Una
fecha tan redonda como su centenario alienta las más variadas
perspectivas sobre Miguel Hernández. La biográfica ha sido la más común
por lo extraordinario de sus circunstancias, desde su nacimiento humilde
a su muerte desgraciada. Muy recomendables en esta línea son Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández de Josefina Manresa (Ediciones de la Torre, Madrid, 1980), Miguel Hernández, desamordazado y regresado de Agustín Sánchez Vidal (Planeta, Barcelona, 1992), y Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (Temas de Hoy, Madrid, 2002), de José Luis Ferris.
Otra perspectiva de gran interés es la histórica. La poesía de Miguel
Hernández, con sus vaivenes ideológicos, ilustra muy bien los años
treinta, tan confusos como convulsos en lo cultural y en lo político. Su
libro de guerra, Viento del pueblo (Socorro Rojo
Internacional, Valencia, 1937), muestra quizá como ningún otro la
violencia y la energía desatadas en la contienda. Recuerdola impresión
que me produjo en mi adolescencia la épica del romance “Vientos del
pueblo me llevan”. Sin abandonar la perspectiva histórica, releyéndole,
he sufrido una impresión análoga con el poema “Sonreídme”, escrito a
principios de 1935 al calor de la revolución de Asturias, bajo la
influencia de Pablo Neruda, y en el que el poeta rechaza de un empujón
brutal sus inicios católicos. Se retrata el clima social de la España
republicana de forma inigualable.
Junto a todas esas perspectivas posibles y complementarias, hay una
imprescindible para leer su poesía, entenderla y disfrutarla. Se trata
de seguir el camino que hubo de recorrer en busca de su propia voz. Fue
una búsqueda dramática por el poco tiempo del que dispuso, por sus
carencias formativas y también por la misma exuberancia de sus dotes,
que podían acabar ahogándole la voz en su volumen y su feracidad. Y era
un poeta con un oído tan prodigioso que las imitaciones le brotaban con
naturalidad: “el poroso Miguel”, lo adjetivó Leopoldo de Luis.
El clarividente Juan Ramón Jiménez vio a la primera cuál era el reto y
los peligros a los que se enfrentaba el precoz poeta pastor y, saludó
la “Elegía” a Ramón Sijé y seis sonetos más, publicados en Revista de Occidente en
1936, con este deseo apremiante: “Que no se pierda en lo rolaco, lo
‘católico’ y lo palúdico (las tres modas más convenientes de la ‘hora de
ahora’, ¿no se dice así?) esta voz, este acento, este aliento joven de
España”. El interés de JRJ no fue único. Pablo Neruda también supo
descubrir los valores de Hernández e hizo todo lo posible por atraerlo a
su órbita de influencia poética y política.
Pero no adelantemos acontecimientos. El destinatario de la elegía, su
paisano Ramón Sijé, católico de una pieza, había sido el primero en
descubrir en su humilde convecino un talento extraordinario por
fructificar. Sin su ayuda generosa, Miguel Hernández habría salido
adelante como poeta —si lo hubiese hecho— con mayor dificultad y más
tarde.
Arrastrado por una vocación impetuosa, comienza imitando a Vicente
Medina y a Gabriel y Galán, inspirándose en su entorno provinciano y
campestre. Es probable que su pose de poeta cabrero, que mantuvo durante
mucho tiempo, fuese, hasta que la cargó de una significación
propagandística y política, un resabio de aquellas rupestres influencias
literarias. Enseguida, guiado por el canónigo Almarcha y por Sijé, lee a
los clásicos con aprovechamiento.
Con esa lección en el morral, hace su primer viaje a Madrid. En el
rompeolas de todas las Españas, se lleva un buen revolcón. Regresa a
Orihuela con la urgencia de ponerse al día. No es extraño, por tanto,
que se aplicase en los aires gongorinos, que corrían por Madrid aún,
como un eco de la celebración del centenario de 1927. Febrilmente, como
lo haría ya todo desde entonces, se concentra en las octavas reales que
acabarían componiendo el libro Perito en lunas (Sudeste, Murcia, 1933).
