Jorge Urrutia / Miguel Hernández, El hacedor de poemas. (INSULA. 2010)
Es sabido que no hay ser humano totalmente
transparente, persona que no ofrezca caras ocultas o misterios.
Tampoco la obra de un escritor es una ventana a través de la cual
podemos ver algo. Y, además, en ese caso, ¿qué es lo que podría o
debería verse?
Para algunos críticos y estudiosos o
simplemente lectores placenteros, el texto literario es la
transparencia de una realidad o, en todo caso, la imagen más o
menos deformada del espejo puesto en el borde del camino.
Para otros, el escrito es la confesión del
autor, la expresión de su sentimiento, sus emociones o manías, de
su personalidad. En la novela parece más importante lo primero, el
documento de una confesión; en la poesía, lo segundo, la expresión
sentimental.
No olvido a quienes defienden que ni una cosa
ni otra, porque una vez cerrado el texto, el autor ha desaparecido,
es como si hubiese muerto, ya no importa, y el escrito sólo informa
de sí mismo. Ni realidad, ni poeta,: sólo palabra coherente.
Esas tres posturas, en las que veo la síntesis
de la teoría literaria, tienen cada una parte de verdad, pero no la
poseen entera. Las tres producen grandes resultados cuando el
crítico es bueno y las tres permiten justificar el placer de la
lectura. Si el crítico es inteligente y fino, ya sabemos que su
decisión de asalto al texto literario se impone sobre cualquier
metodología, como ya vio en un ensayo famoso Roland Barthes. En
cuanto al placer de la lectura, se obtiene por la proyección del
lector sobre el texto y, por lo tanto, depende más del primero que
del segundo. Lo que no creo es que ninguna de las posiciones
enunciadas aclare en qué consiste el hecho literario.
Hemos pasado desde unos planteamientos teóricos
que se preocupaban sólo del autor, a otros que buscan asentarse en
la obra literaria. Pero ni una postura ni otra cubren todas las
posibilidades. La obra no es aceptable si no se integra en un
contexto. La existencia de cualquier enunciado literario precisa de
un entorno que lo acepte y lo afirme como tal. Ya describió Carlos
Bousoño, en su Teoría de la expresión poética (1952), libro que
adelanta muchos de los planteamientos de la famosa escuela de
Constanza, la noción de asentimiento, según la cual un lector
admite como literario un texto o no en virtud de unas
características textuales, precisas y cambiantes históricamente, y
una competencia lectora determinada (Urrutia, 1992 y 1997).
Es verdad que, frente a un texto aislado, sin
dato ni referencia algunos que lo documenten, también se puede
reaccionar y, desde luego, producir significación a partir de él,
pero no es posible, en cambio, interpretarlo —si entendemos
el concepto de interpretación como lo hace Umberto Eco en su libro
Los límites de la interpretación, pues ésta no depende del
enfrentamiento sincrónico con el enunciado en el acto de lectura,
sino del de la historicidad del texto con el lector instalado en
una temporalidad. Un retorno al libro tan significativo de I. A.
Richards, Lectura y crítica (1929) permitiría ver que algunas
tendencias deconstructivistas no han avanzado mucho.
El ejercicio de lectura consiste siempre en el enfrentamiento entre una construcción textual y una construcción psicológica. A la segunda la denominamos el lector. Cuanta mayor sea la competencia de éste, mejores frutos obtendrá. De ahí que busquemos documentar el texto: dónde se publica, cómo, cuándo se escribió, etc. En algunos casos el resultado de la búsqueda de documentación es muy poco fructífero.
El ejercicio de lectura consiste siempre en el enfrentamiento entre una construcción textual y una construcción psicológica. A la segunda la denominamos el lector. Cuanta mayor sea la competencia de éste, mejores frutos obtendrá. De ahí que busquemos documentar el texto: dónde se publica, cómo, cuándo se escribió, etc. En algunos casos el resultado de la búsqueda de documentación es muy poco fructífero.
