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández de Josefina Manresa (Ediciones de la Torre, Madrid, 1980), Miguel Hernández, desamordazado y regresado de Agustín Sánchez Vidal (Planeta, Barcelona, 1992), y Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (Temas de Hoy, Madrid, 2002), de José Luis Ferris.
Otra perspectiva de gran interés es la histórica. La poesía de Miguel Hernández, con sus vaivenes ideológicos, ilustra muy bien los años treinta, tan confusos como convulsos en lo cultural y en lo político. Su libro de guerra, Viento del pueblo (Socorro Rojo Internacional, Valencia, 1937), muestra quizá como ningún otro la violencia y la energía desatadas en la contienda. Recuerdola impresión que me produjo en mi adolescencia la épica del romance “Vientos del pueblo me llevan”. Sin abandonar la perspectiva histórica, releyéndole, he sufrido una impresión análoga con el poema “Sonreídme”, escrito a principios de 1935 al calor de la revolución de Asturias, bajo la influencia de Pablo Neruda, y en el que el poeta rechaza de un empujón brutal sus inicios católicos. Se retrata el clima social de la España republicana de forma inigualable.
Junto a todas esas perspectivas posibles y complementarias, hay una imprescindible para leer su poesía, entenderla y disfrutarla. Se trata de seguir el camino que hubo de recorrer en busca de su propia voz. Fue una búsqueda dramática por el poco tiempo del que dispuso, por sus carencias formativas y también por la misma exuberancia de sus dotes, que podían acabar ahogándole la voz en su volumen y su feracidad. Y era un poeta con un oído tan prodigioso que las imitaciones le brotaban con naturalidad: “el poroso Miguel”, lo adjetivó Leopoldo de Luis.
El clarividente Juan Ramón Jiménez vio a la primera cuál era el reto y los peligros a los que se enfrentaba el precoz poeta pastor y, saludó la “Elegía” a Ramón Sijé y seis sonetos más, publicados en Revista de Occidente en 1936, con este deseo apremiante: “Que no se pierda en lo rolaco, lo ‘católico’ y lo palúdico (las tres modas más convenientes de la ‘hora de ahora’, ¿no se dice así?) esta voz, este acento, este aliento joven de España”. El interés de JRJ no fue único. Pablo Neruda también supo descubrir los valores de Hernández e hizo todo lo posible por atraerlo a su órbita de influencia poética y política.
Pero no adelantemos acontecimientos. El destinatario de la elegía, su paisano Ramón Sijé, católico de una pieza, había sido el primero en descubrir en su humilde convecino un talento extraordinario por fructificar. Sin su ayuda generosa, Miguel Hernández habría salido adelante como poeta —si lo hubiese hecho— con mayor dificultad y más tarde.
Arrastrado por una vocación impetuosa, comienza imitando a Vicente Medina y a Gabriel y Galán, inspirándose en su entorno provinciano y campestre. Es probable que su pose de poeta cabrero, que mantuvo durante mucho tiempo, fuese, hasta que la cargó de una significación propagandística y política, un resabio de aquellas rupestres influencias literarias. Enseguida, guiado por el canónigo Almarcha y por Sijé, lee a los clásicos con aprovechamiento.
Con esa lección en el morral, hace su primer viaje a Madrid. En el rompeolas de todas las Españas, se lleva un buen revolcón. Regresa a Orihuela con la urgencia de ponerse al día. No es extraño, por tanto, que se aplicase en los aires gongorinos, que corrían por Madrid aún, como un eco de la celebración del centenario de 1927. Febrilmente, como lo haría ya todo desde entonces, se concentra en las octavas reales que acabarían componiendo el libro Perito en lunas (Sudeste, Murcia, 1933).
Trató de unir en ese primer poemario varios de sus intereses y arrimar el agua a sus acequias. Por un lado, se apuntaba al gongorismo, una moda (ya algo pasada, todo hay que decirlo) de la capital que sus lecturas del Siglo de Oro, su innato barroquismo levantino y su fervor por Gabriel Miró le hacían menos extraña. Por otro lado, podía seguir hablando de los temas que le eran más cercanos y más queridos, como palmeras, toros y demás cosas del campo.
No consigue mucho con ese libro, cuyo carácter imitativo o molestó o, simplemente, no interesó a quienes el poeta buscaba agradar a toda costa. Federico García Lorca, al que pidió auxilio, guardó silencio. De Perito en lunas, Miguel Hernández sacó apenas una ingeniería técnica en tropología.
Para nosotros, sin embargo, empeñados como estamos en seguir al poeta en la búsqueda de su voz personal, el libro ofrece pistas muy reveladoras. Sus octavas reales no son sino alambicadas adivinanzas y para reforzar este carácter iban sin título. Los que ahora se ofrecen, fueron dictados por el poeta a un amigo, y son las soluciones. En las ediciones actuales deben ponerse, por supuesto (porque muchas octavas resultarían irresolubles si no), pero o a pie de página o, al menos, al pie del poema. En esa condición de acertijo, se adivina un reflejo angustioso del poeta que trata, entre rimas e imágenes y temas exuberantes, de descubrirse la voz, de romper el cascarón:
CORAL, canta una noche por un filo,
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara,
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Dirigible, al partir llevado en vilo,
si las hirvientes sombras no rodara,
pronto un rejoneador galán de pico
iría sobre el potro en abanico.
