El de Miguel Hernández es uno de esos casos, tan del
gusto contemporáneo, en que la figura del hombre pareciera luchar un duelo
fratricida con la palabra del poeta. Se ha empleado tanto tiempo en discernir
si su padre era tratante de cabras o simple cabrero, si el carácter del hombre
se forjó en su formación o amistades católicas, en sus bucólicas excursiones o
su enamoradiza inclinación, que nos hemos olvidado de leer toda su obra.
Pecado venial si no fuese porque Miguel ha llegado a ser un poeta mayor de
nuestra lengua con escasos cinco poemarios: Perito en lunas, El rayo
que no cesa, Viento del pueblo, El hombre acecha y Cancionero
y romancero de ausencias; sumados, no llegan a dos mil versos. Obedezca
esta circunstancia a la confluencia azarosa de vida y obra o a una confusión
inducida por el propio poeta en el Cancionero, lo cierto es que los dos
Migueles, el hombre de letras y el hombre a secas, se funden en el torrente
imparable de la Guerra civil y así llegan a nosotros, como aguas revueltas que
los meandros de estas apenas siete décadas transcurridas desde su muerte han
sido incapaces de decantar. Conscientes del riesgo de perdernos en tan tupido
bosque, limitémonos a explorar cómo el poeta Miguel Hernández se convierte
formalmente en tal, cómo publica sus primeros y acaso menos leídos versos,
cómo, en fin, obtiene su peritaje en lunas.
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(La Oveja, dibujo de Ramón Palmeral) |
Perito en lunas, poemario publicado en 1933 en la Colección sudeste
de Murcia, con una tirada de sólo trescientos ejemplares, supone el ingreso del
poeta de Orihuela en el concurrido ruedo poético de la España de los primeros
treinta. Por esas mismas fechas Juan Ramón continúa escribiendo versos de La
estación total, Lorca rumia aún los poemas de su fecunda estancia en
Estados Unidos (de la que nacerá Poeta en Nueva York, sólo publicado en
1940, en México, gracias a Altolaguirre), Aleixandre acaba de publicar Espadas
como labios y de recibir el Premio Nacional de Literatura por La
destrucción o el amor –que no verá la luz hasta 1935–, Jorge Guillén sigue
ampliando las resonancias de su soberbio Cántico, Cernuda está a punto
de dar a la prensa Donde habite el olvido. Sin miedo aparente a parecer
un enano en medio de esta generación de gigantes muy conscientes de su propia
estatura (“hoy se hace en España la más hermosa poesía de Europa”, escribirá
Lorca a Hernández), el joven y audaz (¿temerario?) poeta provinciano, su lira
balbuciente, dubitativo aun en el nombre –es el único de sus libros firmado
como Miguel Hernández Giner–, el corazón y la cabeza a punto de estallar por la
opresión de los versos contenidos, tiene la osadía de presentarse con una breve
colección de cuarenta y dos octavas reales, apenas 336 endecasílabos. Si la
comparación, evidente, con sus maestros contemporáneos no arredra a Miguel,
menos aún lo hará el cotejo con los clásicos, de quienes mana su verdadero
manantial. La estrofa elegida es aquella “octava rima” que Boscán trajera a
nuestra lengua rescatándola de las itálicas costas y que Garcilaso y Góngora
elevarían entre nosotros a alturas inigualables. Siglos después de que la Tercera
Égloga y la Fábula de Polifemo y Galatea hubiesen aparentemente
agotado los recursos de esta estrofa, Miguel Hernández busca mostrar su dominio
del “bajo son de la zampoña ruda” que Garcilaso, donoso cortesano, y Góngora,
poltrón beneficiario de suculentas canonjías, sólo habían experimentado en
latinas páginas y que el poeta de Orihuela ha tallado con sus propias manos.
En su primer poemario, aun consciente de que
pocos serán quienes lo escuchen, todo poeta aspira a definir sus intenciones
(su ars poetica, que Aristóteles y Horacio convierten en un género con
identidad propia), mostrando de paso cuál es la tonalidad de la voz con que se
apresta a tañer. Así lo hace Miguel Hernández. Su propósito es épico (como
épicas son las obras de los cultivadores de la octava rima en el quattrocento,
Boiardo, Ariosto, y quincuecento, Tasso), mas comparte aspiraciones
místicas. En los versos de Perito en lunas contemplamos al poeta en
formación, barro viscoso que aún debe ser modelado, alma que emprende la más
hercúlea hazaña: ser capaz de alzarse sobre sí misma y triunfar de su pobre
condición (y no hablamos ya de materia, sino de espíritu, de nuestra limitada
condición mortal). En este primer Miguel Hernández la intuición poética es
elevación, afán de levedad, vía iluminativa, limpieza de las máculas que la
tierra surca en las manos del labrador, de la marca que la privación imprime a
fuego en el alma del pobre. Deseo de “ser leves/ libres de los lodos”. Huida de
aquel “paisaje sin mantel/ de casa gris …/ los pastos pobres …/ la colina
escasa”. Con claridad lo expresa una de nuestras críticas más lúcidas, Concha
Zardoya: “Desde este momento, toda la vida de Miguel será un constante esfuerzo
por elevar hasta su dignidad interior y hasta ese plano de hermosura superior
todas las cosas feas y tristes que cercaron su existencia.”