Pensemos en el caso del narrador norteamericano J. D. Salinger, que acaba de fallecer, autor de la novelita El guardián entre el centeno. Pero en otras, y sirve de ejemplo Miguel Hernández, viene a ser extremadamente productivo. Hasta tal punto que hay que desembarazarse de un exceso de información que nos conduciría a interpretaciones biográficas abusivas o innecesarias.
Claro es que no me refi ero a analizar la obra
literaria con criterios biográficos, a interpretarla en virtud de
las peripecias vitales del escritor. Se trata de comprender cómo se
textualiza el sistema en el que se integra la enunciación de la
obra.
Hernández era, como sabemos, de origen
campesino [Orihuela, 30 de octubre 1910]. Se ha discutido de la capacidad económica de su familia
que, en cualquier caso, no superaba lo que llamaríamos la situación
de un pequeño propietario rural. Lo importante es que el padre
permite que el niño acuda al colegio hasta los catorce años, aunque
tenga que colaborar en el trabajo de la familia. Leopoldo de Luis,
en varias ocasiones, insistió sobre la excepción que significa
ver, en el medio campesino español de los años veinte, cómo un hijo
de familia modesta asistía a clase hasta los catorce años. Ello nos
hace suponer que los frailes debieron de insistir ante el
progenitor sobre las cualidades del niño y sus posibilidades.
Conocido es, en cualquier caso, un poema en el que asegura Miguel
Hernández que lo escribía mientras estaba cuidando las cabras. «A
vosotros me dirijo / desde esta carta arrimada, / que escribo
teniendo por / mesa el lomo de una cabra, / en la milagrosa huerta
/ mientras cuido la manada. [...] / (¡Ay! Perdonadme un momento. /
Voy a echarle una pedrada / a la Luná, que se ha ido / artera a un
bancal de habas...)».
Tal vez lo que nos importa en este poema más o
menos humorístico es que el autor quiera ofrecerse ante la sociedad
como una persona ignorante. En otros versos, por ejemplo, incluso
asegura no conocer a los grandes poetas: «Me he creído ser poeta /
de estro tal que en nubes raya / y digno de contender / con Homero,
con Petrarca, / con Virgilio, con Boscán, / con Dante y toda la
escuadra / de clásicos que palpita / Por ab-aeterno en las
páginas... / —a los que yo no conozco / Más que de oídas... y
gracias».
Y un poco más adelante vuelve a confesarse
ignorante y hasta llegar a declararse plagiario: «Vosotros que
habéis leído / los versos que en las preclaras / [....] revistas de
nuestra patria / chica, vengo publicando / con muchas y gruesas
faltas / de prosodia y de sintaxis, / de ritmo y de consonancia, /
en lo que hay imitaciones / harto serviles y bajas, /
reminiscencias y plagios / y hasta estrofitas copiadas».
Estos fragmentos de un poema escrito el 1 de
febrero de 1931 (tiene entonces Miguel Hernández 21 años) son muy
interesantes, porque el poeta busca presentarse como una persona
más del pueblo, sin mayor cultura que sus vecinos; alguien que ha
aprendido en el colegio ciertos nombres de escritores de los que
apenas si conoce algo más que eso, el nombre, y que escribe con
faltas de corrección. No busca, por lo tanto, ser sino un campesino
que hace versos sobre los temas de todos los días en torno a las
experiencias que todos experimenten. De hecho, repasando esos
primeros escritos, aparecen títulos como «Pastoril», «El nazareno»,
«Flor del arroyo», «En mi barraquita», «El alma de la huerta», «La
bendita tierra», y otros, que remiten a la cotidianidad de un
pueblo como Orihuela. Incluso escribe algunos poemas en el dialecto
de la huerta, el conocido como panocho, el murciano, porque
Orihuela estuvo siempre, geográfi ca y socialmente orientada hacia
Murcia, más que hacia Alicante o Valencia. Busca, por lo tanto,
Miguel Hernández, como en el poema del que he citado fragmentos,
que su gente le diga: «Pastor, ¡vaya! / eres ya todo un poeta». El
autor asume un rol, un papel, que está muy próximo a la realidad,
pero que, además, le interesa casi comercialmente. Téngase en
cuenta que, en el poema que he citado extensamente, está pidiendo
dinero para conseguir publicar un libro. Esto nos obliga a
preguntarnos si la imagen que obtenemos de Miguel es una
transparencia o una construcción.