[Huevo]
Entre este libro y El rayo que no cesa (Madrid, Héroe, 1936), además del auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (Cruz y Raya, 1934), escribe para El silbo vulnerado (que se le quedó inédito) poemas en los que va dando con una voz más solucionada. De enorme interés resulta “El silbo de afirmación en la aldea”, publicado en la revista El Gallo Crisis en 1935, porque en él Miguel Hernández plantea abiertamente el enfrentamiento que en su interior libran dos mundos: el cosmopolita —al que mira con ansiedad y deseo— frente al rústico suyo. Ha asumido la greguería, una de las semillas fecundantes del arte nuevo, y ha dejado de asociar la metáfora con la adivinanza. Habla ya con claridad de “Difíciles barrancos de escaleras,/ calladas cataratas de ascensores”, y logra imágenes cristalinas: “Alto soy de mirar a las palmeras”. Todo ello mientras apuesta con enorme vehemencia, quizá un tanto impostada, por el campo:
¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡rascaleches!
¡Qué presunción los manda hasta el retiro
de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches
tanta soberbia abajo de un suspiro?
Esos avances se consolidan en El rayo que no cesa, libro de rodados sonetos apasionados, barroqueños, surrealizantes, extremados. Miguel Hernández parece haberle cogido por fin el paso a su tiempo. En 1936 acaba de publicar sonetos su estricto coetáneo Luis Rosales en Abril (Ediciones del Árbol, Madrid, 1935), libro con el que El rayo que no cesa presenta analogías formales y temáticas; Juan Gil-Albert los da a la luz en Misteriosa presencia (Héroe, Madrid, 1936) y Federico García Lorca compone por entonces sus logradísimos Sonetos del amor oscuro. Miguel Hernández ya no va unos años por detrás.
Con todo, esos sonetos suyos no dejan de ser otro paso más (aunque de gigante) en su búsqueda. En ellos, Miguel Hernández usa y abusa de las repeticiones. Consigue dotar así de una nueva musicalidad al soneto, que acoge estribillos que lo acercan a la canción. Launión entre lo culto y lo popular —que en Perito en lunas no cuajaba— se toca ahora con las manos. Las repeticiones logran transmitir un clima obsesivo. Y además, inconscientemente, nos sugieren que el poeta, que sigue sufriendo pulsiones imitativas, empieza a encontrar una escapatoria: repetirse a sí mismo.
Otro hallazgo de El rayo que no cesa es una solución de compromiso de su conflicto interior tal y como se había planteado en Perito en lunas y en el poema “El silbo de afirmación de la aldea”. El toro como símbolo varonil del sufrimiento está sobradamente claro en esos sonetos; pero también estamos ante un animal de campo, elemental, primario que, a la vez, despierta el interés de la intelectualidad y de la cultura urbana y que, además, a través del rito sacrificial, entronca con lo religioso. Junto a su destino de hombre, de hombre enamorado, Miguel Hernández vería en el toro una extraña conjunción de sus temores y sus deseos como poeta.
Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.
Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.
Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.
José Ángel Valente ha dicho de El rayo que no cesa que es “un libro imitativo de los más tortuosos amaneramientos de la lírica amorosa barroca”. Sin duda, el gallego hace oídos sordos a un puñado de sonetos intachables, a los melancólicos versos finales del romance inicial (“Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”) y a la prodigiosa “Elegía”, pero tampoco es una crítica totalmente desatinada. De hecho, Hernández sigue buscando aún su verdadera voz.
Ya ha encontrado, con todo, el camino; y así escribe el poema “Mi sangre es un camino”, que “Me empuja a martillazos y a mordiscos”; y otro poema titulado “Sino sangriento”, publicado en Revista de Occidente, núm. 156, junio 1936: “Lucho contra la sangre, me debato/ contra tanto zarpazo y tanta vena,/ y cada cuerpo que tropiezo y trato/ es otro borbotón de sangre, otra cadena”. La imagen de un avanzar esforzado e interior se le impone.
Descubre a nuevos maestros, a los que homenajea e imita, como a Aleixandre (“Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre”) o a Neruda (“Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”). Parece que también a César Vallejo:
[…]
Me quiero distraer de tanta herida.
Me da cada mañana
con decisión más firme
la desolada gana
de cantar, de llorar y de morirme.
Con el estallido de la guerra civil, el inquieto poeta encuentra su sitio público, y el bando republicano encuentra en él a un poeta a su medida, de ejemplares orígenes populares. Su primera poesía de combate la recoge en Viento del pueblo. A pesar del nuevo protagonismo social, en el primer poema, una generosa elegía a Federico García Lorca, sigue dando vueltas a la idea del eco, a las repeticiones:
Entre todos los muertos de elegía;
sin olvidar el eco de ninguno,
por haber resonado más en el alma mía,
la mano de mi llanto escoge uno.
