Sinopsis:

Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

jueves, 22 de octubre de 2020

La prestigiosa revista "NUEVA CULTURA", publicó un articulo sobre Miguel Hernandez en su centenario

 

¿Quién amuralla una voz?

La obra de Miguel Hernández ha de leerse también como la búsqueda que un escritor de extraordinarias cualidades pero escasa formación hizo de sí mismo. Hernández, sorteando sus facilidades y sus dificultades, fue capaz de encontrar en muy poco tiempo de vida su propia voz. Con esta lectura se captará la dinámica de su creación, destacándose otro dramatismo más (éste, interno) de su poesía enorme.

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Una fecha tan redonda como su centenario alienta las más variadas perspectivas sobre Miguel Hernández. La biográfica ha sido la más común por lo extraordinario de sus circunstancias, desde su nacimiento humilde a su muerte desgraciada. Muy recomendables en esta línea son Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández de Josefina Manresa (Ediciones de la Torre, Madrid, 1980), Miguel Hernández, desamordazado y regresado de Agustín Sánchez Vidal (Planeta, Barcelona, 1992), y Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (Temas de Hoy, Madrid, 2002), de José Luis Ferris.

Otra perspectiva de gran interés es la histórica. La poesía de Miguel Hernández, con sus vaivenes ideológicos, ilustra muy bien los años treinta, tan confusos como convulsos en lo cultural y en lo político. Su libro de guerra, Viento del pueblo (Socorro Rojo Internacional, Valencia, 1937), muestra quizá como ningún otro la violencia y la energía desatadas en la contienda. Recuerdola impresión que me produjo en mi adolescencia la épica del romance “Vientos del pueblo me llevan”. Sin abandonar la perspectiva histórica, releyéndole, he sufrido una impresión análoga con el poema “Sonreídme”, escrito a principios de 1935 al calor de la revolución de Asturias, bajo la influencia de Pablo Neruda, y en el que el poeta rechaza de un empujón brutal sus inicios católicos. Se retrata el clima social de la España republicana de forma inigualable.

Junto a todas esas perspectivas posibles y complementarias, hay una imprescindible para leer su poesía, entenderla y disfrutarla. Se trata de seguir el camino que hubo de recorrer en busca de su propia voz. Fue una búsqueda dramática por el poco tiempo del que dispuso, por sus carencias formativas y también por la misma exuberancia de sus dotes, que podían acabar ahogándole la voz en su volumen y su feracidad. Y era un poeta con un oído tan prodigioso que las imitaciones le brotaban con naturalidad: “el poroso Miguel”, lo adjetivó Leopoldo de Luis.

El clarividente Juan Ramón Jiménez vio a la primera cuál era el reto y los peligros a los que se enfrentaba el precoz poeta pastor y, saludó la “Elegía” a Ramón Sijé  y seis sonetos más, publicados en Revista de Occidente en 1936, con este deseo apremiante: “Que no se pierda en lo rolaco, lo ‘católico’ y lo palúdico (las tres modas más convenientes de la ‘hora de ahora’, ¿no se dice así?) esta voz, este acento, este aliento joven de España”. El interés de JRJ no fue único. Pablo Neruda también supo descubrir los valores de Hernández e hizo todo lo posible por atraerlo a su órbita de influencia poética y política.

Pero no adelantemos acontecimientos. El destinatario de la elegía, su paisano Ramón Sijé, católico de una pieza, había sido el primero en descubrir en su humilde convecino un talento extraordinario por fructificar. Sin su ayuda generosa, Miguel Hernández habría salido adelante como poeta —si lo hubiese hecho— con mayor dificultad y más tarde.

Arrastrado por una vocación impetuosa, comienza imitando a Vicente Medina y a Gabriel y Galán, inspirándose en su entorno provinciano y campestre. Es probable que su pose de poeta cabrero, que mantuvo durante mucho tiempo, fuese, hasta que la cargó de una significación propagandística y política, un resabio de aquellas rupestres influencias literarias. Enseguida, guiado por el canónigo Almarcha y por Sijé, lee a los clásicos con aprovechamiento.

