Sinopsis:

Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

miércoles, 11 de marzo de 2020

Lumbre y ceniza de Yolanda Izard Anaya en Cáceres. Premio Internacional de Poesía «Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2019»

Lumbre y ceniza de Yolanda Izard Anaya en Cáceres. Premio Internacional de Poesía «Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2019»


LUMBRE Y CENIZA
Yolanda Izard
Preesentación de L"umbre y ceniza" en Cáceres
Por Basilio Sánchez
 
   El poeta y narrador británico John Berger, uno de los pensadores más influyentes de los últimos sesenta años, tiene un libro publicado en 2005 que se titula Aquí nos vemos.
      En ese libro, el autor va haciendo un recorrido por diferentes capitales europeas acompañado de personas, ya desaparecidas, que han tenido para él una especial relevancia en su vida. Familiares y amigos muertos con los que dialoga sobre el pasado y con los que se plantea algunas cuestiones éticas que tienen que ver con su existencia y sus relaciones con el mundo que le ha tocado vivir.
      En un capítulo determinado, él y su madre muerta se encuentra en lo alto del acueducto de Águas Livres de Lisboa, un acueducto que se terminó de construir a mitad del siglo XVIII y que sobrevivió milagrosamente intacto al terremoto que destruyó el centro de la ciudad pocos años después.
 Abajo ven dos calles sin terminar y algunas casas habitadas, aunque todavía a medio construir. Un extrarradio pobre, más que un asentamiento de chabolas. Distinguen un coche sin ruedas en medio de un descampado, un balcón del tamaño de una silla, un columpio en el que sólo una de las cuerdas está atada al árbol, tejas sujetas por bloques de cemento para impedir que se las lleve el viento atlántico, una ventana sin marco por la que asoma un colchón de matrimonio y un perro atado con una cadena ladrando al sol.
      ¿Ves?, le dice su madre de pronto. Todo está un poco roto, como esos objetos que salen defectuosos de fábrica y que luego se venden a mitad de precio. Todo: las colinas, el Mar de la Paja, el columpio ese de ahí abajo, el coche, la ventana, todo es defectuoso y lo ha sido desde el principio. No están realmente estropeados, no, sencillamente han sido desechados por imperfectos.
    ¿Y qué podemos hacer, madre? le pregunta el escritor sin dejar de mirar hacia abajo.
     Esperemos sólo lo que tiene alguna posibilidad de realizarse, le responde ella. Arreglemos algunas cosas. Un poco es mucho. Una cosa reparada puede llegar a cambiar otras muchas.
      ¿Ves ese perro de ahí abajo? Está atado con una cadena demasiado corta. Cámbiasela por otra más larga. Entonces podrá alcanzar la sombra, se echará y dejará de ladrar. Cuando se haga el silencio, la madre que está dentro de la casa recordará que siempre había querido tener un canario en una jaula en la cocina. Y cuando el canario cante, estará más contenta y se sentirá más a gusto con las cosas que hace. Y cuando el padre, por la mañana, se ponga la camisa recién planchada para ir a trabajar a la fábrica, notará que le duelen menos los hombros. Así, cuando vuelva a casa bromeará, como solía hacerlo, con su hija adolescente. Y la hija cambiará la opinión que tiene de su padre y decidirá, por una vez, llevar a su novio a cenar a casa. Y otra vez que vaya, a lo mejor el padre le propone al joven ir a pescar juntos... ¿Quién sabe lo que puede pasar? Sencillamente, cámbiale la cadena al perro.
      Yo creo que ésa es la humildad, pero también la grandeza de la poesía, que no aspira a cambia el mundo, pero que sí cambia las pequeñas cosas de nuestra vida, nuestra forma de ser y la manera que tenemos de relacionarnos con lo que nos rodea. Una contribución humilde, sin duda, pero en absoluto despreciable.