Viento del pueblo es un poemario irregular, que alcanza sus mejores momentos en los poemas al esfuerzo y a la dignidad del trabajo. El sudor es “un voraz oleaje”, “una blusa silenciosa y dorada”. Cuando se publicó el libro, a pesar de ser Hernández el poeta del momento, Ramón Gaya fue capaz de hacer en la revista Horade España una crítica serena y certera: “Poesía en guerra”. Quizá fuese más exacto subtitular este libro Versos en guerra. Versos, porque es el verso lo que en Miguel Hernández vive, es el verso, es tal o cual verso lo que aquí se alza y luce, lo que aquí sorprende. Pero si siempre sus versos son verso (cosa que no consiguen totalmente otros poetas actuales), en cambio, no todos esos versos que son verso siempre, son siempre poesía […] Por Viento del Pueblo circula un vigor que no siempre encuentra empleo apropiado y se extravía, se pierde entonces como una fuerza inútil. Es un libro desigual y sin medida”. Vemos, pues, que el viejo peligro del volumen de su voz y la fecundidad de su talento seguía cercando la voz de Miguel Hernández.
Su segundo libro de guerra, El hombre acecha (Diputación, Santander, 1961. Facsímil de la primera edición de 1939, perdida en imprenta) es un poemario mucho más melancólico que marcial. El soldado deja sitio al herido. La primera imagen es desoladora y prefigura acentos existencialistas de Blas de Otero: “Se ha retirado el campo/ al ver abalanzarse/ crispadamente al hombre”. Aunque Miguel Hernández ya había escrito poemas magistrales, es aquí donde da con un tono y con un dolorido sentir que permiten hablar de un libro cuajado. “Sálvate, denso toro de emoción y de España”, reza en sus versos. Estamos ante una poesía necesaria: una barrera de contención ante la desesperanza. Incluso un poema tan comprometido como “Rusia” se pone a soñar con esta imagen idílica: “Y sólo se verán tractores y manzanas”. Pero el protagonismo es de las heridas: “La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega”, y así huelen estos versos. Entre ellos, dice en “El tren de los heridos”:
[…]
El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.
Silencio
Ese silencio, impuesto por las trágicas circunstancias, acendra y madura su voz, que si ya fue vibrante se descubre ahora temblorosa. Acaba El hombre acecha con “Canción última”, un poema estremecedor, que anuncia el próximo libro del poeta, ya póstumo. Aquí la voz del poeta ha sido completamente domada, toda su fuerza se ha convertido en emoción, su fiereza en esperanza, su pasión en intimidad; es la garra suave:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada,
con su desierta mesa,
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Serála garra suave. Dejadme la esperanza.
En Cancionero y romancero de ausencias (Lautaro, Buenos Aires, 1958) y en Poemas últimos se reúne la poesía que Miguel Hernández hizo en la cárcel, en el período que va del final de la guerra a su muerte. Continúa la línea más depurada (depurada por el dolor y la derrota) de El hombre acecha. Dueño absoluto de su voz, y de nada más, escribe algunos de los poemas más verdaderos de la poesía española del siglo XX. Resume su vida y su cosmovisión en doce trazos:
Llegó con tres heridas;
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Según la perspicaz lectura de Francisco Umbral, Miguel Hernández alcanzó su cima entonces, al volver a sus orígenes populares con todo el bagaje cultural de una trayectoria intensísima y de un aprendizaje a marchas forzadas. Se cierra un círculo que partió de una autenticidad hecha de carencias a esta autenticidad desnuda que oculta en su fondo enseñanzas y experiencias fundamentales. Ciertamente, aire popular tiene, además de un trasfondo dolorosamente biográfico, esta soleá:
Querer, querer, querer,
ésa fue mi corona,
ésa es.
Aires populares que nos traen constantemente el recuerdo de Bécquer:
Llueve sobre tus dos ojos
negros, negros, negros, negros,
y llueve como si el agua
verdes quisiera volverlos.
Otras veces sus versos, en apariencia frágiles, adquieren una tersura de canción renacentista, una finura que era inimaginable en el primer Hernández, como por ejemplo en la canción “Tristes guerras”, que entronca con Juan del Encina. Entonces, en esa vuelta a lo primigenio y elemental suyo, pero depurado por el arte y el sufrimiento, pudo escribir “Las nanas de la cebolla”; y “Boca”; y este himno, culminación, con “Hijo de la luz y de la sombra” de su inmensa poesía amorosa:
Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.
Poemas escritos en condiciones casi imposibles, bajo una sentencia de muerte, primero, y bajo la enfermedad mortal después, en los que queda un hilo de esperanza siempre, y también un fondo de alegría. El aún jovencísimo Miguel Hernández era consciente de que había logrado la hazaña que sólo los poetas auténticos culminan: la madurez. Nosotros podemos lamentar, imaginar, soñar qué no habría hecho él, con apenas treinta años todavía, con tanta sabiduría adquirida. Pero la muerte tempranera no le había sorprendido sin dejarnos su voz personal, clara y profunda. Lo celebró en “Antes del odio”:
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
lunes, 19 de octubre de 2020
Libro: "La huella de Miguel Hérnández en Cartagena, La Unión y Cabo de Palos" por Mª Victoria Martín González
Se vende en la Librería Codex de Orihuela
https://malbecediciones.es/la-huella-de-miguel-hernandez-nuevo-libro-con-sello-malbec-ediciones/
El paseo apacible por el recuerdo de Miguel Hernández, entre las calles modernistas y
el plácido puerto de una ciudad del sureste mediterráneo, entre los atardeceres
minerales de su sierra y el solemne faro de Palos, cimbreado de levante, de historias y
de versos del mar es una nueva ruta hernandiana que transcurre por las tierras de
Cartagena, La Unión y Cabo de Palos, inspirado en la prosa lírica, dedicada a Carmen
Conde, Ciudad de mar ligero y campo rápido que escribe el poeta de Orihuela tras su
primera visita a Cartagena. Pero en el origen de todo está Gabriel Miró y en el camino
no faltan las historias de vida de Andrés Cegarra y su hermana María, de Antonio
Oliver y de Carmen Conde.