Con esa lección en el morral, hace su primer viaje a Madrid.  En el rompeolas de todas las Españas, se lleva un buen revolcón. Regresa a Orihuela con la urgencia de ponerse al día. No es extraño, por tanto, que se aplicase en los aires gongorinos, que corrían por Madrid aún, como un eco de la celebración del centenario de 1927. Febrilmente, como lo haría ya todo desde entonces, se concentra en las octavas reales que acabarían componiendo el libro Perito en lunas (Sudeste, Murcia, 1933).

Trató de unir en ese primer poemario varios de sus intereses y arrimar el agua a sus acequias. Por un lado, se apuntaba al gongorismo, una moda (ya algo pasada, todo hay que decirlo) de la capital que sus lecturas del Siglo de Oro, su innato barroquismo levantino y su fervor por Gabriel Miró le hacían menos extraña. Por otro lado, podía seguir hablando de los temas que le eran más cercanos y más queridos, como palmeras, toros y demás cosas del campo.

No consigue mucho con ese libro, cuyo carácter imitativo o molestó o, simplemente, no interesó a quienes el poeta buscaba agradar a toda costa. Federico García Lorca, al que pidió auxilio, guardó silencio. De Perito en lunas, Miguel Hernández sacó apenas una ingeniería técnica en tropología.

Para nosotros, sin embargo, empeñados como estamos en seguir al poeta en la búsqueda de su voz personal, el libro ofrece pistas muy reveladoras. Sus octavas reales no son sino alambicadas adivinanzas y para reforzar este carácter iban sin título. Los que ahora se ofrecen, fueron dictados por el poeta a un amigo, y son las soluciones. En las ediciones actuales deben ponerse, por supuesto (porque muchas octavas resultarían irresolubles si no), pero o a pie de página o, al menos, al pie del poema. En esa condición de acertijo, se adivina un reflejo angustioso del poeta que trata, entre rimas e imágenes y temas exuberantes, de descubrirse la voz, de romper el cascarón:

CORAL, canta una noche por un filo,
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara,
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Dirigible, al partir llevado en vilo,
si las hirvientes sombras no rodara,
pronto un rejoneador galán de pico
iría sobre el potro en abanico.
[Huevo]

Entre este libro y El rayo que no cesa (Madrid, Héroe, 1936), además del auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (Cruz y Raya, 1934), escribe para El silbo vulnerado (que se le quedó inédito) poemas en los que va dando con una voz más solucionada. De enorme interés resulta “El silbo de afirmación en la aldea”, publicado en la revista El Gallo Crisis en 1935, porque en él Miguel Hernández plantea abiertamente el enfrentamiento que en su interior libran dos mundos: el cosmopolita —al que mira con ansiedad y deseo— frente al rústico suyo. Ha asumido la greguería, una de las semillas fecundantes del arte nuevo, y ha dejado de asociar la metáfora con la adivinanza. Habla ya con claridad de “Difíciles barrancos de escaleras,/ calladas cataratas de ascensores”, y logra imágenes cristalinas: “Alto soy de mirar a las palmeras”. Todo ello mientras apuesta con enorme vehemencia, quizá un tanto impostada, por el campo:

¡Rascacielos!: ¡qué risa!: ¡rascaleches!
¡Qué presunción los manda hasta el retiro
de Dios! ¿Cuándo será, Señor, que eches
tanta soberbia abajo de un suspiro?

Esos avances se consolidan en El rayo que no cesa, libro de rodados sonetos apasionados, barroqueños, surrealizantes, extremados. Miguel Hernández parece haberle cogido por fin el paso a su tiempo. En 1936 acaba de publicar sonetos su estricto coetáneo Luis Rosales en Abril (Ediciones del Árbol, Madrid, 1935), libro con el que El rayo que no cesa presenta analogías formales y temáticas; Juan Gil-Albert los da a la luz en Misteriosa presencia (Héroe, Madrid, 1936) y Federico García Lorca compone por entonces sus logradísimos Sonetos del amor oscuro. Miguel Hernández ya no va unos años por detrás.