Trató de unir en ese primer poemario varios de sus intereses y
arrimar el agua a sus acequias. Por un lado, se apuntaba al gongorismo,
una moda (ya algo pasada, todo hay que decirlo) de la capital que sus
lecturas del Siglo de Oro, su innato barroquismo levantino y su fervor
por Gabriel Miró le hacían menos extraña. Por otro lado, podía seguir
hablando de los temas que le eran más cercanos y más queridos, como
palmeras, toros y demás cosas del campo.
No consigue mucho con ese libro, cuyo carácter imitativo o molestó o,
simplemente, no interesó a quienes el poeta buscaba agradar a toda
costa. Federico García Lorca, al que pidió auxilio, guardó silencio. De Perito en lunas, Miguel Hernández sacó apenas una ingeniería técnica en tropología.
Para nosotros, sin embargo, empeñados como estamos en seguir al poeta
en la búsqueda de su voz personal, el libro ofrece pistas muy
reveladoras. Sus octavas reales no son sino alambicadas adivinanzas y
para reforzar este carácter iban sin título. Los que ahora se ofrecen,
fueron dictados por el poeta a un amigo, y son las soluciones. En las
ediciones actuales deben ponerse, por supuesto (porque muchas octavas
resultarían irresolubles si no), pero o a pie de página o, al menos, al
pie del poema. En esa condición de acertijo, se adivina un reflejo
angustioso del poeta que trata, entre rimas e imágenes y temas
exuberantes, de descubrirse la voz, de romper el cascarón:
CORAL, canta una noche por un filo,
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara,
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Dirigible, al partir llevado en vilo,
si las hirvientes sombras no rodara,
pronto un rejoneador galán de pico
iría sobre el potro en abanico.
[Huevo]
Entre este libro y El rayo que no cesa (Madrid, Héroe, 1936), además del auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (Cruz y Raya, 1934), escribe para El silbo vulnerado (que
se le quedó inédito) poemas en los que va dando con una voz más
solucionada. De enorme interés resulta “El silbo de afirmación en la
aldea”, publicado en la revista El Gallo Crisis en
1935, porque en él Miguel Hernández plantea abiertamente el
enfrentamiento que en su interior libran dos mundos: el cosmopolita —al
que mira con ansiedad y deseo— frente al rústico suyo. Ha asumido la
greguería, una de las semillas fecundantes del arte nuevo, y ha dejado
de asociar la metáfora con la adivinanza. Habla ya con claridad de
“Difíciles barrancos de escaleras,/ calladas cataratas de ascensores”, y
logra imágenes cristalinas: “Alto soy de mirar a las palmeras”. Todo
ello mientras apuesta con enorme vehemencia, quizá un tanto impostada,
por el campo:
¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡rascaleches!
¡Qué presunción los manda hasta el retiro
de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches
tanta soberbia abajo de un suspiro?
Esos avances se consolidan en El rayo que no cesa, libro de rodados sonetos apasionados, barroqueños,
surrealizantes, extremados. Miguel Hernández parece haberle cogido por
fin el paso a su tiempo. En 1936 acaba de publicar sonetos su estricto
coetáneo Luis Rosales en Abril (Ediciones del Árbol, Madrid, 1935), libro con el que El rayo que no cesa presenta analogías formales y temáticas; Juan Gil-Albert los da a la luz en Misteriosa presencia (Héroe, Madrid, 1936) y Federico García Lorca compone por entonces sus logradísimos Sonetos del amor oscuro. Miguel Hernández ya no va unos años por detrás.
Con todo, esos sonetos suyos no dejan de ser otro paso más (aunque de
gigante) en su búsqueda. En ellos, Miguel Hernández usa y abusa de las
repeticiones. Consigue dotar así de una nueva musicalidad al soneto, que
acoge estribillos que lo acercan a la canción. Launión entre lo culto y
lo popular —que en Perito en lunas no cuajaba— se toca ahora
con las manos. Las repeticiones logran transmitir un clima obsesivo. Y
además, inconscientemente, nos sugieren que el poeta, que sigue
sufriendo pulsiones imitativas, empieza a encontrar una escapatoria:
repetirse a sí mismo.