      Me vino a la memoria el texto de Berger en cuanto acabé de leer este hermoso libro de Yolanda Izard, Lumbre y ceniza. Y lo recordé por varias razones. En primer lugar, porque, al igual que en el relato del británico, Yolanda establece en unos de los tres capítulos en que organiza el libro —quizás el más intenso del conjunto—, un diálogo enormemente emotivo y luminoso con su padre, fallecido hace doce años y con el que cree que ha llegado el momento, una vez tomada la suficiente distancia, y en ese lugar de nadie que se sitúa entre la vida y la muerte, de recuperar las confidencias. También, porque en esa conversación, a la vez que van surgiendo las heridas privadas y las soledades particulares que la experiencia de la vida nos deja a cada uno —o las heridas ajenas que ella asume como propias, consciente de la realidad en la que vive y comprometida con ella—, en esa conversación, digo, permanece encendida de alguna forma la llama del consuelo, de la reparación; no consigue apagarse, en medio de la ceniza de todas las cosas que se pierden,  la mecha de lo que aún tiene la posibilidad de realizarse. Finalmente, y esta es la última de las razones, porque la poesía de Yolanda, y no sólo la de este libro, también la de sus libros anteriores, tiene la grandeza y la humildad de esa buena poesía que no aspira a cambiar el mundo, pero a través de la cual se mueve el mundo, como dice el poeta palestino Mahmud Darwish. Una poesía que en su hondura, cercanía y sencillez es capaz de transformarnos, de cambiar con sutileza —como lo hace John Berger con ese perro que ladraba al sol en su relato— las pequeñas cosas elementales que nos salvan y nos hacen mejores.
      Yolanda Izard nació en Béjar y vive en Valladolid, pero mantiene relaciones muy estrechas, no sólo de amistad, con nuestra ciudad. Es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, donde también cursó estudios de Bellas Artes, y en nuestra Universidad de Extremadura realizó el doctorado. En su trayectoria, Izard ha publicado los libros de poemas Reliquias del duende (1983), El durmiente y la novia (1997) y Defunciones interiores (Institución Cultural El Brocense, Cáceres, 2003). Pero la poesía, aun siendo la manifestación más luminosa de su pasión por el lenguaje y de su búsqueda tenaz y solitaria de un lugar de acogida, no es la única a la que ha dedicado sus esfuerzos. Desde hace muchos años, Yolanda ha venido cultivando una escritura plural que incluye, además de los poemas, narraciones, ensayos, colaboraciones en revistas o trabajos de crítica literaria. Ha publicado las novelas Paisajes para evitar la noche (Premio Cáceres de Novela Corta en 2003) y La mirada atenta (Premio de Novela Carolina Coronado, 2003). También, el ensayo Pequeño manual de la creación de cuentos, el libro de microrrelatos Zambullidas y el Comentario y selección de poemas de la Transición. Ha colaborado en numerosos libros colectivos, en algunos con ilustraciones propias, es crítica literaria y ejerce la docencia en la Universidad Europea Miguel de Cervantes, en Valladolid, donde dirige e imparte talleres de Escritura Creativa de creación propia.  A principios de este año recibió el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández por su libro Lumbre y ceniza, que acaba de publicar la editorial Devenir y que me parece —y así se lo dije a Yolanda cuando terminé de leerlo—- un libro espléndido.
     Esta ingente actividad cultural que abarca casi todos los campos, es para mí la expresión más fehaciente de que un poeta no sólo se hace con lo que escribe, sino también con la manera con la que ordena su vida alrededor de las palabras y de todos aquellos que supieron utilizarlas. Que la poesía es una actitud ante la existencia, un estado de continua disponibilidad y de atención minuciosa a lo que nos rodea, que involucra todos nuestros sentidos y supera todos los géneros.
      Entrando ya en materia en el libro, he escrito en algún sitio que la mayoría de los poetas, incluso los que no somos estrictamente elegíacos, escribimos para compensar una carencia, restituir una pérdida, darle sentido a algo que ahora no lo tiene. Expulsados de una patria, la de la infancia, en la que se supone que pudimos ser felices, la escritura es una forma de errar perpetuamente alrededor de sus murallas, lo que nos convierte, a todos por igual, en periféricos.
