Uno
Fue como encontrarse, de pronto, con un viejo amigo, con alguien a quien tienes aprecio pero no la oportunidad de conversar muy seguido con él. A esa hora, las veredas de la avenida estaban atestadas de gente, especialmente de jóvenes que entraban y salían por la puerta principal de la universidad San Antonio Abad; ese tránsito no permitía prestar mayor atención a lo que había alrededor, aunque nada nuevo podía haber, las mismas golosineras, el puesto de periódicos, las mujeres que ofrecen desayunos al paso (dos papas y un huevo sancochados acompañados de ají), las chicas de llamadas telefónicas con sus chalecos verdes y repartidores de volantes y publicidad de todo, desde cursos de inglés hasta maestrías a distancia. Al frente, negocios de librería y fotocopiadoras, libros y discos (la mayoría reproducciones piratas), Internet e impresiones, que hacían de cuatro o cinco cuadras de la avenida La Cultura un pequeño paraíso del negocio editorial.A unos metros de la puerta había un pequeño grupo de jóvenes y un par de profesores, con ternos oscuros y cartapacios pesados, observando algo. Me acerqué, parecía ser más de lo mismo. Los muchachos daban un vistazo y se retiraban, abriéndose paso sin pedir permiso, diciendo con la mirada que se estaban moviendo y había que darles espacio, lo hice. Un estudiante sencillo, de ropa muy usada y mochila sucia, no se movía; hice lo que ellos, empujé un poco y me acomodé. Ensayé una mirada rápida y general, sin mucha esperanza, y de pronto algo me llamó la atención, sencillo y humilde, entre Faulkner y Savater, estaba, casi escondido, Miguel.
Aunque parezca que la poesía de Miguel Hernández exacerba un lirismo a ultranza, más bien empieza a romper ciertos moldes de la poesía española de las primeras décadas del siglo veinte.
Cuando tuve el libro, a Miguel, en la mano, y me disponía a hojearlo, un muchacho alto, atlético, con cara de buena gente, me dijo señalando mi mano: “Ahí tiene algo interesante, doctor, ¿lo conoce?”. “Somos amigos”, me hubiese gustado responder, pero miré al chico y le dije que sí, que cómo no iba a conocer a Hernández. Sin que yo le pregunte él me dicta una cifra, abriendo la mano y mostrándomela, como si no fueran suficientes las palabras: “Cinco no más, doctor”. Yo hice un cálculo inútil en mi cabeza: “Cinco soles, menos de dos dólares, un euro y medio”.
Crucé la avenida por una zona prohibida para entrar a un café sin tener que dar un rodeo de una cuadra. Elegí una mesa apartada y abrí el libro. Era pequeño, cabía cómodamente en la palma de mi mano, era delicado, las portadas de cartulina habían cumplido su función de proteger esas páginas blancas escritas con tinta negra y letra pequeña. No se trata de una edición pirata ni fotocopiada, es un libro original que en los últimos treinta años debe haber ido de mano en mano. En varias páginas había un sello rojo, descolorido, que decía “Mauro A. Ochoa O.”.
Leí un poema al azar: “Invierno – puro (diciembre) // Y verdeció en el surco el pan temprano, / que el labrador sembró sobre Castilla / con un velo gracioso de su mano…”. Cerré el libro. ¿Qué había en las palabras de este poeta tierno y cortés que podía conmover? Quedé un par de minutos en silencio, mirando al frente pero sin ver, buscando una respuesta a esa pregunta espontánea. Es obvio que la respuesta está en los versos de Hernández, en la lectura pausada y paciente que requieren sus poemas, no por difíciles o complejos sino por el contrario, por naturales, francos y espléndidos.
Recordé, sin embargo, en medio de mi emoción y mis ansias por devorar el nuevo viejo libro que tenía en mis manos, como si lo hubiese recuperado de una batalla, los breves artículos que había publicado antes sobre Miguel Hernández. Un artículo titulado “Poesía que no cesa”, a propósito de cumplirse el centenario del nacimiento del poeta; unos cuantos poemas en mi página electrónica, La silla prestada; y la reproducción de una extraña y conmovedora noticia que anunciaba el viaje de los versos de Hernández a la luna, nada menos. Entonces volví al libro y abrí la página donde se iniciaba “Perito en lunas”, y lo comprendí.
Dos
Este es el primer libro que Miguel Hernández publica, en 1933, pero no es un texto juvenil ni de aprendizaje, es más bien la primera muestra de su precoz madurez poética. Los poemas anteriores, reunidos en esta edición como “Poemas de adolescencia”, lo confirman y, además, permiten abrir una suerte de ventana al pasado inmediato de aquel muchacho consciente de su vocación, de su inquietud artística, de su afán de ubicarse de cuerpo entero en ese espacio medio mágico y medio concreto, iluso y reflexivo, que es el ser poeta. Por entonces el proyecto no era fácil, como en ninguna otra época ni otro lugar, cuando de querer ser artista se trataba, pero el ímpetu de aquel hijo de pastores de Orihuela dio pronto sus primeros pasos firmes. Perito en lunas es, pues, el resultado de su primera mirada a Madrid, el lugar a donde había que llegar, y quedarse, para ser alguien.Pero aquella historia trágica, a pesar de la impotencia e indignación que te asalta, ahora pasado el tiempo, no puede quedarse en el silencio ni el olvido. Pero ya no importaba tanto, tampoco, a los amigos hay que quererlos y no atormentarlos con su pasado, se les mira a los ojos y se les descubre. Así estaba yo en el cafecito ese, oliendo a café de la selva y ajeno al bullicio de la calle, haciéndole un quite al frío cusqueño, mirando a los ojos a Miguel a través de sus palabras.