La huella de Miguel Hernández en Cartagena, La Unión y Cabo de Palos es una
invitación a un viaje cultural por la ciudad que acogió desde 1933 al joven poeta
oriolano, recién estrenado su Perito en lunas, aportándole un indiscutible impulso en
sus inicios literarios. Pero también es el viaje por un intervalo de la vida de ese Miguel
Hernández que llegó y se quedó para siempre en el alma de estos parajes costeros del
sureste español. Porque los amigos que conoció aquel 2 de octubre de 1932 en
Orihuela y le invitaron a Cartagena, le fueron fieles desde el principio y mucho más allá
de su final en esta vida.
AMOR EN EL ATARDECER DE OSCEDA, Por Antonio Ángel Parra Ruiz. A Miguel Hernández en el 110 aniversario de su nacimiento.
AMOR EN EL ATARDECER DE OSCEDA
A Miguel Hernández en el Aniversario de sus 110 años de su nacimiento,
dedicándole el siguiente Relato de una bella historia de amor; que viene a ser
como
una rememoración de los días álgidos de amor disfrutados junto a su amada
esposa
Josefina Manresa.
A mi esposa, Piedad, con todo mi cariño.
Rafael y Teresa, jóvenes de veinticinco y veintidós años, respectivamente,
habían nacido en este atractivo y delicioso pueblo andaluz de Osceda. Como es
consiguiente, se conocían desde niños y se habían educado juntos en el mismo
colegio,
donde compartían no sólo estudios, sino juegos; creciendo y viviendo en
ambientes
familiares similares. Conforme fueron pasando los años, congeniaron y
simpatizaron
hasta sentir ambos una mutua atracción, comenzando a salir juntos; de manera
que, con
la mayoría de edad, habían llegado a formalizar su relación, una vez que
intimaron
profundizando en su amor.
Eran muy metódicos y comedidos en sus costumbres, paseos y divertimentos, sin
extralimitarse; tenían infinidad de amistades y compartían con los
demás diversiones, giras campestres y alegres veladas.
Aquel día, como hacían habitualmente al despedirse, se citaron para verse
al día siguiente, por la tarde. Eran las cinco de la tarde de esta fecha
agosteña, cuando
Rafael se acicaló y se dispuso a ir al encuentro de su novia. La halló
esperando en el
porche de entrada de su casa y, nada más percibirla, su corazón se aceleró y
redobló su
caminar. Por su parte, ella, al presentir a lo lejos la querida figura varonil,
se estremeció
y sintió que su profundo amor se acentuaba aún más.
Cuando estuvieron juntos, él la envolvió en sus brazos y le dio un cariñoso
beso de bienvenida. Al separarse, la contempló y la vio sumamente bella y
atractiva,
embutida en un vaporoso y sugestivo vestido veraniego, que resaltaba su figura
escultural; mientras, mantenía su boca en un expresivo y gracioso mohín.
Terminado su tierno saludo, comenzaron con su paseo habitual lento y
cadencioso, con las manos entrecruzadas, mientras se decían frases placenteras.
Como
no eran partidarios de la bulla, decidieron ir a un paraje cercano a la
localidad,
dominado por un lago con una gran alameda a su alrededor, muy frecuentado por
los
lugareños. Así pues, dejaron la carretera asfaltada de la vetusta Ciudad, y
tomaron a la
derecha de la carretera el camino que conducía al lago: era un sendero forestal
sin
asfaltar, farináceo y polvoriento, que atravesaba serpeando el campo y la
huerta.
Mientras caminaban, platicando y contemplándose fervorosamente, observaban con
admiración el paisaje que se abría ante ellos.
La tarde de estío era luminosa y apacible, sin
calor excesivo, pues una
suave brisa lo combatía.
El campo aparecía pletórico y lleno de
contrastes. Dentro de primorosos
huertos acotados, se encontraban numerosos árboles frutales, la mayoría de
ellos en
sazón. Se veían grises y verdosos cerezos de cuyas ramas pendían -aferradas con
fuerza
a los pedúnculos- las diminutas, globosas y sonrosadas cerezas; en otros, se
columpiaban a favor del leve céfiro, las voluptuosas y refrescantes peras de
agua que,
con la sola contemplación, apaciguaba la sed y el sofocante calor; más allá, se
divisaban
campos sembrados de viñedos cubiertos de cepas perfectamente alineadas, de cuyos
sarmientos colgaban gruesos racimos de uva blanca y negra, gratamente velada de
pámpanos y zarcillos retorcidos en graciosas figuras. En la orilla de la
vereda, discurría
un arroyo que servía de regadío, formado con agua límpida y transparente
procedente
del lago y fontanal: de su ribazo, que delimitaba los huertos, nacían frondosos
membrilleros, cuyos frutos amarillentos contrastaban con el colorido grisáceo y
marrón
de los ramajes de los árboles; el verde claroscuro de las hojas; el
rojo-rosáceo, verduzco
y ambarino de los manzanos, perales y ciruelos. En la lejanía, los montes se
distinguían
en dos tipos: los pelados y rocosos de tonos ocres y parduscos -llenos de
oquedades y
riscos-, y los de lomos verdes de pinos que cabalgaban hasta sus cimas, en donde
sus
copas cosquilleaban el azulado firmamento.