Otro hallazgo de El rayo que no cesa es una solución de compromiso de su conflicto interior tal y como se había planteado en Perito en lunas y
en el poema “El silbo de afirmación de la aldea”. El toro como símbolo
varonil del sufrimiento está sobradamente claro en esos sonetos; pero
también estamos ante un animal de campo, elemental, primario que, a la
vez, despierta el interés de la intelectualidad y de la cultura urbana y
que, además, a través del rito sacrificial, entronca con lo religioso.
Junto a su destino de hombre, de hombre enamorado, Miguel Hernández
vería en el toro una extraña conjunción de sus temores y sus deseos como
poeta.
Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.
Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.
Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.
José Ángel Valente ha dicho de El rayo que no cesa que es
“un libro imitativo de los más tortuosos amaneramientos de la lírica
amorosa barroca”. Sin duda, el gallego hace oídos sordos a un puñado de
sonetos intachables, a los melancólicos versos finales del romance
inicial (“Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi
fotografía”) y a la prodigiosa “Elegía”, pero tampoco es una crítica
totalmente desatinada. De hecho, Hernández sigue buscando aún su
verdadera voz.
Ya ha encontrado, con todo, el camino; y así escribe el poema “Mi
sangre es un camino”, que “Me empuja a martillazos y a mordiscos”; y
otro poema titulado “Sino sangriento”, publicado en Revista de Occidente, núm.
156, junio 1936: “Lucho contra la sangre, me debato/ contra tanto
zarpazo y tanta vena,/ y cada cuerpo que tropiezo y trato/ es otro
borbotón de sangre, otra cadena”. La imagen de un avanzar esforzado e
interior se le impone.
Descubre a nuevos maestros, a los que homenajea e imita, como a
Aleixandre (“Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre”) o a Neruda
(“Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”). Parece que también a César
Vallejo:
[…]
Me quiero distraer de tanta herida.
Me da cada mañana
con decisión más firme
la desolada gana
de cantar, de llorar y de morirme.
Con el estallido de la guerra civil, el inquieto poeta encuentra su
sitio público, y el bando republicano encuentra en él a un poeta a su
medida, de ejemplares orígenes populares. Su primera poesía de combate
la recoge en Viento del pueblo. A pesar del nuevo protagonismo
social, en el primer poema, una generosa elegía a Federico García Lorca,
sigue dando vueltas a la idea del eco, a las repeticiones:
Entre todos los muertos de elegía;
sin olvidar el eco de ninguno,
por haber resonado más en el alma mía,
la mano de mi llanto escoge uno.
Viento del pueblo es un poemario irregular, que alcanza sus
mejores momentos en los poemas al esfuerzo y a la dignidad del trabajo.
El sudor es “un voraz oleaje”, “una blusa silenciosa y dorada”. Cuando
se publicó el libro, a pesar de ser Hernández el poeta del momento,
Ramón Gaya fue capaz de hacer en la revista Horade España una crítica serena y certera: “Poesía en guerra”. Quizá fuese más exacto subtitular este libro Versos en guerra.
Versos, porque es el verso lo que en Miguel Hernández vive, es el
verso, es tal o cual verso lo que aquí se alza y luce, lo que aquí
sorprende. Pero si siempre sus versos son verso (cosa que no consiguen
totalmente otros poetas actuales), en cambio, no todos esos versos que
son verso siempre, son siempre poesía […] Por Viento del Pueblo circula
un vigor que no siempre encuentra empleo apropiado y se extravía, se
pierde entonces como una fuerza inútil. Es un libro desigual y sin
medida”. Vemos, pues, que el viejo peligro del volumen de su voz y la
fecundidad de su talento seguía cercando la voz de Miguel Hernández.