Perito en lunas consta de 42 poemas numerados en romanos, de ocho versos endecasílabos, rimados entre primeros y cuartos, segundos y terceros y sétimos y octavos, libres en quintos y sextos. Pero esta formalidad, producto de su formación y la tradición lírica española, lo que hace es darle un ritmo a los poemas que llevan al lector en una cadencia sencilla, pausada, y sin agobiarlo lo trasladan de un tema a otro, desde el paisaje intimista:
Al galope la tierra y a cerceneshasta la oración religiosa de halago y placer:
el azul en el istmo de más talla,
que por oros los une donde se halla
el viento bronceado de vaivenes.
La rosada, por fin Virgen María.Pero hay en el conjunto una idea, un elemento común, que hace de hilo conductor y justifica el título, que además describe al propio poeta como un soñador: la luna. No es solo el astro, sino la proyección de la mirada del poeta, tampoco es el símbolo, sino la exacta imagen de lo que se quiere alcanzar:
Arcángel tornasol, y de bonete
dentado de amaranto, anuncia el día,
en una pata alzado un clarinete.
Coral, canta una noche por un filo,Perito en lunas es un conjunto parejo en el que se puede intuir el espíritu del poeta que va a dar un salto enorme a un espacio más real, personal, que se traducirá más tarde en sus poemas posteriores, reunidos en este librito bajo el título de “Otros poemas”.
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Aunque parezca que la poesía de Miguel Hernández exacerba un lirismo a ultranza, más bien empieza a romper ciertos moldes de la poesía española de las primeras décadas del siglo veinte, ya con la denominada Generación del 27 en plena efervescencia y la influencia del surrealismo o el creacionismo. Este intento hará de Hernández un renovador que, desgraciadamente, terminará siendo un proyecto trunco. Su temprana muerte, a los 31 años, será también un símbolo de ese proceso de cambio que, sin embargo, será recogido por las posteriores generaciones de poetas peninsulares.
Tres
El último poema de Perito en lunas es extraño. Hay una abierta muestra de dos de las vertientes de la poesía de Hernández: la simpleza de la metáfora y la erudición literaria:¡Oh combate imposible de la pitaPero es la premonición la que llama la atención. Los últimos años de Hernández serán realmente trágicos. Como la mayoría de artistas, españoles y de otros países (como Neruda y Vallejo, por citar solo a los más representativos) que se alinearon con los republicanos cuando estalló la Guerra Civil Española, Hernández, también miembro del Partido Comunista, se alistó en las filas contra Franco, participó en diferentes combates. Se dio tiempo para escabullirse a Orihuela (donde nació el 30 de octubre de 1910) para casarse en 1937. Ese mismo año conoce a César Vallejo en el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Terminada la guerra y con Francisco Franco en el poder, el poeta será perseguido por su filiación política, enjuiciado y condenado a muerte, pero la intervención de Pablo Neruda, primero, y luego por sacerdotes y otros intelectuales, es liberado de prisión y luego salvado de la pena de muerte, pero el poeta ya mostraría síntomas de tifus y tuberculosis, que finalmente lo llevaron al fin. Miguel Hernández muere el 28 de marzo de 1942.
con la que en torno mío luz avanza!
Su bayoneta, aunque incurriendo en lanza,
en vano con sus filos se concita;
como la de clipsoides ya crinita,
geométrica chumbera, nada alcanza:
lista la luz me toma sobre el huerto,
y a cañonazos de cigarra muerto.
En solo cuatro años, desde 1933, Hernández publicará tres libros de poesía: Perito en lunas, El rayo que no cesa y Viento del pueblo, y cinco obras teatrales. Póstumamente se publicarán otros conjuntos de poemas, pero será su influencia en la nueva poesía española la que elevará su figura a un ámbito internacional.
Final
Así he vuelto a ver a Miguel. Lo recogí de aquella vereda anónima, de entre sus pares literarios, y lo he devuelto a la vida en los anaqueles de la pequeña biblioteca, en la mesita de trabajo, en el maletín transeúnte, y lo he recuperado para que el rayo de luz que emite su palabra no cese.En el pequeño libro amarillo en el que perdura el joven poeta, leo los versos finales, sanos, limpios y sencillos, ya no premonitorios, sino esperanzadores. Repaso bajo el siempre amenazante cielo cusqueño estos versos que por ser últimos serán siempre los primeros, los que se deben decir al principio, o al final:
Lo que haya de venir, aquí lo espero
cultivando el romero y la pobreza.
Aquí de nuevo empieza
el orden, se reanuda
el reposo, por hierros alterado,
mi vida humilde, y por humilde, muda.
Y Dios dirá que está siempre callado.