Sinopsis:

Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

jueves, 28 de octubre de 2021

"Un día memorable" por Antonio Ángel Parra Ruiz. En el 111 aniversario del nacimiento de Miguel Hernández

 

     ("Miguel Hernandez y Orihuela" Composición de Ramón Palmeral en 2010)

 

 

UN DÍA MEMORABLE

 

Por Antonio Ángel Parra Ruiz 

 

 

 

 

 

 

A Miguel Hernández, en el 111 aniversario de su nacimiento; dedicándole el presente Relato, que viene a ser como una rememoración de sus alegres y deliciosas excursiones con sus amigos Carlos Fenoll, Efrén Fenoll, José Murcia Bascuñana, Manuel Molina y Ramón Pérez (todos ellos compañeros de la Tahona), a la Cruz de la Muela y a los parajes maravillosos de la huerta oriolana.

 

 

Éste Relato también va dedicado:

 

 

 

A mi querida esposa Piedad, entusiasta hernandiana, con mucho cariño; en su Memoria  y recordando nuestras prodigiosas excursiones en el pueblo de Osceda.

 

 

Rafael y Teresa, jóvenes de 25 y 22 años de edad, formaban una de las innumerables parejas de recién casados, que vivían en su localidad de nacimiento, Osceda; un pueblecito del sureste andaluz, que ostentaba la cabecera del partido judicial de su comarca, situado en el interior peninsular; de calle rectas y casas de fachada encalada; con amplios miradores y artísticos enrejados en balcones y ventanales cubiertos de flores; conservando esa vieja raigambre andaluza.

Aquel día del mes de agosto -tal como solían hacerlo, a menudo, en estos meses veraniegos- organizaron una excursión a un paraje pintoresco de la localidad, situado en sus confines. Entre los organizadores y participantes, se encontraban parejas de amigos y, paisanos conocidos con sus respectivas familias; y un matrimonio de Madrid, que veraneaba allí desde hacía varios años, cuyos integrantes habían participado también en otras expediciones anteriores. Este matrimonio estaba formado por Pablo y Remedios, de 30 y 28 años, respectivamente; los cuales habían intimado con Rafael y Teresa, naciendo entre ambas parejas una gran amistad.

Pablo era pintor y había expuesto su obra, principalmente, en salas y museos de la capital de España; también, en otras de bastante importancia; siendo muy reconocido. Era alto y de cuerpo enjuto. Tenía el cabello lacio, alargado y recogido en una coleta; de nariz recta, bajo la cual descansaba un artístico, fino y recortado bigote; sus ojos, de color castaño, despedían un fulgor o melancolía y, en la boca, siempre esbozando una enigmática sonrisa. Vestía camisa de seda, blanca y desmangada, con chaleco gris oscuro; pantalón, también gris, a juego con el chaleco; la cabeza cubierta con sombrero tirolés y zapatillas negras.

Su mujer, Remedios, llevaba el pelo corto y desparramado formando artísticas ondulaciones; su rostro representaba a una menina por los carrillos con rosetones, incorporando unos labios gruesos y sensuales; los ojos eran hermosos, alegres y expresivos. Se la veía oronda, sin llegar a excesiva gordura, y de estatura algo inferior a su marido; por lo que su figura le confería un aspecto agradable y gracioso. Vestía blusa blanca; falda azul celeste plisada, y mocasines blancos. Eran ambos muy dicharacheros, y su lenguaje tenía la jerga y el dejo castizo y chulapón madrileño.

El día anterior a la excursión hicieron los preparativos del viaje, designándose los cocineros, cicerones, vigilantes para la tropa menuda, etcétera; aportando cada uno las viandas y bebidas para la causa común. El trayecto debía efectuarse en camión, como era lo acostumbrado por aquél entonces en estas clases de giras; por considerarse más apropiado y, adaptarse mejor a las dificultades del terreno; el alquiler del vehículo, se convenía con el dueño por un precio módico, que lo hiciese asequible para todos. El carruaje se cubría con un toldo en su techo, para preservar a los pasajeros del sol o de la lluvia, en el caso de una eventual tormenta veraniega; y se acondicionaba su interior con bancos para sentarse los viajeros.