Con todo, esos sonetos suyos no dejan de ser otro paso más (aunque de gigante) en su búsqueda. En ellos, Miguel Hernández usa y abusa de las repeticiones. Consigue dotar así de una nueva musicalidad al soneto, que acoge estribillos que lo acercan a la canción. Launión entre lo culto y lo popular —que en Perito en lunas no cuajaba— se toca ahora con las manos. Las repeticiones logran transmitir un clima obsesivo. Y además, inconscientemente, nos sugieren que el poeta, que sigue sufriendo pulsiones imitativas, empieza a encontrar una escapatoria: repetirse a sí mismo.

Otro hallazgo de El rayo que no cesa es una solución de compromiso de su conflicto interior tal y como se había planteado en Perito en lunas y en el poema “El silbo de afirmación de la aldea”. El toro como símbolo varonil del sufrimiento está sobradamente claro en esos sonetos; pero también estamos ante un animal de campo, elemental, primario que, a la vez, despierta el interés de la intelectualidad y de la cultura urbana y que, además, a través del rito sacrificial, entronca con lo religioso. Junto a su destino de hombre, de hombre enamorado, Miguel Hernández vería en el toro una extraña conjunción de sus temores y sus deseos como poeta.

Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.

Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.

Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.

Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.

José Ángel Valente ha dicho de El rayo que no cesa que es “un libro imitativo de los más tortuosos amaneramientos de la lírica amorosa barroca”. Sin duda, el gallego hace oídos sordos a un puñado de sonetos intachables, a los melancólicos versos finales del romance inicial (“Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”) y a la prodigiosa “Elegía”, pero tampoco es una crítica totalmente desatinada. De hecho, Hernández sigue buscando aún su verdadera voz.

Ya ha encontrado, con todo, el camino; y así escribe el poema “Mi sangre es un camino”, que “Me empuja a martillazos y a mordiscos”; y otro poema titulado “Sino sangriento”, publicado en Revista de Occidente, núm. 156, junio 1936: “Lucho contra la sangre, me debato/ contra tanto zarpazo y tanta vena,/ y cada cuerpo que tropiezo y trato/ es otro borbotón de sangre, otra cadena”. La imagen de un avanzar esforzado e interior se le impone.

Descubre a nuevos maestros, a los que homenajea e imita, como a Aleixandre (“Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre”) o a Neruda (“Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda”). Parece que también a César Vallejo:

[…]
Me quiero distraer de tanta herida.
Me da cada mañana
con decisión más firme
la desolada gana
de cantar, de llorar y de morirme.

Con el estallido de la guerra civil, el inquieto poeta encuentra su sitio público, y el bando republicano encuentra en él a un poeta a su medida, de ejemplares orígenes populares. Su primera poesía de combate la recoge en Viento del pueblo. A pesar del nuevo protagonismo social, en el primer poema, una generosa elegía a Federico García Lorca, sigue dando vueltas a la idea del eco, a las repeticiones:

Entre todos los muertos de elegía;
sin olvidar el eco de ninguno,
por haber resonado más en el alma mía,
la mano de mi llanto escoge uno.

Viento del pueblo es un poemario irregular, que alcanza sus mejores momentos en los poemas al esfuerzo y a la dignidad del trabajo. El sudor es “un voraz oleaje”, “una blusa silenciosa y dorada”. Cuando se publicó el libro, a pesar de ser Hernández el poeta del momento, Ramón Gaya fue capaz de hacer en la revista Horade España una crítica serena y certera: “Poesía en guerra”. Quizá fuese más exacto subtitular este libro Versos en guerra. Versos, porque es el verso lo que en Miguel Hernández vive, es el verso, es tal o cual verso lo que aquí se alza y luce, lo que aquí sorprende. Pero si siempre sus versos son verso (cosa que no consiguen totalmente otros poetas actuales), en cambio, no todos esos versos que son verso siempre, son siempre poesía […] Por Viento del Pueblo circula un vigor que no siempre encuentra empleo apropiado y se extravía, se pierde entonces como una fuerza inútil. Es un libro desigual y sin medida”. Vemos, pues, que el viejo peligro del volumen de su voz y la fecundidad de su talento seguía cercando la voz de Miguel Hernández.