Miguel Hernández sabe bien, desde luego, que no
es aún un poeta original. Y lo confi esa. Probablemente, en el
colegio, los jesuitas (como en el caso de Juan Ramón Jiménez y de
Rafael Alberti) despertaron su interés por la poesía, y las
amistades que va a ir haciendo le abren el camino de las pocas
bibliotecas existentes en su entorno. Eso sí, el tono católico y
conservador de aquella formación inicial no puede sino estar acorde
con el ambiente del pueblo. Al paso temprano de Hernández por la
agrupación de las juventudes socialistas no debería dársele aún
sino el valor de buscar integrarse en un grupo que llevaba a cabo
actividades culturales y sociales.
Las lecturas que hace son las posibles en
aquellas circunstancias: poesía clásica, sin duda, aunque con
restricciones, alguna incursión por el Siglo de Oro, y la obra de
los poetas realistas de la segunda mitad del siglo XIX, con algún
añadido romántico. Son infl uencias que, entre otros, pero de modo
más sistemático en su caso, ha estudiado José María Balcells (1996)
a lo largo del trabajo «La prehistoria poética de Miguel
Hernández».
Nuestro autor es todavía un poeta mimético que
escribe según lo que va leyendo, que copia en hojas sueltas y
cuadernos algunos poemas aparecidos en las revistas y en los
periódicos de la época, y que busca abrirse camino en la vida para
ayudar económicamente a la familia trabajando de recadero o de
oficinista. Debemos suponer en esto último el evidente deseo de
separarse del mundo rural, lo que le permitirá conocer a gentes
algo distintas o, al menos, entrar en otro tipo de conversaciones
del que hubiera tenido de haber permanecido ligado permanentemente
a la huerta. Hay que hacerse idea de lo que eran los pueblos
agrícolas españoles de los años veinte y treinta del siglo pasado
para comprender que Miguel Hernández, con ese leve cambio de
orientación en su vida, pasaba a integrarse entre quienes manejaban
habitualmente la lectura y la escritura en la vida diaria y no de
modo anecdótico o tangencial. Eso es lo que le permitirá conocer a
José Marín Gutiérrez, quien firmaría como Ramón Sijé, tres años
menor que él, lo que a poco de salir de la adolescencia es una
diferencia importante, pero que se va a convertir en su primer
maestro de estética literaria.
Habían ido al mismo colegio, pero además de
acudir a clases distintas, dada la diferencia de edad, Miguel había
sido lo que se llamaba «alumno de bolsillo pobre», mientras que
Sijé lo era de pago. Una diferencia importante. Se reencuentran en
una tertulia de jóvenes atraídos por la literatura que tenía lugar
en la trastienda del comercio familiar de un conocido común. Creció
una amistad intensa y fructífera.
Miguel encontró en aquel estudiante
universitario que era Sijé un guía estético para internarse por una
poesía a la que no había tenido acceso todavía, la contemporánea.
También fue el intermediario que le permitió conocer el mundo
exterior, tener acceso a los escritores próximos, como los
murcianos Raimundo de los Reyes, Carmen Conde y su marido Antonio
Oliver Belmás. Deja, por lo tanto, de pensar en los lectores
pueblerinos para aspirar a ser leído por un público más
intelectual. Debe cambiar el personaje. Lo curioso es que, si de
cara al mundo cultural de Orihuela aparece como un joven escritor
con apetencias urbanas y no campesinas, no será lo mismo cuando
emprenda su primer viaje a Madrid.