Al albor del día pertinente, ya los excursionistas se encontraban acomodados en sus asientos respectivos y el vehículo comenzaba su rodadura. La jornada se conjeturaba como espléndida, libre de fenómenos atmosféricos que pudiesen enturbiarla, pues a unas nubes delgadas, grises y blancas, se opuso un sol radiante; cuyos rayos, en principio suaves y nebulosos, las iban apartando y diluyendo, hasta quedar un cielo diáfano y desprovisto de obstáculos.

Desde el principio del viaje, Pablo y Remedios simpatizaron con todos los excursionistas y, para hacer el trayecto más llevadero y agradable lo amenizaban con anécdotas y chascarrillos que, la mayoría de las veces, versaban sobre la polifacética vida del artista, contados muy sui generis con esa chispa que le daban, por lo que se hicieron los anfitriones. Así iba transcurriendo la travesía entre charlas, canciones y chistes. Entre las canciones, que eran acompañadas con guitarra y armónica, destacaban las de tipo popular o regionalista, como las de “Asturias, patria querida”, o las de “Granada”, “Valencia” o “Canto a Murcia” de la zarzuela “La Parranda”; también incorporaban alguna otra de carácter más localista, como esta alegre tonadilla, que llevaba el estribillo siguiente:

 

 

El que quiera madroños,  vaya a la  Sierra;

porque ya está madurando la madroñera.

Me gustan las mujeres por el refajo,

estrechito de arriba y ancho de abajo.

Virgen de la Cabeza, ¡Santas benditas!,

al pie de Marmolance tiene la ermita.

 

 

Al mismo tiempo que coreaban estas coplas, las acompasaban con palmas como las canciones que cantan por sevillanas.

Mientras tanto, el camión rodaba por la carretera lisa y asfaltada de la salida de la Ciudad, a cuyo alrededor se divisaban los terrenos de cultivo de la feraz huerta, repleta de árboles frutales. Los sembrados aparecían sugestivos, pletóricos y verdosos; contrastando con el rojo intenso de las amapolas. Después, el vehículo tomó un camino forestal pedregoso y polvoriento donde, en los terrenos de alrededor, se descubrían los rastrojos que quedaban de la reciente siega: sus parcelas estaban delimitadas por caballones terrosos, levemente recubiertos por una fina hierbecilla y por cardos, espinos y más allá, a los pies del cercano monte, por cactos y palmiteras. El paisaje fue cambiando paulatinamente hasta adentrarse en la zona boscosa y en el corazón del monte. Allí, el camino se hizo más frondoso, hasta quedar abrigado en su totalidad y oscurecido por enormes pinares, que dejaban pasar, al trasluz, levemente, los rayos del sol.

Ya las riberas del camino aparecían rellenas y verdeando, sembradas de florecillas silvestres; de madroños pletóricos con su atrayente fruto bermellón; de manzanilla de tallo suave y delicado, que se mecía coquetona al contacto del débil airecillo mañanero, amarilleando el camino y emulando a las plantaciones de los gigantescos girasoles; de tojos; de brezos; de zarzas cubiertas de moras negruzcas y rojizas, y una gran amalgama de todas las especies. De lo profundo del monte y de las sierras cercanas, llegaban, y se confundían, las emanaciones de las distintas plantas aromáticas silvestres; que embriagaban y eran aspiradas con avidez por los viajeros: del espliego, la retama, el tomillo, la salvia, la misma manzanilla, y otras muchas imposible de enumerar.