Su segundo libro de guerra, El hombre acecha (Diputación,
Santander, 1961. Facsímil de la primera edición de 1939, perdida en
imprenta) es un poemario mucho más melancólico que marcial. El soldado
deja sitio al herido. La primera imagen es desoladora y prefigura
acentos existencialistas de Blas de Otero: “Se ha retirado el campo/ al
ver abalanzarse/ crispadamente al hombre”. Aunque Miguel Hernández ya
había escrito poemas magistrales, es aquí donde da con un tono y con un
dolorido sentir que permiten hablar de un libro cuajado. “Sálvate, denso
toro de emoción y de España”, reza en sus versos. Estamos ante una
poesía necesaria: una barrera de contención ante la desesperanza.
Incluso un poema tan comprometido como “Rusia” se pone a soñar con esta
imagen idílica: “Y sólo se verán tractores y manzanas”. Pero el
protagonismo es de las heridas: “La sangre huele a mar, sabe a mar y a
bodega”, y así huelen estos versos. Entre ellos, dice en “El tren de los
heridos”:
[…]
El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.
Silencio
Ese silencio, impuesto por las trágicas circunstancias, acendra y
madura su voz, que si ya fue vibrante se descubre ahora temblorosa.
Acaba El hombre acecha con “Canción última”, un poema
estremecedor, que anuncia el próximo libro del poeta, ya póstumo. Aquí
la voz del poeta ha sido completamente domada, toda su fuerza se ha
convertido en emoción, su fiereza en esperanza, su pasión en intimidad;
es la garra suave:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada,
con su desierta mesa,
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Serála garra suave.
Dejadme
la esperanza.
En Cancionero y romancero de ausencias (Lautaro, Buenos Aires, 1958) y en Poemas últimos se
reúne la poesía que Miguel Hernández hizo en la cárcel, en el período
que va del final de la guerra a su muerte. Continúa la línea más
depurada (depurada por el dolor y la derrota) de El hombre acecha. Dueño
absoluto de su voz, y de nada más, escribe algunos de los poemas más
verdaderos de la poesía española del siglo XX. Resume su vida y su
cosmovisión en doce trazos:
Llegó con tres heridas;
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Según la perspicaz lectura de Francisco Umbral, Miguel Hernández
alcanzó su cima entonces, al volver a sus orígenes populares con todo el
bagaje cultural de una trayectoria intensísima y de un aprendizaje a
marchas forzadas. Se cierra un círculo que partió de una autenticidad
hecha de carencias a esta autenticidad desnuda que oculta en su fondo
enseñanzas y experiencias fundamentales. Ciertamente, aire popular
tiene, además de un trasfondo dolorosamente biográfico, esta soleá:
Querer, querer, querer,
ésa fue mi corona,
ésa es.
Aires populares que nos traen constantemente el recuerdo de Bécquer:
Llueve sobre tus dos ojos
negros, negros, negros, negros,
y llueve como si el agua
verdes quisiera volverlos.
Otras veces sus versos, en apariencia frágiles, adquieren una tersura
de canción renacentista, una finura que era inimaginable en el primer
Hernández, como por ejemplo en la canción “Tristes guerras”, que
entronca con Juan del Encina. Entonces, en esa vuelta a lo primigenio y
elemental suyo, pero depurado por el arte y el sufrimiento, pudo
escribir “Las nanas de la cebolla”; y “Boca”; y este himno, culminación,
con “Hijo de la luz y de la sombra” de su inmensa poesía amorosa:
Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.
Poemas escritos en condiciones casi imposibles, bajo una sentencia de
muerte, primero, y bajo la enfermedad mortal después, en los que queda
un hilo de esperanza siempre, y también un fondo de alegría. El aún
jovencísimo Miguel Hernández era consciente de que había logrado la
hazaña que sólo los poetas auténticos culminan: la madurez. Nosotros
podemos lamentar, imaginar, soñar qué no habría hecho él, con apenas
treinta años todavía, con tanta sabiduría adquirida. Pero la muerte
tempranera no le había sorprendido sin dejarnos su voz personal, clara y
profunda. Lo celebró en “Antes del odio”:
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?