      Decía Hölderlin, en este mismo sentido, que la poesía empieza siempre después, cuando se ha dicho adiós a algo que ya no puede volver a aparecer. No cabe duda de que la memoria constituye la esencia del quehacer literario, que el tiempo es la materia de la que están hechas las palabras. El tiempo, como en Machado, es uno de los atributos de la poesía de Yolanda Izard, de una obra que se ha venido construyendo como una búsqueda perseverante, ajena a las consignas de la tribu, del sentido profundo de una existencia que, con el paso de los años, no consigue encontrar ni su equilibrio ni su punto de apoyo. El tiempo, y también como en Machado, la modestia. La modestia de una mujer que, sabiéndose sola —como lo estamos todos—, transporta sobre sus hombros, silenciosa, su lenguaje y su mundo, los restos fragmentados de sus deseos y sus recuerdos.
      Yo creo que la poesía —cuando es necesidad y no divertimento o simple afición—, surge siempre, como decía antes, de la constatación de una carencia, de la lúcida toma de conciencia de nuestro estar desamparados; pero también, como recoge con admirable belleza la poesía de este libro, del sentimiento de pertenencia a algo que nos salva, de la profunda fascinación de estar vivos. De esta doble constatación deriva el título, Lumbre y ceniza, que Yolanda ha elegido para sus poemas. Con él ha pretendido decirnos que la ceniza es la consecuencia inevitable del fuego y que lleva en sí misma la semilla del deslumbramiento; que, aunque la vida no nos sea nada fácil y estemos condenados al olvido, tenemos, sin embargo, la posibilidad de disfrutar de la luz, de la consolación de lo que existe y de la compañía acogedora de las palabras.
      El libro se divide, como decía al principio, en tres capítulos: Mi padre, Deslumbramientos y Cenizas, que vienen precedidos por un largo poema reflexivo que actúa como carta de presentación, declaración de intenciones o manual de uso. Un hermoso poema titulado “La poesía debe ser otra cosa” en el que Yolanda, en medio de la confusión en la que se agita gran parte de nuestra poesía reciente, intenta establecer las coordenadas de lo que para ella es consustancial a la experiencia poética. Una poesía que, surgiendo de las ruinas y los parajes desolados del alma, aspire, con palabras que aún no han sido dichas, a una ruina más alta y más hermosa. Una poesía leal al corazón que ninguna ideología consiga secuestrar. Un poesía que, como diría el poeta Adam Zagajewski, sea capaz de crear una casa para nosotros, aunque nosotros mismos no podamos vivir en ella. Una poesía que al margen de los honores y beneficios de este mundo consiga brillar en libertad con el fulgor de los objetos, los vuelos de los estorninos y la algarabía de las violetas; que no prometa nada, pero que pueda darnos todo.
      La primera sección, Mi padre, aun estando al principio, a mí me parece que actúa como un gozne con el que se articula el movimiento opuesto, pero complementario, de las otras dos. Son nueve poemas en el que la autora, con un tono que se aproxima más a la confidencia que a la elegía, dialoga, después de doce años de su desaparición, con su padre muerto. El lugar del encuentro es la oscuridad, bien sea en el corazón del bosque o en lo alto de una colina, convertida en símbolo del desarraigo y la orfandad. Una conversación en voz baja en la que salen a relucir las heridas y silencios que la experiencia de la vida ha hecho de la autora ese ser frágil que anda ahora mendigando la luz, una mujer que busca en las palabras de su padre —con el que habla en ese espacio entre el cielo y la tierra en el que viven los ángeles de Rilke—, la comprensión y el consuelo.