La amistad con [Ramón] Sijé le permite confiar en sus
propias virtudes, pero también comprender sus carencias. El primer
acercamiento a los poetas modernos lo hace igual que había tratado
a los decimonónicos. Lee intensamente y se deja empapar por temas,
modos, e incluso expresiones. Por ejemplo, Rafael Alberti, en un
poema famoso por ser de los primeros que en España tratan un asunto
del deporte, mitifica al portero del Fútbol Club Barcelona, el
húngaro Platko, quien se abriera la cabeza al golpearse contra el
poste de la portería: «Nadie se olvida, Platko, / no, nadie, nadie
nadie, / oso rubio de Hungría / [...] Ni el mar, ni el viento,
Platko, / rubio Platko de sangre, / guardameta en el polvo, /
pararrayos». Miguel Hernández toma la idea para glosar un episodio
similar, aunque más trágico, pues Lolo, el portero del equipo de
Orihuela, murió durante un partido a causa de un golpe en la cabeza
con uno de los postes. «Fue un plongeon mortal. Con ¡cuánto! tino /
y efecto, tu cabeza / dio al poste. Como un sexo femenino, / abrió
la ligereza / del golpe una granada de tristeza». Que Hernández
aplicó directamente el modelo literario y no glosó la experiencia
vivida puede demostrarse porque el poeta, en esta ocasión, no
presenció el hecho, sino que lo leyó en la prensa y vio una
fotografía: «Te sorprendió el fotógrafo el momento / más bello de
tu historia / deportiva, tumbándote en el viento / para evitar
victoria, / y un ventalle de palmas te aireó la gloria». Por otra
parte, Hernández, en plenas lecturas renacentistas y con la
voluntad de conformar su capacidad de escritura, escribe el poema
ni más ni en menos que en liras, estrofa de escasísima práctica en
el siglo XX.
Otro ejemplo significativo. Gerardo Diego, en
el libro Poemas adrede, dedica el titulado «Azucenas en camisa» a
Fernando Villalón. Empieza: «Venid a oír de rosas y azucenas / la
alborotada esbelta risa / Venid a ver las rosas sin cadenas / las
azucenas en camisa». No creo que pueda ofrecer muchas dudas que
Hernández tiene el recuerdo de esa imagen de las fl ores en
libertad, de las azucenas en camisa, cuando escribe en el poema que
titula «El adolescente»: «¡Cuánto lirio en calzoncillos / se queda
sobre los céspedes!». Azucenas en camisa, frente a lirios en
calzoncillos. Hay una diferencia en la elegancia del léxico. Miguel
siempre tuvo algunas caídas en un gusto no exquisito, que ni
siquiera su paso por el cultismo gongorino va a eliminar del
todo.
En su primer viaje a Madrid, nuestro poeta, que
nos parecía estar ya en el hábito de la lectura y la escritura
cultistas, busca ofrecerse bajo la imagen de poeta-pastor y así se
manifi esta también en algunos documentos. Es, pues, un personaje
peculiar, casi folklórico, presentado en las revistas como un caso
curioso. Miguel Hernández, que primero ha querido ser un vecino más
del pueblo, no busca en Madrid ser uno más entre los escritores que
procuran una salida para su obra, sino que vuelve a ofrecerse como
un campesino que hace versos. La sociología de la comunicación de
la escuela de Palo Alto, en los Estados Unidos, y especialmente los
trabajos de Erving Goffman, han explicado que, cuando se plantea
una interacción, cada participante espera que el otro o los otros
lo traten en virtud del modo en que se presenta a sí mismo. En su
libro La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959),
Goffman enseña muy bien cómo cada individuo interpreta el papel
actoral que juzga apropiado para la situación comunicativa en la
que busca integrarse y los demás reaccionan ante esa
interpretación.
Resulta evidente que Miguel llega a Madrid en
diciembre de 1931 representando el papel de pastor-poeta. No fue
esta imagen producto de una mala intención de Ernesto Giménez
Caballero, como algún biógrafo ha escrito, sino que el propio poeta
lo quiso así. Ello explica que Giménez Caballero dijese que era un
«simpático pastorcillo»; que Arturo Serrano Plaja comentara que
«daba la impresión de andar por Madrid disfrazado de campesino o,
lo que es peor, de pastor−poeta»; que, en su revista, Giménez
Caballero le tilde también de pastorpoeta y que Federico Martínez
Corbalán, en la revista Estampa, lo presentase como un joven criado
entre animales.
