Miguel Hernández y la luz
Miguel Hernández fue pastor de ovejas, autodidacta, lector incansable de los poetas del Siglo de Oro, redactor de un diccionario taurino, dramaturgo, periodista, soldado republicano, comunista, fugitivo, preso político, condenado a muerte, esposo amante, padre, y sobre todo, poeta. Pese a su breve vida de 31 años, dejó una obra considerable, donde se distinguen dos vertientes: la del poeta de la guerra, la denuncia y la esperanza de un futuro mejor para España; y la del ser humano sensible hasta el temblor, hombre enamorado, padre que sufre la muerte de su primer hijo y el hambre del segundo. En ocasiones ambas temáticas, inevitablemente, se unen, como en la “Canción del esposo soldado”, en que después de asegurarle a su mujer embarazada que la quiere “cercado por las balas/ ansiado por el plomo. Sobre los ataúdes feroces en acecho, sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa”, se atreve a soñar que “para el hijo será la paz que estoy forjando.”
Lloró muchas muertes y siempre sintió cerca la propia, como se transparenta en su “Elegía primera” ante el asesinato del poeta y amigo: “Rodea mi garganta tu agonía/como un hierro de horca/ y pruebo una bebida funeraria./Tú sabes, Federico García Lorca,/ que soy de los que gozan una muerte diaria.”
Le cantó a Rusia, porque a menos de 20 años de la revolución bolchevique el comunismo fue una utopía que engañó a muchos hombres buenos como él: “Los chozas se convierten en casas de granito./El corazón se queda desnudo entre verdades./ Y como una visión real de lo inaudito,/brotan sobre la nada bandadas de ciudades.”
Pero son su tierra y sus compatriotas los que más le duelen y a quienes exalta: “Despierta, toro: esgrime, desencadena, víbrate. /Levanta, toro; truena, toro, abalánzate. Atorbellínate, toro, revuélvete. /Sálvate, denso toro de emoción y de España. /Sálvate.”
La tragedia personal se inmortaliza en poesía. Cuando la esposa le escribe que el hijo y ella cuentan solo con pan y cebolla para alimentarse, escribe su inmortal “Nanas de la cebolla”. Al niño “en la cuna del hambre”, le pide “Alondra de mi casa,/ríete mucho. Es tu risa en los ojos/la luz del mundo.”
Dicen que cuando murió, enfermo de tisis, no pudieron cerrarle los ojos a Miguel Hernández. Leyenda o realidad, es una metáfora acertada para un poeta que desde la prisión escribió sobre papel higiénico cuentos infantiles a su hijo. En tiempos oscuros, buscó siempre la luz. En tiempos de guerra, cantó sobre el horror. En tiempos de muerte, lloró hacia dentro, y allí, siempre, encontró el amor, la risa de su hijo, las raíces de su tierra, y la luz, real o imaginada, que llevaba consigo.
Pablo Neruda lo sabía y lo expresó así: “No tenía Miguel la luz cenital del Sur como los poetas rectilíneos de Andalucía sino la luz de tierra, de mañana pedregosa, luz espesa de panal despertado. Con esta materia dura como el oro, viva como la sangre, trazó su poesía duradera.” Al poeta chileno le dolía que en su momento España lo haya desterrado a la sombra, y pidió: “¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz!”.
Y eso mismo está haciendo España al cumplirse tres cuartos de siglo de la muerte del poeta. Se han descubierto textos inéditos; se han escrito varias biografías y estudios críticos. Se publican nuevas ediciones de sus cuadernos; se inauguran en todo el país exposiciones sobre su producción literaria y su trayectoria vital. Orihuela, donde nació, la ha dedicado el año, que comenzó en enero con paseos teatralizados. Quizás el mayor de los homenajes sea los murales con sus versos, y dibujos sobre su vida que adornan el modesto pueblo de Alicante. Museo al aire libre. “Una paletada de claridad”, como quería Neruda. Y de amor, el de su barrio, y el de la España, para la que escribió, luchó y supo morir.
La luz nunca queda a la sombra para siempre, ni siquiera en la muerte. Los ojos abiertos del poeta lo sabían.
Escritora y periodista cubana.