Continuando su caminar pausado llegaron junto a un cortijo, donde un
matrimonio de hortelanos, de rostros bondadosos y rubicundos, dormitaba en
sendas
mecedoras bajo la pérgola del portal, a la que daban custodia y grata sombra
dos
enormes avellanos. En la extensa era de una hacienda un arriero cuidaba de su
caballo;
cuya piel lustrosa irradiaba con el sol; en el lateral opuesto, algo más
lejana, se divisaba
otra era solitaria, donde azacaneaban unos obreros campesinos en la recolección
del
trigo: uno de ellos montado en el trillo, dando vueltas como las ruedas de los
caballitos
sobre la parva recién extendida y, los otros, una vez trillada aventándola. Más
adelante,
vieron en la orilla del camino a una abubilla que los observaba con sus ojillos
redondos,
vivaces, curiosos y timoratos, exhibiendo en su cabeza el penacho erguido: al
llegar a su
altura, ellos hicieron ademán de acercarse a ella, por lo que asustada desplegó
sus alas y
huyó, dejando ver al elevarse su cuerpo rojizo de vistoso plumaje. También se
tropezaron con una manada de cuervos que, en un sembrado, buscaba su sustento;
quienes, al verles, remontaron el vuelo graznando; dejando sus siluetas, a
contraluz,
unas manchas negruzcas, entenebreciendo la claridad de la tarde. En la copa de
un
olmo, descansaba una colonia de palomas silvestres vestidas de plumaje azulado
y patas
encarnadas, que eran espiadas desde lo alto por la mirada aviesa del águila
perdiguera.
En un olivar, una pareja de tórtolas se recreaba en su amor, alegrando el
ambiente con
sus excelsos trinos…
Rafael y Teresa, mientras caminaban, iban
deleitándose en todo esto que
contemplaban sus ojos, al tiempo que recordaban los acontecimientos y
pinceladas de
sus vidas en común, desde que se conocieron hasta la actualidad. Llegaron,
mientras
tanto, a una bifurcación del sendero que, por la izquierda, llegaba a lo más
recóndito del
campo y, a la derecha, al lago y alameda que ya se divisaba en la lejanía,
hacia donde
ellos se dirigieron.
A pocos metros, se tropezaron con un labrador de edad provecta, que
regresaba al pueblo montado en un borriquillo, que llevaba los serones repletos
de las
frutas y verduras recolectadas por el horticultor: las manos de éste
descansaban en el
cuello del animal, sujetando las riendas. Al llegar a la altura de la pareja,
el hombre se
quitó ceremonioso su sombrero de paja, al tiempo que inclinaba su ajado rostro
esbozando un saludo: ellos, le contestaron afablemente, mientras seguían
embutidos en
su mundo de arrumacos y caricias. El labriego se quedó en actitud pensativa, y
dijo para
sí: -¡Ah…, preciosa juventud…!- y su rugosa faz resplandeció con una sonrisa,
al
evocar los maravillosos años vividos en su mocedad. Luego, azuzó al jumento,
clavándole las alpargatas en los ijares y tensando las bridas para obligarlo a
caminar. El
animal avivó el paso, dejando las huellas de sus pezuñas herradas en el suelo;
desapareciendo ambos tras un recodo.
Llegaron, por fin, los jóvenes, a su anhelado destino. Aquí, se quedaron
contemplando la quietud del lago formado por las fuentes de alrededor -de las
que
manaba abundante agua pura y cristalina-, que desaguaban en acequias y brazales
para
el regadío. Las orillas aparecían totalmente repletas de verdor y colorido de
los
carrizales; junquillos; cañaverales y flores silvestres que crecían en ellas.
Cuando terminaron de contemplar el lago y sus cercanías se dirigieron a la
alameda: allí se sentaron sobre el mullido césped repleto de musgo, descansando
de la
caminata. Ante ellos discurría rumoroso y ruboroso el río, en cuya cresta
refulgía un sol
crepuscular… Ella descansó su espalda sobre el lomo de un joven, delgado y
enhiesto
chopo. Él, se colocó a su lado, rodeando con su brazo su esbelto y delicado
talle y,
mirándola con arrobamiento, besó su boca fresca y jugosa. La contemplaba con
veneración al tiempo que alababa su extraordinaria belleza. En efecto, Teresa
podía
competir con cualquier diosa: tenía el rostro redondo, dúctil y aterciopelado,
donde
descollaban unos ojos almendrados, zarcos y chispeantes; la nariz recta y unos
hoyuelos
graciosos dibujados junto a la boca, de labios finos y tamaño proporcionado;
sus
cabellos dorados, estaban formados por numerosos bucles, cuyas guedejas
formaban
caprichosas cenefas; sus hombros eran menudos; el cuerpo de talle estrecho,
esbelto y
sinuoso; brazos y piernas torneados; y las manos, de dedos delgados y largos,
eran
cálidas y de una blancura inmaculada. Permanecía con la cabeza levemente
inclinada al
suelo, el rostro arrebolado, escuchando con complacencia la voz recia de su
novio.