      La poeta se acuerda de las cosas que han sobrevivido a las inundaciones de los años, compara sus arrugas con las de su padre y consigue encontrar en él la misma vulnerabilidad que ha ido encontrando en sí misma. Descubre que aquel padre que nunca pudo ser el dios que ella hubiera querido, es, en el fondo, al cabo de los años —como una vez lo fue ella­—, un niño necesitado de su mano al que solo la caricia de las palabras es capaz de aliviar y confortar. Una conversación a solas, un acercamiento compasivo y afectuoso de una hija a su padre que se construye —y esto es lo esencial de estos poemas— sobre el secreto, sobre lo que se deja por decir.  
      El poeta francés Christian Bobin, en su libro La presencia pura, conversa también con su padre enfermo de Alzheimer ingresado en una residencia de Francia. Él piensa, al final, que podría hacerle a su padre una declaración de amor, pero que no lo hará nunca porque conoce su pudor y porque sabe también que los amores declarados a menudo se destruyen. El pudor es necesario en la vida, nos dice el poeta. Hacemos como si no debiera haber nada en secreto, pero la verdad es que la flor se abre en secreto y en secreto los animales del bosque hacen sus madrigueras. Los poemas se gestan en secreto y las cosas más bellas se arman en secreto antes de llegar hasta nosotros.
      Las otras dos secciones del libro, Deslumbramientos y Cenizas, son, como decía antes, dos visiones personales de la vida tan opuestas como complementarias y definen, con el rigor y la belleza de la poesía a la que nos tiene acostumbrados nuestra poeta, la verdadera naturaleza de lo que somos, un andar precario, en equilibrio, entre lo que se tiene y lo que se pierde, entre lo que se es y lo que se puede llegar a ser, entre lo que nos ilumina y lo que nos aparta de la luz.
      Y entre todas las cosas que iluminan y alumbran, está, precisamente, la poesía, que es enigma y es deslumbramiento, el espejo que nos devuelve la claridad, la pulsión del mundo que se esconde debajo de la mesa sobre la que escribimos.
      Yolanda sabe, como lo sabía también Lezama Lima, al que cita al comienzo del libro, que la poesía ni dice ni oculta: sólo hace señales. Señales de la luz que ella hace suyas en sus poemas, como la cerillera que, para calentarse, enciende entre sus manos el último de sus fósforos y descubre de pronto que sus dedos se vuelven transparentes como el alabastro.
      La poesía de Yolanda es una poesía luminosa a pesar de estar escrita desde la oscuridad: desde la oscuridad de ser mujer, desde la oscuridad de los economatos y de la lluvia, de las incertidumbres y las rendiciones, los desguaces y los pozos de sombra. Una mujer capaz de trabajar de sol a sol por su identidad magullada, por oír en el viento la promesa de la restitución. Una mujer que escribe, como decía ella misma en un poema de hace quince años, en el centro de la compasión y en el territorio de la entrega para trenzar un nido en un árbol sin nombre.
      Es verdad que la poesía de nuestro tiempo se caracteriza por su diversidad, por la elección de planteamientos dispares y a menudo contrapuestos, pero si tengo que elegir —y con esto termino—, me quedo con una poesía como la de Yolanda, escrita con la limpieza, la naturalidad y la sencillez con que esperamos que se nos relaten las cosas importantes, los misterios que se revelan al oído.
     Prefiero esta poesía que es la respuesta de una mujer que intenta replegarse sobre sí misma en medio de un mundo que es tránsito y fuga. Me quedo con esta escritura que sólo ofrece universos evocados o sugeridos, sin contornos sólidamente reales; con ese mundo de materias desvencijadas donde todo se hace y desintegra; con esa tristeza que se complace en la melancolía de los detalles cotidianos, pero que, sin embargo, y ésta es la paradoja, es capaz de aliviarnos, se convierte, por el misterio íntimo de la mutua consolación, por la esperanza y la posibilidad con la que laten sus poemas, en el aceite que necesitamos para nuestras heridas.
Basilio Sánchez (13/12/ 2019)