Conforme avanzaban, el camino iba espesándose más, y cerrándose, hasta tocar las ramas de los árboles la cabina y laterales del camión. Los pinos fueron dejando paso a grandes alamedas, cubiertas de altos y gruesos chopos, cuyas explanadas invitaban al relajamiento y descanso corporal. En el lateral de una alameda y bordeándola, discurría un río truchero y de barbos, que se formaba en los fontanales y cumbres nevadas de la sierra. El agua corría con gran rumor, despeñándose por pedregales y zonas escarpadas, formando cascadas, y en terreno llano, se remansaba en la orilla, apareciendo pura y transparente: en su seno reposaban los cantos rodados arrastrados, brillantes de la luz solar, con sus cuerpos redondos y pulidos por el lamido constante de las cristalinas aguas. Un poco más allá, aparecía otra explanada, entornada por gigantescas y milenarias secoyas (árboles milenarios que alcanzaban un grosor y maravillosas alturas inverosímiles), conformando un lugar paradisíaco y eterno. Los pinares formaban, a sus pies, un lecho alfombrado de piñas secas y hojas aciculares hirientes, que se resquebrajaban, escuchándose un leve rumor al pisar el camión sobre ellas; a sus copas, acudían multitud de avecillas, para descansar unas y, buscando otras, el delicioso fruto del piñón: al pasar el vehículo cerca de las aves, éstas, atemorizadas, remontaban el vuelo desperdigándose en bandadas, dejando ver sus abigarrados cuerpos alados. En otro lugar, aparecían milenarios, apolíneos y majestuosos robles; alcornoques; acacias; castaños; plátanos; encinas, y otras especies de arbolado: sus lechos, estaban forrados de un mullido y refrescante césped.  

Mientras se distraían y contemplaban el excelso paisaje, pasaron unas tres horas de azorado viaje discurriendo por un sendero estrechísimo entre cañadas, llanuras interminables, y montes de vegetación densa y oscura. Iban con los huesos molidos de los vaivenes bruscos del camión, por los grandes desniveles del terreno: ahora, subiendo empinadas cuestas (temiendo una posible parada del renqueante motor del vehículo); luego, bajando por laderas casi verticales, con precipicios a ambos lados.

Llegaron a una planicie desprovista de vegetación, lugar destinado como fin de trayecto; por lo que aparcó el camión en el borde lateral izquierdo de aquélla, a unos quince metros del inicio de una gran alameda. Ésta, desembocaba en un paraje pintoresco denominado Las Fontanas; nombrado así, por los innumerables manantiales que posee y arroyos que lo atraviesan.

Bajaron Rafael, Teresa, Pablo, Remedios y los demás pasajeros del camión, todos condolidos; desentumeciendo los músculos de sus cuerpos magullados, dando breves paseos por la alameda, donde se afincaron en una explanada totalmente rodeada de árboles centenarios. Más tarde, trasladaron desde el camión hasta este lugar de destino, los numerosos bártulos y objetos que iban a utilizar: unos para la comida; otros para la diversión y, por último, para realizar excursiones por los alrededores inmediatos; así que, descargaron del vehículo mochilas; cantimploras; una gran sartén; los trébedes para cocinar; mesas; sillas y las viandas para comer. De bebidas, disponían de botellas de cerveza y deliciosos vinos, pero, sobre todo, de recipientes de vino del país, como le llaman los lugareños a deliciosos caldos elaborados en lagares rústicos de la localidad que, aunque bajos en grados, no por ello, dejan de competir con los demás, en cuanto a paladar y dulce acompañamiento en las comidas. Las bebidas, frutas y verduras, las llevaban en neveras portátiles para conservar el frescor; sin embargo, al llegar, depositaron especialmente los melones y sandías en el interior de la orilla de un meandro del río truchero; que se remansaba y cruzaba silencioso rodeando la alameda: su gran frescor, por proceder de la nieve del monte y los nacimientos de agua, seguía actuando de nevera. A su alrededor colocaron peñascos, como un muro de contención, para evitar que la corriente los llevara, dejándolos aquí hasta la hora de la consumición.

Una vez que terminaron de efectuar los emplazamientos de víveres y enseres, los jóvenes, organizaron pequeñas excursiones a pie por los alrededores, acordando en que los de edad avanzada y los niños esperaran en el lugar, hasta el regreso de aquéllos.