Cerca de él no solo se emocionaba, sino que se sentía protegida ante cualquier
adversidad o peligro.
Así continuaron durante horas musitando palabras ardorosas y embebidos
en amor eterno, prometiéndose una vida llena de venturas, solos, en la
inmensidad del
paraje; con la única presencia del Ojo invisible de Dios, y de los estilizados
álamos que
asentían al juramento de los núbiles, al mecerse coquetos impelidos por la
agradable
aura. Para ellos, el tiempo pasaba con monotonía, como si no existiese, y cada
instante
fuese intemporal en aquella tarde bucólica y celestial; se consideraban
afortunados al
conocerse y compartir estos momentos de felicidad exorbitante.
Después de esta exaltación amorosa, se levantaron y acercaron a una fuente
y, arrodillándose, asomaron a ella sus rostros juveniles y fulgurosos: en el
fondo de la
fuente, borbotaba y burbujeaba el agua que manaba de las entrañas de la tierra.
De
pronto, Teresa, sumergió el dedo índice nacarado en el estanque y, jugueteando
con el
agua, produjo una turbulencia. Al instante, como un mal presentimiento, su
rostro se
contrajo y tornó circunspecto, perdiendo en su obnubilación su bella sonrisa y,
con un
hilo de voz tremulosa, preguntó a Rafael:
-¿Me quieres…?
Él, sorprendido en un principio por la seriedad y
el contenido de la
pregunta, no respondió; más, reaccionando seguidamente, dijo con rotundidad y
vehemencia:
-¡Sí, con toda mi alma!
Para disipar sus dudas y refrendar su juramento,
le estampó un cariñoso
beso. Entonces, ambos se cogieron de las manos sintiendo el refluir de la
sangre por sus
venas y se fundieron en abrazo perpetuo, volviendo a unir sus bocas en
prolongado y
fogoso beso. Cuando terminaron su efusión, se quedaron contemplando nuevamente
la
fuente, que ya había recobrado su nitidez y normalidad. Teresa comprendió que
sus
temores eran infundados, y creyó en la fidelidad de Rafael.
La tarde se desvanecía y el crepúsculo llegaba a su ocaso. El Sol
desparramaba su último aliento en tenues y rojizos rayos, desapareciendo su
inmenso
círculo ígneo en la lejanía; el monte tras el que se ponía, se hizo más erecto
e
imponente, al ensombrecerse. La Luna apareció redonda, mórbida y pálida: junto
a ella,
repuntó el Lucero de la tarde, brillante y plateado como una joya, como
queriendo
competir con aquélla. En un sembrado lejano, un labrador dejó de binar la
tierra
despojándose de su sombrero y, con monotonía, fue recogiendo los aperos.
Enjaezó a
continuación su caballo que pacía en el prado, para regresar a su morada…
Conforme se
difuminaba la luminosidad del atardecer, fueron apareciendo miríadas de
estrellas
titilantes que se arremolinaban alrededor de la Luna e iban espesándose y
confundiéndose en la inmensidad de la bóveda celeste… Ellos abandonaron
entonces su
refugio de amor, volviendo a caminar presurosos por el mismo sendero
polvoriento,
acompañados e iluminados por los débiles rayos lunares que, a sus espaldas, se
prolongaban en una estela resplandeciente y argentada en la superficie del
lóbrego
estanque. A lo lejos y ante sus ojos, se dibujaban los contornos de la
milenaria Ciudad,
ya iluminada con los faroles…
Antonio Ángel Parra Ruiz
Orihuela, abril 2002
Antonio Ángel Parra Ruiz
Orihuela, abril 2002
A la atención de Ramón Fernández Palmeral, acérrimo entusiasta de Miguel Hernández
y, gran difusor de su vida y obra.
sábado, 17 de octubre de 2020
Reseña del libro: "Miguel Hernández. el poeta del pueblo" en la revista digital AZperiodistas.com
Reseña del libro: "Miguel Hernández. el ooeta del pueblo" en la revista prestigioso revista digital AZperiodistas.com:
Pinchar en el enlace: http://www.azperiodistas.com/nueva-biografia-de-miguel-hernandez-2019/7979
viernes, 2 de octubre de 2020
“Tierra de Versos” Homenaje a Miguel Hernández en sus 110 años del nacimiento.
Asociación Rincón Poético Valle del Vinalopó
“Tierra de Versos” Homenaje a Miguel Hernández en sus 110 años del nacimiento.
Valle del Vinalopó Algueña-Orihuela con Miguel Hernández, Poeta de nuestra tierra.
Sábado 17 de octubre 2020 a las 12:00 horas en la Casa Museo Miguel Hernández, Orihuela
La Asociación Rincón Poético Valle del Vinalopó con la colaboración de La Fundación Cultural Miguel Hernández, Concejalía de Cultura de Orihuela y Ayuntamiento de Algueña realizará el Recital Poético Musical llamado “Tierra de Versos” Homenaje a Miguel Hernández en sus 110 años del nacimiento, con poetas de nuestra tierra Valle del Vinalopó y Comarca, e invitados especiales de fuera de ella.