Pero es que el mismo Hernández le había dicho a
Martínez Corbalán: «Mi padre es pastor de cabras en Orihuela [ya
sabemos que esto era una exageración], y lo mismo fui yo desde los
catorce años». Y a Giménez Caballero le había escrito sobre «la
vida que he hecho hasta hace unos días desde mi niñez, yendo con
cabras u ovejas, y no tratando más que con ellas...». El fracaso de
esa estrategia de presentación fue evidente. Al cabo de unos meses
Miguel Hernández tuvo que volverse a Orihuela arruinado, enfermo y
medio muerto de hambre.
Su estancia en Madrid fue importante, y no sólo
porque le sirviese para conocer a algunas personas, sino porque
leyó mucho, tanto a autores antiguos como modernos. Sus lecturas
gongorinas, entendiendo a Góngora como un modelo para la
vanguardia, se hicieron a primeros de 1932 en la Biblioteca
Nacional.
Además, en Madrid, llevó a cabo un aprendizaje
fundamental: que la vida del poeta no debe entrar en el poema como
biografía, sino como experiencia. El yo lírico no es una simple
proyección del sujeto del acto de enunciación en el enunciado, sino
el compromiso textual con una opción estética y ética. Por lo
tanto, para ser importante de algún modo en Madrid, que era su
primera meta, no tenía que presentarse como individuo peculiar,
pastor o no, sino como poeta. Leopoldo de Luis se ha referido a la
diferencia entre el pastor-poeta y el poeta-pastor. Lo que importa
en ambas locuciones es el primero de los términos. En su primer
viaje a Madrid se había presentado como pastor, en el segundo
deberá ya hacerlo como poeta, fuere cual fuere su origen
social.
Me he referido en otras ocasiones (Urrutia,
2003) a la razón y el sentido del título del primer libro
hernandiano, Perito en lunas, de 1933. Ningún problema tiene la
primera palabra, «perito», que, como bien sabemos, signifi ca
conocedor, especialista, sabedor. Más problemática es la segunda,
«luna», que los críticos suelen considerar en su acepción astral,
sin pensar en las acepciones sexta y séptima del diccionario de la
Real Academia Española: «Espejo cuyo tamaño permite ver a las
personas de cuerpo entero» y «Lámina de cristal, vidrio u otra
materia transparente, que se emplea en ventanas, escaparates,
parabrisas, etc.». Es decir, la luna puede ser un cristal.
Evidentemente, «cristal » es un término metafórico cuyo signifi
cado es preciso desvelar. Porque, ¿qué puede ser aquí un perito
cristalero?
En 1891, en su teoría del símbolo, que titula
Le traité du Narcisse, el escritor francés André Gide decía que el
poeta debe convertir la idea, que aparece con una forma imperfecta
(nosotros podríamos recordar aquí el Bécquer de la «Introducción
sinfónica», cuando se refi ere a los «extravagantes hijos de mi
fantasía»), en su forma verdadera, «paradisiaca y cristalina». Y lo
justifi ca: «Car l’oeuvre d’art est un cristal [...] où
les phrases rythmiques et sûres, simboles encore mais simboles
purs, où les paroles se font transparentes et révélatrices» (Porque
la obra de arte es un cristal donde las frases rítmicas y seguras,
símbolos aún, pero símbolos puros, donde las palabras se
hacen transparentes y reveladoras). Y en el párrafo siguiente
utiliza el verbo «cristalliser » (cristalizar).
Algo parecido escribiría Ramón Sijé sobre la
poesía de Alberti en un artículo publicado en la revista El gallo
crisis: «Si la poesía puede cerrarse sobre sí misma —si puede
concebirse una poesía pura— es por la conversión de la
corriente en cristal, de la poesía en objeto». Y en un libro que
permaneció inédito muchos años, aunque fuera escrito por Ramón Sijé
lo más tarde en 1935 —y cuyos conceptos Miguel Hernández,
dada la amistad que los unía, debió de conocer o bien estar al
corriente de la teoría poética que lo inspiraba—, el titulado
La decadencia de la fl auta y el reinado de los fantasmas, se dan
con cierta frecuencia los términos «cristal», «cristalino» y
«cristalizar» con el signifi cado de «poema», «característica del
poema» y «escribir el poema», respectivamente. Perito en lunas, por
lo tanto, quiere decir «perito en cristales», luego «perito en
poemas», «el que sabe escribir poemas».