Antes de todo, comenzaron a desayunar, basándose en pan y embutido casero, elaborado en las mismas casas de los excursionistas; donde se practicaba la tradicional matanza del cerdo. Para realizar el almuerzo, unieron las mesas extensibles -depositando encima de ellas los alimentos y bebidas- colocando a su alrededor las sillas; sentándose a continuación los comensales. Éstos, mientras comían, acompañaban de vez en cuando, al refrigerio, de refrescantes y deliciosos tragos de vino; escanciando directamente, con parsimonia, desde las repletas y frías botas o porrones, a los secos y avarientos gaznates. Entre bocados y tragos de vino y cerveza, los concurrentes no dejaban de alabar, en los descansos, las excelencias del manjar y el suave picor del vino; contando, mientras tanto, chistes y ocurrencias.

Terminado el desayuno, las personas mayores, para entretener el ocio, se sentaron en corros alrededor de las mesas, mientras depositaban en éstas las barajas de naipes; juegos de dominó, parchís, ajedrez, y otros apropiados; los pequeños se dedicaron a correr, saltar, cantar y jugar al escondite, la gallinita ciega y otros juegos infantiles; mientras, los jóvenes, como ya lo concertaron, se prepararon para la exploración de los parajes cercanos: cogieron las gorras y sombreros para resguardarse del sol; las mochilas y cantimploras e, inmediatamente, se pusieron en camino.

Éstos, conforme se alejaban del campamento, se fueron adentrando en lo más recóndito del monte; caminaron por vericuetos, y trochas abiertas entre la maleza, hasta llegar al destino anhelado: la base de la gran Sierra.

Comenzaron la escalada por las escarpadas laderas de la Sierra -llamada La Sagrada-; ya que es un privilegio contemplarla y, sobre todo, un honor coronar su cima. Al concluir la subida, desde aquella altura, todos quedaron mudos y absortos contemplando el paisaje que surgía ante ellos. Así como los pasajeros de un barco, en alta mar, se encuentran empequeñecidos ante la gran masa de agua a su alrededor, sin vestigio alguno de tierra, ni supervivencia humana; de igual manera, desde su atalaya, miraban al infinito, rodeados de montes que se erguían como cíclopes extraordinarios. En el horizonte destacaba, y se confundía, el verde obscuro de los pinares o arbolado, con el plúmbeo de los montes rocosos y el azul del firmamento; como si formase un solo cuerpo, y una cripta los envolviese y atrapase. En la lejanía, aparecían los alcores perfectamente dibujados y delimitados, por la profusa luz solar.

Los espectadores que contemplaban tal paisaje, sentían el corazón constreñido ante su grandeza, y con acopio de energías, aspiraban el aire sano; diáfano e impoluto; en un lugar donde la eternidad se eterniza aún más, se hace inmutable y muestra lo sobrehumano y la grandeza de Dios. Desde tan espectacular altitud, con este luminoso paisaje, en el azulón y nítido cielo se divisaban las siluetas dibujadas por el halcón peregrino, el cernícalo o águila perdiguera; efectuando piruetas y planeos vertiginosos en sus vuelos espectaculares buscando alimento.

Rafael y Teresa, se apartaron discretamente del resto de sus compañeros, y se encaramaron a un aislado, gigantesco y oculto risco; que emergía majestuoso como una espadaña. En la sumidad de la roca, hallaron acomodo en una superficie pétrea. Sentados en ella, fueron pródigos en besos y caricias; confesándose ambos un profundo y eterno amor. Mientras tanto, henchidos de felicidad, dirigían sus miradas radiantes en el contorno que les rodeaba y que abarcaba sotos, collados, cañadas, breñales, copas, vértices, ríos plateados, infinidad de árboles que formaban un boscaje verde claroscuro, amarillento, rojizo y diversidad de tonalidades en el colorido.

Contemplado el majestuoso paisaje, comenzaron a jugar con los restos de la última nevada del reciente invierno que quedaba sobre la cumbre, tirándose bolitas de nieve o formando muñecos que, enseguida, eran fundidos por los implacables rayos solares. Luego, una vez finalizada su efusiva e íntima compañía, efectuaron el descenso desde su glorioso rincón para volver a reunirse con sus camaradas.