En el homenaje que se pretende llevar a cabo el día 17 de octubre a las 12:00 horas en la Casa Museo Miguel Hernández, tras una visita guiada a la Casa Museo y Sala de Exposiciones; es una fusión con la poesía del poeta oriolano y la de los poetas participantes donde se recitará poesía de Miguel Hernández y poemas dedicados a él, entre ellos tendremos canción de autor. Nos recibirá y acompañará Aitor Luis Larrabide Director de la Fundación Miguel Hernández. El recital estará coordinado por Luis Pascual Limiñana y la poeta Lucía Pastor presidenta de la Asociación organizadora. Al término del recital daremos paso a una visita por los lugares más emblemáticos de la Ciudad, y seguiremos recitando poesía de Miguel Hernández en la Plaza de Ramón Sijé.
Todo el evento se regirá bajo las normas vigentes del COVID-19 y teniendo en cuenta el aforo correspondiente.
Participan poetas y escritores de nuestra tierra Valle del Vinalopó y comarca alicantina.
Lucía Pastor, La Solana Algueña.
Josefina Campo, Benidorm.
Gabriela Ruiz, Orihuela.
Juan Ramón Prieto, Tibi.
Mila Pacheco, Novelda.
Alicia Merino, Agost.
Alberto Escolar, San Juan Alicante.
Francisco Mira, Pinoso.
María Lucas, Torrevieja.
Francisco García, Elda.
Mar Gómez, Elda.
Trycia Chemin, Albufereta Alicante.
Luis Pascual Limiñana, Monforte del Cid.
También tendremos dos invitadas de Madrid y Valencia.
María del Carmen Aranda, de Madrid, escritora y poeta.
Norma González, de Argentina afincada en Valencia, escritora y poeta.
Caminaremos de nuevo por “Tierra de Versos”, tierra de Orihuela, tierra del gran poeta Miguel Hernández, tierra de nuestro Valle, tierra nuestra.
Miguel Hernandez estuvo en la batalla de Teruel no lo cotó en su poemario "El hombre acecha".
Miguel Hernandez estuvo en la batalla de Teruel nos lo cotó en su poemario "El hombre acecha".
Puñaladas en la República: el olvidado plan comunista para destruir a Indalecio Prieto
Según escribió el ministro de Defensa, los asesores soviéticos dejaron morir a miles de soldados del Ejército Popular en la batalla de Teruel para achacarle a él la derrota
Actualizado:Los sucesivos cercos de Teruel salieron muy caros a los dos bandos de la Guerra Civil por culpa de las balas, las inclemencias climatológicas (los soldados soportaron unas temperaturas que oscilaban entre los seis y los veinte grados bajo cero) y el hambre. La denominada batalla del frío, acaecida entre diciembre de 1937 y febrero de 1938, se cobró 100.000 bajas y una reputación: la del entonces ministro de Defensa, Indalecio Prieto. El mismo personaje que, junto al socialista Francisco Largo Caballero, se ha convertido en el epicentro de la controversia debido a la ley de Memoria Democrática.
Prieto, en perpetuo enfrentamiento con los asesores comunistas enviados desde la Unión Soviética, repitió hasta la saciedad que la
retirada de las tropas de la ciudad y el abandono a su suerte de la 42 División de Valentín González (El Campesino) se correspondía con un plan urdido para hundirle en la miseria. «A fin de ver la manera de asestarme el golpe final, hubo concilio ruso hispano, “Hay que utilizar la pérdida de Teruel para liquidar a Prieto”, decretó Gueré, uno de los delegados del Kremlin», escribió el político en su libro «Convulsiones de España», tras la Guerra Civil. También insistió en que todos ellos recibían órdenes de Moscú.
La batalla de Teruel
Octubre de 1937 fue clave en la contienda fratricida. Con las fuerzas republicanas todavía acomodándose a la reorganización emprendida por Largo Caballero, el bando Nacional decidió intentar asediar de nuevo Madrid. Así, por enésima vez, Francisco Franco desplazó a catorce divisiones hasta las tierras altas de Guadalajara y Soria. La respuesta del general Vicente Rojo fue no presentar batalla allí, sino organizar un ataque de distracción sobre Teruel, en el extremo este del frente franquista y donde no había un número exagerado de defensores. El objetivo consistía en obligar al enemigo a desplazar el grueso de sus unidades y permitir respirar a la capital.
El 15 de diciembre de 1937, doce divisiones republicanas iniciaron la embestida contra Teruel. Su plan, sencillo sobre el papel, era rodear la ciudad y conquistarla a golpe de fusil, carros de combate y aviación. La primera parte salió a la perfección y, apenas un día después, las tropas gubernamentales ya habían cortado el estrecho pasillo que unía la urbe con el resto del territorio Nacional. Tuvieron suerte, pues el 16 un temporal de viento y nieve impidió los avances. Aquel fue el primer golpe de realidad para unos soldados que no portaban ropa de abrigo con la que combatir el frio. El 17 se cerró el cerco de forma definitiva.