Miguel Hernández ha enterrado definitivamente
su imagen de pastor poeta y puede volver a Madrid con otras
pretensiones, lo que hará en marzo de 1934. Lleva también bajo el
brazo un auto sacramental. Cuando regresa a Orihuela, un mes más
tarde, ya es un escritor prometedor, que ha conseguido contratar
con la revista Cruz y Raya, de José Bergamín, la edición de Quien
te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras.
Pero, para la intelectualidad madrileña, Miguel
y su obra eran portadores de un estigma. La infl uencia de Ramón
Sijé lo conducía hacia posturas ultraconservadoras próximas al
fascismo, como el propio Bergamín pudo observar e intentó
disimular. De modo que cuando en julio de 1934 regrese a Madrid
para una breve estancia, va con la intención de moldear nuevamente
su personaje. Tiene que escapar del ambiente neocatólico del pueblo
y convertirse en un escritor europeo. Para él, el europeísmo
consistía no tanto en un problema ideológico, sino en convertirse
en un autor, a la manera de Federico García Lorca y otros, que
fuese a la vez poeta y dramaturgo. Emprende la escritura de El
torero más valiente, a partir de la figura de Ignacio Sánchez
Mejías.
A primeros de 1935 regresa a Madrid ya con la
intención de permanecer en la capital. Viene dándole vueltas a un
libro que, en diciembre, será ya El rayo que no cesa. Para llegar a
él ha tenido que ir desechando numerosos poemas que aún arrastraban
un excesivo gongorismo, es decir, una exhibición de saber hacer
poético que ya no era necesario, así como cierto carácter místico.
Sus modelos empiezan a ser otros, especialmente Quevedo. Su vida
personal amorosa fundamenta la obra, pero consigue que importe el
sentimiento del enamorado y no las mujeres que, en su caso,
pudieran motivarlo, unidas aquí en un teórico personaje único. El
libro es la tragedia del individuo cuyo amor siente no
correspondido y, por eso, sufre una herida que parece incurable y
sólo eliminará la muerte. Realmente es la ejemplifi cación más viva
del título de Vicente Aleixandre: La destrucción o el amor.
El éxito entre los escritores es fulgurante, no
tanto entre los lectores comunes, porque el libro, como es por otra
parte habitual, apenas si se vende. Ya es un poeta reconocido y,
además, su estética ha marcado una barrera que el tiempo descubrirá
más importante de lo que se pensó. Certifi ca la aparición de una
generación nueva de poetas que se han alejado de la experimentación
y retornan a las formas clásicas. Es lo que se llamará la
generación del 36, frente a los mayores de la generación del
27.
Le quedan a Miguel Hernández por hacer dos
transformaciones ideológicas. Primera, la ruptura con sus creencias
religiosas. Segunda, el descubrimiento, ya no intuitivo, sino
político, de la clase obrera. Para ambas transformaciones sería
fundamental la influencia de Pablo Neruda y, también, la del poeta
argentino Raúl González Tuñón. Éste escribiría una «Elegía en la
muerte de Miguel Hernández» de la que, por menos conocida que otros
poemas dedicados a nuestro poeta, incluyo aquí unos versos. «Él
está con nosotros, aquellos que sabemos / que poesía es canción que
en la sangre se expresa./ [...] Miguel fue la garganta de un tiempo
que sangraba / y por la nuestra cantan los hechos de estos días. /
[...] Cuando aún era la calma, Miguel y yo sabíamos. / La yema de
los dedos nos tocaba el relámpago. // Mirad su nombre aquí, os lo
muestro, salvado, / devuelto a los caminos delante de su frente. //
Y mientras él regresa, emprendamos nosotros / la marcha hacia la
guerra, con su rosa caliente. // Miguel, la Libertad vigila tu
cadáver / —tiene labio de espada y es un grito tendido—
// Nosotros vengaremos tu sangre derramada / mientras tu verso
vence los tiempos y los mitos. // Hoy las espigas dicen fusiles por
tu nombre / y por tu nombre dicen espigas los fusiles. // Los
surcos campesinos y el ancho mar levantan / ruido de guerras justas
y poemas civiles. // Y mientras te deshaces bajo la tierra obscura,
/ y mientras te transformas de polvo en amapola, // por ti vemos
los signos celestes del Gran Día, / y tu resurrección en el alba
española».