Una vez que todos dieron por concluida la visita a La Sagrada, descendieron de ella, no sin dificultad, entre los breñales y las rocas; en cuyas oquedades descubrieron los nidos perfectamente ocultos de las rapaces, alguna que otra ave como el chochín, e incluso una lobera, donde descansaban plácidamente los cachorros; situada en la zona más intrincada e inaccesible del monte.

Cuando llegaron al pie de la montaña, desde la base, observaron por última vez el enorme farallón por el que habían descendido, y se marcharon hacia el oeste de La Sagrada, circundándola por un estrechísimo sendero abierto entre la maleza, hasta llegar a otro monte correspondiente a las estribaciones de aquélla, situado a unos quinientos metros; donde, en su nacimiento, se encontraba el boquete y la entrada de la llamada Cueva del agua. Allí, llegaron algo cansados y sudorosos, por el esfuerzo realizado y la diferencia de temperatura existente desde la anterior altura, al terreno llano y bajo por el que ahora caminaban.

Tomaron un pequeño descanso, dedicándose a comer algunas vituallas acompañadas de bebidas reconfortantes para reponer fuerzas y, pronto, se proveyeron de hachas o teas, formadas por ramajes añosos y resquebrajados de los carrascos, encinas y otros árboles de las inmediaciones, con la finalidad de iluminar la gruta que iban a explorar. Cuando penetraron en ella, sintieron en sus cuerpos la corriente del aire fresco, casi gélido, del interior; por lo que se quedaron en la antesala de la entrada breves momentos, para adaptarse a la temperatura ambiente. Después, por una hendidura en la roca, penetraron en una sala posterior más ancha; que se dividía en dos laberintos. Al instante, y debido a la corriente del aire, algunas antorchas se apagaron, y ellos quedaron casi en penumbra. Del techo rocoso y húmedo de la cueva se desprendieron, abalanzándose hacia ellos, unos seres diminutos y alados, negros como el hollín, y de aspecto demoníaco: eran los murciélagos, vampiros y, otros quirópteros nocturnos, que volaban vertiginosamente, tras despertar de su tranquilo y profundo sueño; chocando algunos con los salientes de las rocas y con los peregrinos, dando agudos chillidos. Aquello parecía convertirse en un aquelarre y que, pronto, aparecerían las brujas y hechiceros a practicar sus espantosos ritos; por lo que algunos medrosos, asustados, dieron marcha atrás, y desistieron de su empeño en proseguir.

Cuando se hubo calmado todo, y los murciélagos y su prole huyeron por los escondrijos, los animosos excursionistas, volvieron a encender las teas apagadas. Continuaron su inspección por el laberinto izquierdo, que era un estrecho pasillo que, a su derecha, se hundía en un gran desnivel, al fondo del cual se oía, con mucho rumor, discurrir y chocar con las rocas el agua, que parecía brotar del interior de la tierra bravamente. Todo esto se colegía, puesto que, desde el sitio donde estaban, no era posible ver nada ni adivinar la profundidad del abismo.

Mientras continuaban, Remedios, a cada paso, abrazaba estrechamente a su marido, y no acertaba nada más que decir la siguiente frase:

-¡Ay, pintor!... ¡Pintor mío…, que ya no vemos más Madrid!

Marcharon seguidamente por el irregular laberinto de salientes rocosos en el suelo, que había que esquivar para no perder el equilibrio: terminaba en cuesta, con una bajada bastante profunda, y con algunas dificultades consiguieron hacer el descenso, llegando a terreno llano donde existía una gran explanada: en el lateral derecho de ella discurría el río y, al frente, se abría un gran orificio arqueado y pedregoso, desembocando en otra gran sala. Cuando franquearon su entrada, se quedaron boquiabiertos y sorprendidos, pues ante ellos se presentaba la sala de un palacio encantado de cuentos de hadas, que estaba adornado profusamente por graciosas y bellas columnatas que se ensanchaban en su base y altura, y se empequeñecían en el centro; retorcidas; modeladas; como hechas con las manos de un alfarero. Era efecto de las estalactitas, estalagmitas y del prodigio de la Naturaleza; por lo que creían, como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, estar sujetos a un encantamiento.