La ciudad cayó, de facto, el 18, aunque varios reductos Nacionales se mantuvieron firmes varias jornadas más. El contrataque de Franco se comenzó a pergeñar el 21, día en que se reunió con sus oficiales y les comunicó que abandonaba Madrid para centrarse en el nuevo frente. Tras unas escaramuzas como tal, la verdadera batalla se inició el 29, cuando las unidades nacionales lanzaron fuertes ataques contra los sitiadores. En ese momento comenzó la pesadilla para el Ejército Popular, que pasó de saborear la victoria a verse, ahora, rodeado por el enemigo. Por si fuera poco, una nueva ola de frío emporó todavía más la situación.
El 20 de febrero, cuando ya se había seleccionado a Valentín González como cabeza visible de la defensa, se culminó el desastre republicano. Esa jornada, un problema en la radio dejó sin comunicaciones al Campesino, que no pudo escuchar como la segunda línea de defensa recibía la orden superior de retirarse y abandonar la ciudad. Tuvo que verlo, para su asombro, desde su puesto de mando. Poco a poco el cerco se estrechó. Metro a metro, barrio a barrio. Mientras, los heridos empezaron a agolparse en las plazas. Nadie podía marcharse, pues los franquistas habían rodeado Teruel.

Y así se acabó todo. Sabedor de que no recibiría refuerzos (ni siquiera los del general Enrique Líster, ubicados en las cercanías) el Campesino ordenó a su 42 División la retirada. Los heridos fueron abandonados a su suerte y el material destruido para que no cayera en manos del enemigo. Horas después, rompió el cerco franquista y pasó a territorio republicano. El general Aranda accedió a la ciudad el 22 de febrero. La victoria era suya, aunque había costado miles de bajas y la destrucción virtual de una urbe que, en dos meses, soportó desde bombardeos, hasta la voladura de edificios por parte de un Ejército Popular que vio en los explosivos la mejor forma de desalojar los últimos núcleos de resistencia.
Complot comunista
Las consecuencias de la derrota fueron un disparo al ministro de Defensa, Indalecio Prieto, que acabó cercado y perseguido por los comunistas. La presión le hizo dimitir en marzo de 1938, tras lo cual se despachó contra sus superiores por acusarle de sembrar el desánimo: «El presidente me acusa de pesimista y de desmoralizar con mi pesimismo a quienes me rodean, asegurando que todo el mundo sabe, por mis indiscreciones, que la guerra está perdida». Las palabras le costaron la chanza de Jesús Hernández Tomás, cofundador del PCE, quien, el 20 de marzo, se burño de él bajo pseudónimo en un artículo titulado «El pesimista impenitente».
En el exilio, Prieto defendió la teoría de que los comunistas y sus asesores soviéticos habían urdido un complot para acabar con él. Así lo explicó en su libro: «Convulsiones de España»: «A fin de ver la manera de asestarme el golpe final, hubo concilio ruso-hispano. “Hay que utilizar la pérdida de Teruel para liquidar a Prieto”, decretó Gueré, uno de los delegados del Kremlin, secundado por Stepanov, que acababa de hacer un rapidísimo viaje a Moscú, de donde traía instrucciones concretas […] ¿Y cómo se perdió Teruel? Valentín González, El Campesino, que con su división estaba encargado de defender la plaza, lo cuenta». Después, recoge las palabras del Campesino:

«A comienzo de 1938 se trataba de repetir la operación con Indalecio Prieto, que al frente de la Defensa Nacional empezaba a hacerse insoportable para el Kremlin. Pero ¿cómo deshacerse de él? Su prestigio era grande, sobre todo después de la venturosa operación de Teruel, quizá la más venturosa -con la heroica defensa de Madrid- de toda la guerra. No podría decir em cuál de las reuniones políticomilitares secretas de los agentes del Kremlin se adoptó el acuerdo de sacrificar Teruel; lo que puedo asegurar es que el maquiavélico plan fue confiado a los generales Grigorievitch y Barthe. Teniendo un gran alcance político, debió intervenir en la decisión el delegado político número uno del Kremlin».
El testimonio no tiene desperdicio. Según el Campesino, le ordenaron dejarse rodear por los Nacionales y servir de cebo para que las divisiones de Líster, a su vez, pudieran atacar por retaguardia al enemigo.

«Siguiendo las órdenes recibidas, yo me dejé cercar dentro de la población con unos dieciséis mil hombres de mi división. Modesto y Líster disponían de seis brigadas y de dos batallones excelentes fuera de la ciudad. El trato hecho era que atacarían fuertemente y por sorpresa y que me liberarían con mis tropas. Pero pasaron algunos días con sus noches y nada hicieron. Habría de enterarme más tarde de que a los que se ofrecieron a socorrerme los amenazaron de muerte. Convencido de que no me llegaría ya ningún socorro de fuera y de que seríamos liquidados si caíamos en manos de Franco, decidí jugarme el todo por el todo y romper el cerco. Emprendimos una lucha protegidos por la oscuridad de la noche, que duró cerca de cinco horas. Salvé alrededor de once mil hombres».
Al llegar a retaguardia, mantuvo una reunión con los oficiales. «En tonos violentos exigí la liquidación de Líster, que me había abandonado miserablemente». Pero, en sus palabras, los rusos le protegieron como «a una de sus criaturas». «Era evidente que habían querido deshacerse de mi para arrojarle mi cadáver al ministro de Defensa Nacional y convertirme, además, en una bandera». Si es cierto, o la mera invención de un oficial dolido por haber sido abandonado, es difícil de saber.