Pero, igual que el alma que abandona el
cuerpo durante la experiencia mística no desdeña la prisión que antes la
contuvo y a la que inevitablemente ha de volver, el poeta habla de esas cosas
feas y tristes con alegre melancolía, pues en ellas va su íntimo ser y a ellas
han de retornar sus pasos. En esa pobre mesa campesina hay “colores agradables
a los dientes”. La vendimia se resuelve en animado baile. La granada es
revolución de los huertos. El azahar, “en el principal mundo de tu aliento/ en
un mundo resume un mediodía”. La lavandera agachada sobre la ropa, en la
ribera, se convierte para el niño que la observa oculto tras de un árbol en
deseo puro, suprema tentación infantil. El gallo, “arcángel tornasol, … dentado
de amaranto, anuncia el día”. Las ubres de la cabra mudan en sutiles
“manantiales de luna”. El surco, resumen y símbolo del ciclo vital, “brío, era,
masas, horno”. Experiencias todas ellas que nos hablan de una infancia
paleolítica en pleno siglo XX, inmutable, esencia permanente de la especie en
su comunión iniciática con la naturaleza. Si amplia y bien documentada es la
influencia de Neruda sobre la poesía de Miguel Hernández, no hay que olvidar
que en este surco abierto por la yunta de Miguel y que eleva el artefacto
cotidiano (rural aquí, y no bucólico) a artefacto poético, han de florecer,
llegada la sazón, las Odas elementales del chileno.
En otros momentos, la barroca perífrasis
amenaza con anegar ciertos versos de honda inspiración popular. Tamizada,
claro, a través de la lente de Lorca. Tal el caso de los que dedica a los
gitanos en la octava XVI, “Serpiente”: “Dame, aunque se horroricen los
gitanos,/ veneno activo el más, de los manzanos.” O los de la octava XXIX, una
de las más logradas, dedicada a las gitanas, con claros resabios del Romancero
gitano: “¡Lunas!, Como gobiernas, como bronces,/ siempre en mudanza,
siempre dando vueltas./ Cuando me voy a la vereda, entonces/ las veo desfilar,
libres, esbeltas.” En ese retablo lorquiano no pueden faltar dos siervos de la
luna, el toro y el torero, a quien grita el poeta con castizo acento: “¡Ya te
lunaste!”
Perito en lunas es extraño y exuberante. Por momentos, la idea
parece a punto de perderse en el laberíntico hipérbaton, en la frondosidad de
la metáfora culterana. Mas las raíces de donde tales versos se nutren son tan
profundas que impiden que la planta joven se destierre. Nos referimos, por un
lado, a esa genialmente extraña unión que representa la doble herencia de
nuestro Siglo de Oro: poesía excelsa y suprema pobreza. Del mismo modo que el
estiércol nutre la más bella flor, la más postrada condición del hombre alienta
versos soberbios. El de Orihuela no fue el primero ni será el último en la
legión de poetas pobres que en el mundo ha sido (“he oído decir que [la poesía]
es pobrísima y tiene algo de mendiga” espeta la gitana de la novela ejemplar de
Cervantes al paje aspirante a poeta), pero quizás sí el primero entre nosotros
que hace de la pobreza su patria poética, desbrozando el camino que luego
seguirán la poesía social de la postguerra o la poesía pobre del Blues
castellano. Por otro, al estoicismo nihilista impreso en las entrañas y la
memoria de cada español y que Jorge Manrique convierte en adagio: “Cómo se
viene la muerte/ tan callando.” Como hierba todavía fresca, en la poesía de Perito
en lunas apunta ya el suicida en cierne, el Miguel nihilista que presiente
la lluvia de cuchillos –muerte callada–, que los augura por doquier, también
clavados en su pecho.
Como en todo buen primer libro, múltiples son
las influencias. La falta de oficio la suplen con creces las lecturas (si no
incontables, sí exprimidas al máximo), los infinitos ensayos, la intuición
febril. Perito en lunas bebe de Garcilaso y Góngora, de Aleixandre y
Ramón Gómez de la Serna, de Valéry. Aun en la visualidad de ciertas imágenes,
atisbamos un cuasi caligrama: “Anda, columna, ten un desenlace de surtidor”,
escribe en la octava V, “Palmera.” En lo profundo, Hernández no desdeña el
impulso romántico, que llega a su venero por afluentes modernistas más que
becquerianos (el raro epíteto opimos, que leemos en la octava II,
aparece al menos en tres ocasiones en las Lascas diazmironianas). Como
buen primer libro, Perito en lunas pasó prácticamente desapercibido para
los lectores y la crítica de su tiempo. Federico García Lorca trata de consolar
al oriolano: “Tu libro está en el silencio, como todos los primeros libros,
como mi primer libro, que tanto encanto y tanta fuerza tenía.” Cómo saber si
esta palabra de aliento del colega igualmente joven pero ya consagrado fue
determinante para que Miguel Hernández siguiera haciendo versos, componiendo
libros quizás mejores, más sinfónicos, más completos. En todo caso, ya en este
primer ensayo su voz poética se afirma sólida, con la brillantez propia del poeta
primerizo, impaciente, preñado de intuiciones. Con Perito en lunas y sus
cuatro libros posteriores, señala Luis Felipe Vivanco –compañero de la
generación de ’36, llamada “promoción de la República”, pero inevitablemente
asociada ya para siempre a la guerra del millón de muertos–, Miguel
acabará, pese a su muerte, “quedándose, y quedándose como poeta español, poeta
de la verdad humana siempre”
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