Con emoción, dieron por terminada la visita a la Cueva y, saliendo de ella, remontaron el río para visitar la zona de su nacimiento: a partir de allí, la vegetación se hizo inhóspita y exuberante. Para llegar a dicho lugar, tuvieron que hacerlo por el único sitio accesible, teniendo que atravesar un monte escarpado y rocoso por su lateral anterior -en cuyas oquedades nacían árboles y vegetación-: dicho monte, formaba, con otro monte gemelo, un gran cañón; al fondo del cual discurría el río. Anduvieron por una cornisa rocosa que, como si hubiese sido excavada artificialmente, aparecía en la roca pura; desde donde se divisaba el fondo de la quebrada y, el río, que se deslizaba impetuoso por su caudal. Existía un punto en que la cornisa se rompía unos centímetros más allá, por lo que para pasar de una a otra parte, había que agarrarse con las manos en los huecos de la roca e impulsar el cuerpo, avanzando un pie tras otro, hasta la otra punta; lo que entrañaba un gran riesgo. Todos consiguieron atravesarla, aunque con gran dificultad.

Al tocarle el turno a Remedios de pasar dicho obstáculo, tuvo la mala suerte de apoyar el pie derecho en una roca resbaladiza de la otra parte de la cornisa; de modo que, al dejar todo el peso de su cuerpo en dicho pie para trasladar el izquierdo a ese extremo, corría el riesgo de que resbalase del todo y se despeñase. Por lo tanto, quedó sobre el precipicio en una postura incómoda; despatarrada; con los pies apoyados en ambos bordes de la cornisa rota, sin atreverse a despegar el pie izquierdo; eso sí, agarrada fuertemente con las manos en los huecos de la roca. Mientras tanto, ella, como si el peligro no la amedrentase, decía a su marido -que estaba al otro lado totalmente pálido y descompuesto- con cierta sorna, la susodicha frase de:

¡Ay, pintor!... ¡Pintor mío… que ya no veo más Madrid!

Todos los expectantes esperaban con temor un fatal desenlace; ya que nada podían hacer por ayudarla, sino aconsejarla en lo más conveniente para poder salir airosa de la situación; pues sólo ella tenía que hacerlo con sus propios medios.

Remedios, haciendo acopio de su voluntad y sobreponiéndose a la adversidad, con mucha habilidad, pudo salir indemne de esta situación embarazosa, con el regocijo general. Fue la única incidencia del día, pero que pronto se olvidó, sobre todo, al contemplar posteriormente, el nacimiento del agua del fondo de la tierra. Observaban con estupor cómo, entre peñascos, borbotaba y burbujeaba el agua límpida, pura y transparente manando de las entrañas de la tierra; que se removía y apartaba ante el empuje de aquélla, apareciendo en la superficie de manera sorprendente e increíble. Luego, se deslizaba entre arbustos y arboledas formando un arroyo; montaraz y bramador al caer por la pendiente, o silente, al volverse a remansar; caminando con lentitud en terreno llano, hasta perderse en la lejanía de un recodo montañoso. Este fenómeno que contemplaban les llenó de asombro, y no dejaban de realizar comentarios y alabanzas sobre lo que veían sus ojos, ponderando los misterios insondables de las maravillas que se producen en el Universo, todas ellas obra del Sempiterno. Después, comenzaron a efectuar un juego consistente en sumergir el brazo en el agua el mayor tiempo posible. Así pues, zamurgían el desnudo brazo hasta el codo, en las claras y glaciales aguas del venero, mientras los demás contemplativos, se cruzaban apuestas, y contabilizaban el tiempo que la persona lo mantenía en el interior; hasta dar con el vencedor que, en este caso, acababa con el miembro casi congelado.

Con esta última visita se dio por terminada la excursión, y una vez que volvieron a recorrer el trayecto maldito lleno de peligro, regresaron al punto de partida con sus familiares y camaradas; donde pasaron el resto de la jornada con placidez y alegría, que quedaría en el recuerdo de todos como uno de los días inolvidables de sus vidas.

 

 

 

Antonio Ángel Parra Ruiz

Orihuela, noviembre de 2001