Octubre 22, 2017 - 11:40 p.m.
Por:
Víctor Diusabá Rojas. ElPaís. Opinión
“Las biografías
son sólo la ropa y los botones del hombre, no se puede escribir la
biografía del hombre mismo”. La definición de Mark Twain sirve para
tomarse con cautela esos viajes que a ratos emprendemos a la vida de
personajes.
He vuelto a recordar eso a propósito de los 75 años que se cumplen de la muerte de Miguel Hernández a manos de sus carceleros, aunque no faltará quien achaque las culpas a la tuberculosis. A Miguel, como a miles más, los asesinaron con la sevicia del hambre y el abandono, dieta de las mazmorras a donde los llevaron a terminar sus días de la peor manera.
Pero la historia que me ocupa es otra que ni siquiera se detiene más de una vez -esta misma- en las calidades del poeta, indiscutibles para todos en su tiempo y cada vez más apreciadas. Y lo que falta, porque acaban de aparecer versos suyos que andaban escondidos. Es así, no hay mayor engendro condenado al fracaso que la censura.
Por esas letras y por su lucha a favor de un mundo más justo, Miguel Hernández se proyectó -en vida y tras su última estación en la prisión de Alicante- como símbolo de generaciones. Un héroe íntegro que jamás dejó de ser el que fue, pese a que se quiso torcer la historia para poner su nombre a favor de causas diferentes a aquella con la que se casó para siempre en el 36 y que defendió en el mismo frente de batalla, la defensa de La República, una vez se dio el golpe que llevó a España a la Guerra Civil.
Por supuesto que no fue Miguel el último en ser objeto de manipulación, como tampoco el primero. Nada más provechoso para cualquier interés partidista que hacer propio el martirio de alguien.
Incluso, para ser justos, hubo sectores políticos cercanos a él que no tuvieron problema en seccionar su obra y hacer pública solo la que les interesaba. O tejer una innecesaria leyenda propagandística: la de ese pastor sin formación alguna que sacaba tiempo para hacer poesía inmortal. Claro que Miguel sí fue pastor, cómo no, pero como bien lo dijo muchas veces, “de las cabras de mi padre”, lo mismo que dijo a los de la generación del 27. Que no era su origen relativamente humilde el que debía tocarles el corazón para que lo admitieran como uno de ellos (a lo que siempre se negaron), sino que bastaba con lo que escribía y decía.
Por su lado, los franquistas se vieron obligados a inventar muchas mentiras en el fallido propósito de evitar que, tras el fusilamiento de Federico García Lorca, el mundo entero supiera que también eran capaces de matar a Miguel Hernández (bueno, y a Antonio Machado, aunque de otra manera).
Dijeron haberle “perdonado la ignorancia” de no respaldar a los golpistas. Luego, admitieron que si se le había castigado en exceso, no era fruto de la dureza del régimen sino de la ley. Y dejaron constancia de que si hubiera aguantado un poco más a que llegara la orden de internarlo en un hospital, quizás (solo quizás) se hubiera podido salvar.
Son 75 años de su partida, llevándose bajo la ropa, con los botones bien ajustados, esos dolores y muchos otros, incluidos el siempre abandono de su padre, que ni al entierro quiso ir, con la justificación de que su hijo se había buscado esa suerte que ahora le cobraba la vida. Y esa otra tronera abierta en su espíritu, fruto de la presión para convertirlo en creyente público con el fin de desmoralizar a quienes compartían con él ese suplicio de la prisión.
Una suma de pruebas a las que Miguel Hernández hizo frente, y de las que no debió arrepentirse ni en las últimas. Fiel a lo suyo: Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa, ni lo que ocurre.
Sigue en Twitter @VictorDiusabaR
He vuelto a recordar eso a propósito de los 75 años que se cumplen de la muerte de Miguel Hernández a manos de sus carceleros, aunque no faltará quien achaque las culpas a la tuberculosis. A Miguel, como a miles más, los asesinaron con la sevicia del hambre y el abandono, dieta de las mazmorras a donde los llevaron a terminar sus días de la peor manera.
Pero la historia que me ocupa es otra que ni siquiera se detiene más de una vez -esta misma- en las calidades del poeta, indiscutibles para todos en su tiempo y cada vez más apreciadas. Y lo que falta, porque acaban de aparecer versos suyos que andaban escondidos. Es así, no hay mayor engendro condenado al fracaso que la censura.
Por esas letras y por su lucha a favor de un mundo más justo, Miguel Hernández se proyectó -en vida y tras su última estación en la prisión de Alicante- como símbolo de generaciones. Un héroe íntegro que jamás dejó de ser el que fue, pese a que se quiso torcer la historia para poner su nombre a favor de causas diferentes a aquella con la que se casó para siempre en el 36 y que defendió en el mismo frente de batalla, la defensa de La República, una vez se dio el golpe que llevó a España a la Guerra Civil.
Por supuesto que no fue Miguel el último en ser objeto de manipulación, como tampoco el primero. Nada más provechoso para cualquier interés partidista que hacer propio el martirio de alguien.
Incluso, para ser justos, hubo sectores políticos cercanos a él que no tuvieron problema en seccionar su obra y hacer pública solo la que les interesaba. O tejer una innecesaria leyenda propagandística: la de ese pastor sin formación alguna que sacaba tiempo para hacer poesía inmortal. Claro que Miguel sí fue pastor, cómo no, pero como bien lo dijo muchas veces, “de las cabras de mi padre”, lo mismo que dijo a los de la generación del 27. Que no era su origen relativamente humilde el que debía tocarles el corazón para que lo admitieran como uno de ellos (a lo que siempre se negaron), sino que bastaba con lo que escribía y decía.
Por su lado, los franquistas se vieron obligados a inventar muchas mentiras en el fallido propósito de evitar que, tras el fusilamiento de Federico García Lorca, el mundo entero supiera que también eran capaces de matar a Miguel Hernández (bueno, y a Antonio Machado, aunque de otra manera).
Dijeron haberle “perdonado la ignorancia” de no respaldar a los golpistas. Luego, admitieron que si se le había castigado en exceso, no era fruto de la dureza del régimen sino de la ley. Y dejaron constancia de que si hubiera aguantado un poco más a que llegara la orden de internarlo en un hospital, quizás (solo quizás) se hubiera podido salvar.
Son 75 años de su partida, llevándose bajo la ropa, con los botones bien ajustados, esos dolores y muchos otros, incluidos el siempre abandono de su padre, que ni al entierro quiso ir, con la justificación de que su hijo se había buscado esa suerte que ahora le cobraba la vida. Y esa otra tronera abierta en su espíritu, fruto de la presión para convertirlo en creyente público con el fin de desmoralizar a quienes compartían con él ese suplicio de la prisión.
Una suma de pruebas a las que Miguel Hernández hizo frente, y de las que no debió arrepentirse ni en las últimas. Fiel a lo suyo: Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa, ni lo que ocurre.
Sigue en Twitter @VictorDiusabaR