A partir de ese momento vendrán las opciones
estéticas que Hernández habría de tomar en virtud de las
circunstancias: un brevísimo paso por el surrealismo y, después, la
poética realista de combate. En la rapidísima evolución de Miguel
Hernández, parece que todo son ensayos, que está en una permanente
búsqueda, o en una huida estética.
La ruptura religiosa se hace a través de un
largo poema en el que la infl uencia aleixandrina es muy evidente
tanto en el ritmo como en el léxico. Se titula «Sonreídme». «Vengo
muy satisfecho de librarme / de la serpiente de las múltiples
cúpulas, / la serpiente escamada de casullas y cálices; / Me libré
de los templos, sonreídme, / donde me consumía con tristeza de
lámpara / encerrado en el poco aire de los sagrarios; / salté al
monte de donde procedo, / a las villas de relativo barro. / Agrupo
mi hambre, mis penas y estas cicatrices / [...] porque para calmar
nuestra desesperación de toros castigados / habremos de agruparnos
oceánicamente».
Pero Miguel, que precisa de la escritura para
organizar sus ideas, casi más que la experiencia personal, no puede
desligar la cuestión religiosa de la cuestión social, lo que es
fácil de comprender cuando se estudia la historia de España en los
años treinta. «En vuestros puños quiero ver rayos contrayéndose, /
quiero ver a la cólera tirándoos de las cejas, / la cólera me nubla
todas las cosas dentro del corazón / sintiendo el martillazo del
hambre en el ombligo, / viendo a mi hermana helarse mientras lava
la ropa, / viendo a mi madre siempre en ayuno forzoso, / viéndoos
en este estado capaz de impacientar / a los mismos corderos que
jamás se impacientan». Termina el poema con una llamada a la
rebelión que parece necesitar una toma de postura decisiva: «habrá
que hacerlo todo sufriendo un poco menos de lo que ahora sufrimos
bajo el hambre, / que nos hace alargar las inocentes manos animales
/ hacia el robo y el crimen salvadores».
Esas manos alargadas hacia el robo y el crimen
no pueden conducir sino a un movimiento revolucionario y eso está
en otro poema de la misma época, primera mitad de 1936, titulado
«Alba de hachas». «Amanecen las hachas en bandadas / como
ganaderías voladoras / de laboriosas grullas combatientes. [...]
Amanecen las hachas destruyendo y cantando». Un poema con estrofas
que describen en su caos verbal una situación caótica: «Vuela un
presentimiento de heridas sobre todos, llega una tempestad
atronadora / de ceños como yugos peligrosos. Se aproximan miradas
catastrófi cas, / pies desbocados, manos encrespadas, / hachas
amarillas goteando relente». El fi nal ya anuncia la necesidad de
una poesía de combate. En cuanto el hacha se convierta en poema:
«Con nuestra catadura de hachas nuevas, / ¡a las aladas hachas,
compañeros, / sobre los viejos troncos carcomidos! / Que nos teman,
que se echen al cuello las raíces / y se ahorquen, que vamos, que
venimos, / jornaleros del árbol, leñadores». Éste es uno de los
poemas más duros de la poesía española. Anuncia algunos posteriores
como «Los cobardes », de Viento del pueblo, o «Los hombres viejos»,
de El hombre acecha.
