Otra visita a la poesía de Miguel Hernández
Rafael Prats
Levante.emv.com
Mañana, 28 de agosto [2012], nos dejaron dos creadores sugestivos: en 2001, el escultor madrileño Juan Muñoz, que supo ubicar adecuadamente la figura humana en el espacio; y, hace un lustro, el escritor vallisoletano Francisco Umbral, que superó en los sesenta el lenguaje decimonónico de las columnas de los diarios aquellas que firmaron don José María Pemán y César González Ruano, otorgando al texto un nuevo estilo que hoy nos permite disfrutar con gente como nuestros paisanos Manuel Vicent y Juan José Millás.
Durante este mes de agosto que ahora vence, el legado del poeta Miguel Hernández ha dejado Alcoy, su residencia de los últimos años, para trasladarse a Jaén, una ciudad que debe agradecerle al oriolano un poema, ese que cantó el valenciano Paco Ibáñez: «Andaluces de Jaén,/ aceituneros altivos,/ decidme en el alma, ¿quién,/ quién levantó los olivos?»
Gracias a mis mayores, empecé a conocer la poesía en lengua castellana con versos del Marqués de Santillana («Moza tan fermosa/ non vi en la frontera,/ como una vaquera/ de la Finojosa»), Jorge Manrique «€cómo, a nuestro parescer,/ cualquiere tiempo pasado/ fue mejor»), Espronceda («Con diez cañones por banda,/ viento en popa a toda vela€») y similares.
Pero uno crece y termina por elegir a sus poetas. Mis primeras elecciones correspondieron a Antonio Machado y García Lorca, pero no tardó en llegar, junto con Neruda, el que ocuparía un lugar de honor en mi personal parnaso. Un privilegio que sigue ostentando hasta ahora, pues estos días de canícula me ha vuelto a acompañar con Viento del Pueblo y El rayo que no cesa.
También he estado leyendo Poemas de madrugada, de los que es autora mi convecina Pilar Sanjuán, a quien también le atrae el alicantino; tanto es así que le dedica sus últimos versos y, así, el libro se cierra con la siguiente estrofa: «Déjame amarte, que me pierda en tus poemas./ Que grite al aire la impotencia de muerte injusta/ que no encuentro otra manera de tenerte/ que volviendo a tu huerto y a tu higuera/ Compañero Miguel, compañero del alma».
En cuanto a preferencias sigo estando prendado del soneto cuya primera estrofa dice: «Te me mueres de casta y de sencilla:/ estoy convicto, amor, estoy confeso/ de que, raptor intrépido de un beso,/ yo te libé la flor de la mejilla». Josefina fue la mujer que enamoró a Miguel; casta y sencilla, el rubor debió embargarle cada vez que el poeta le besaba.
Su legado, en Alcoy o en Jaén, estará bien cuidado, porque su obra está por encima de límites comarcales o provinciales para ser el eslabón que nos une a Garcilaso, Góngora, Lope, Quevedo.
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