Su segundo libro de guerra, El hombre acecha (Diputación, Santander, 1961. Facsímil de la primera edición de 1939, perdida en imprenta) es un poemario mucho más melancólico que marcial. El soldado deja sitio al herido. La primera imagen es desoladora y prefigura acentos existencialistas de Blas de Otero: “Se ha retirado el campo/ al ver abalanzarse/ crispadamente al hombre”. Aunque Miguel Hernández ya había escrito poemas magistrales, es aquí donde da con un tono y con un dolorido sentir que permiten hablar de un libro cuajado. “Sálvate, denso toro de emoción y de España”, reza en sus versos. Estamos ante una poesía necesaria: una barrera de contención ante la desesperanza. Incluso un poema tan comprometido como “Rusia” se pone a soñar con esta imagen idílica: “Y sólo se verán tractores y manzanas”. Pero el protagonismo es de las heridas: “La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega”, y así huelen estos versos. Entre ellos, dice en “El tren de los heridos”:

[…]

El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.

Silencio

Ese silencio, impuesto por las trágicas circunstancias, acendra y madura su voz, que si ya fue vibrante se descubre ahora temblorosa. Acaba El hombre acecha con “Canción última”, un poema estremecedor, que anuncia el próximo libro del poeta, ya póstumo. Aquí la voz del poeta ha sido completamente domada, toda su fuerza se ha convertido en emoción, su fiereza en esperanza, su pasión en intimidad; es la garra suave:

Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada,
con su desierta mesa,
con su ruidosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

                      Serála garra suave.                                                                                            Dejadme la esperanza.

En Cancionero y romancero de ausencias (Lautaro, Buenos Aires, 1958) y en Poemas últimos se reúne la poesía que Miguel Hernández hizo en la cárcel, en el período que va del final de la guerra a su muerte. Continúa la línea más depurada (depurada por el dolor y la derrota) de El hombre acecha. Dueño absoluto de su voz, y de nada más, escribe algunos de los poemas más verdaderos de la poesía española del siglo XX. Resume su vida y su cosmovisión en doce trazos:

Llegó con tres heridas;
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

 

Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

Según la perspicaz lectura de Francisco Umbral, Miguel Hernández alcanzó su cima entonces, al volver a sus orígenes populares con todo el bagaje cultural de una trayectoria intensísima y de un aprendizaje a marchas forzadas. Se cierra un círculo que partió de una autenticidad hecha de carencias a esta autenticidad desnuda que oculta en su fondo enseñanzas y experiencias fundamentales. Ciertamente, aire popular tiene, además de un trasfondo dolorosamente biográfico, esta soleá:

Querer, querer, querer,
ésa fue mi corona,
ésa es.

Aires populares que nos traen constantemente el recuerdo de Bécquer:

Llueve sobre tus dos ojos
negros, negros, negros, negros,
y llueve como si el agua
verdes quisiera volverlos.

Otras veces sus versos, en apariencia frágiles, adquieren una tersura de canción renacentista, una finura que era inimaginable en el primer Hernández, como por ejemplo en la canción “Tristes guerras”, que entronca con Juan del Encina. Entonces, en esa vuelta a lo primigenio y elemental suyo, pero depurado por el arte y el sufrimiento,  pudo escribir “Las nanas de la cebolla”; y “Boca”; y este himno, culminación, con “Hijo de la luz y de la sombra” de su inmensa poesía amorosa:

Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.

Poemas escritos en condiciones casi imposibles, bajo una sentencia de muerte, primero, y bajo la enfermedad mortal después, en los que queda un hilo de esperanza siempre, y también un fondo de alegría. El aún jovencísimo Miguel Hernández era consciente de que había logrado la hazaña que sólo los poetas auténticos culminan: la madurez. Nosotros podemos lamentar, imaginar, soñar qué no habría hecho él, con apenas treinta años todavía, con tanta sabiduría adquirida. Pero la muerte tempranera no le había sorprendido sin dejarnos su voz personal, clara y profunda. Lo celebró en “Antes del odio”:

No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?