La patria hernandiana
30.10.10 - 03:56 - El Correo
PEDRO ANTONIO CURTO |
En un ocasión Kafka dibujó sobre un mapa de Praga un círculo que abarcaba una serie de calles donde afirmaba se reducía su vida. El poeta Miguel Hernández podría haber trazado un círculo similar sobre su pueblo de Orihuela y abarcar en unos cientos de metros, la casa donde vivió, el colegio donde estudió, el seminario convertido en improvisada prisión tras la guerra civil, en la que ingresaría como inicio de su periplo penitenciario. Pero al contrario que el escritor checo, Miguel tuvo pronto necesidad de partir de aquel lugar. Quizás porque la patria última y profunda de un poeta son sus versos, y el sonido de estos chocaban contra la montaña situada detrás de su casa, convertida en la frontera que impedía a un muchacho campesino ser poeta, que su obra se escuchase más allá de los límites de la Oleza mironiana. Pronto, desde que conociese la magia de las palabras, escuchó la música de ese oído interno, lo que él decía la vida le había marcado ser poeta. Así comentaba en 1937: «La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. La sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillazos».
Si Miguel Hernández pudiese ver la Orihuela actual quizá la situase más cerca de esa ciudad que maldecía, que de la aldea añorada. Aunque la aldea del poeta no era la que todos veían, sino otra, un espacio íntimo, donde decía: «Haciendo el hortelano,/ huyen este solaz de regadío/ de mi huerto me quedo». Pero no se quedó porque necesitaba hacer crecer una obra limitada por las fronteras que se le ponían, superándose a sí mismo, arrancando con un inaudito esfuerzo personal, de los estrechos márgenes de Orihuela. Por eso necesitaba de aquella ciudad que maldecía. La tierra del poeta se fabrica en un territorio imaginario aunque pueda partir del real, es una fotografía que adquiere una nueva dimensión luego de pasar por los ojos del artista. Es algo que me ocurrió con la geografía árida de Castilla, que luego de leer los versos de Antonio Machado, adquirieron una nueva dimensión. Es la capacidad de algunos autores, que consiguen crear con su visión una introspección microscópica, que a través de sus palabras, somos capaces de sacar un espacio físico, de su normalidad.
Por eso pasear por la calle de Arriba orioliana (rebautizada como calle Miguel Hernández) al lado de la montaña, de sus casas bajas, escuchando el sonido de los animales, uno recuerda sus versos: «Alto soy de mirar a las palmeras,/ rudo de convivir con las montañas». Porque Orihuela se ha urbanizado pero como un regalo a su poeta, aquel rincón ha permanecido con un cierto espíritu rural, con esa tranquilidad donde el tiempo parece detenerse y reposar en la eternidad. Y en esa eternidad, ya están sus versos, su obra, cada vez adquiriendo nuevas dimensiones, enfrentándose también a nuevos peligros. Porque aunque la obra haya adquirido un reconocimiento que él difícilmente se hubiera podido imaginar en sus comienzos, en sus decepciones madrileñas o en los oscuros tiempos carcelarios, un reconocimiento positivo porque su obra se extiende, existen sombras. Creo que los versos casan mal con las estatuas, los enfrían, les arrancan su fuerza, los convierten en letra vacía. Por eso quizás es necesario acercarse al Miguel Hernández imperfecto y fieramente humano, al del amor doliente y el cuerpo como reclamo vivo, a la mujer que buscó y le deslumbró como el rayo. Ahí estaban ya el acero del cuchillo blandiendo, la muerte y la sangre compartiendo espacio con la luz y claridad de Levante. El hombre que abandonó los templos para luchar en la trinchera, que le llevó a plantearse dudas: "¿Para qué quiero luz/ si tropiezo con tinieblas?" Y es que en su período carcelario el poeta logra perfeccionar lo que es una característica de la obra hernandiana: la dualidad que se establece, entre el hombre derrotado, abatido por las contrariedades de la vida y el empuje para buscar la esperanza. Consiguiendo además una comunión con quien es capaz de llegar a sus versos, por ser una poesía íntima, filosófica, culta, comprometida, popular, una síntesis que la hace actual cuando su creador cumple cien años.
«¿Quién yace en la tumba de un poeta?», se pregunta el escritor Cees Noteboom. Algo extraño cuando uno se acerca a un autor que tuvo la muerte como parte de su geografía vital. La tumba de Miguel Hernández se encuentra en el cementerio de Alicante, el círculo se amplía, pero sólo a sesenta kilómetros de su pueblo. Es su segunda morada mortuoria después de viajar desde la cárcel alicantina, hasta el nicho donde estuvo durante décadas. Tuvo que esperar a la caída de la dictadura para ocupar una lápida en la tierra, que comparte con su mujer y su hijo. Algo que creo a él le agradaría pues ambos formaban parte de su obra. En sus últimos poemas, donde alcanzó las mejores cumbres poéticas, Miguel buscaba la trascendencia a través del amor y del fruto de éste; era la esperanza de quien no aceptaba la derrota. «A lo lejos tú, más sola/ que la muerte, la una y yo». Porque la obra hernandiana viajó con el misticismo a su lado, católico y naturalista primero, sexual y amoroso después, revolucionario más tarde, intimista y dolido en sus últimos versos, rebelde y humanista siempre.
Por eso no es extraño que se haya instalado junto a su tumba un buzón donde se le puede escribir imaginariamente, recordando sus versos: «Aunque bajo la tierra/ mi amante cuerpo esté/ escríbeme a la tierra/ que yo te escribiré», como dice Noteboom: «¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto? Porque aún nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado...». Porque la tumba del poeta es la no-tumba, ya que siempre quedarán sus versos, para librar a un cuerpo mortal de la muerte enamorada.