El compromiso personal de Miguel Hernández no
parece tan claro como el de su escritura, porque en septiembre de
1936 aún le escribe a José María de Cossío preguntándole cuándo
quiere que se reincorpore al trabajo, lo que significa que no se
veía en medio de una guerra civil prolongada, sino, en todo caso,
ante un golpe de Estado más o menos controlable. Es su propia
actividad de poeta, al contrario de lo que suele decirse, lo que me
parece que arrastra su implicación personal, que será, en cualquier
caso, apasionada, como todo lo que hiciera en la vida.
Poco a poco, el poeta combatiente de Viento del
pueblo irá cambiando el tono entusiasta por aquel que corresponde a
quien ha experimentado la guerra, ya larga, y siente que una guerra
es siempre una derrota, en El hombre acecha. Luego, cuando venga el
repliegue sobre sí mismo, recurrirá a sus orígenes culturales
revistos desde su posición de intelectual moderno: el cantar
popular del Cancionero y romancero de ausencias. Es posiblemente el
mejor momento de su obra, porque ha conseguido plenamente
restablecer el personaje en la personalidad. Es un período de su
obra en el que los varios sujetos que se manifi estan en las
acciones se han aproximado hasta la unidad en un yo doliente y
abandonado que busca sujetarse, no al pasado, sino al futuro.
Pastor-poeta, poeta-pastor, perito en poemas,
poeta amoroso herido, rebelde, combatiente animoso, combatiente
cansado, poeta personal del dolor interiorizado sin perder la
esperanza, Miguel Hernández es siempre un hacedor de poemas que
marca en cada etapa de su obra lo que Platón, en el diálogo Fedro,
especifi ca como el desde donde se habla. Es decir, la defi nición
del sujeto del enunciado, del portador de la voz, que va cambiando,
para defender la coherencia personal, en virtud de un contexto
vital, literario y de escritura que, a la vez que distingue al
hombre, matiza al poeta. Los lectores entendemos el conjunto de su
obra, más allá de la calidad de los poemas aislados, como el texto
de una escritura intensa y contradictoria entre el yo literario y
el yo real. De ahí la desgarradura que tanto emociona y que tiñe,
no ya sólo sus poemas de amor y guerra, sino también la propia
captación del paisaje.
No es solamente escribir poemas, sino hacerlos,
de palabra y barro, de masa intensa y batalla interna.
J. U.—UNIVERSIDAD CARLOS III Bibliografía
citada BALCELLS, J. M. (1996): «La prehistoria poética de Miguel
Hernández »; en Miguel Hernández: tradiciones y vanguardias, ed. de
Serge Salaün y Javier Pérez Bazo, Diputación Provincial de
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Madrid, Instituto de España, 1992.
— (1997): La verdad convenida. Literatura
y comunicación, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997.
— (2003): «Leer a Miguel Hernández
(Perito en lunas y el modelo comunicativo hernandiano)», en
Presente y futuro de Miguel Hernández.
Actas del II Congreso Internacional.
Orihuela-Madrid, 26-30 de octubre de 2003, Orihuela, Fundación
Cultural Miguel Hernández, 2004, pp. 95-106.
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Universidad Carlos III
Profesor invitado en distintas Universidades extranjeras como Paris VIII, Bourgogne, Northwestern University, Buenos Aires, Asunción, Costa Rica, la UNAM de México o Palermo, entre otras, empezó su carrera como lector en la Universidad de Estrasburgo. Fue Director Académico del Instituto Cervantes de 2004 a 2009, luego de haber sido el director de su centro en Lisboa, entre 2000 y 2002. Sus principales logros en dicha institución fueron la publicación de su Plan curricular y la firma por más de cien universidades de lengua española del acuerdo sobre el Sistema Internacional de Certificación del Español como Lengua Extranjera (SIELE), que fija los criterios para unificar los niveles de conocimiento del español en su enseñanza como lengua extranjera. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Medalla de la Cultura Puertorriqueña, impuesta por la Casa de Puerto Rico en España. Chevallier dans l'Ordre des Palmes Académiques, de Francia. Fue becario de la Fundación "Juan March" (1979), varias veces del Gobierno de Canadá y ha obtenido una beca senior de la Fundación Caja Madrid. En 2013 impartió la Cátedra "Miguel Delibes" del Graduate Centre de la City University of New York (CUNY). Ha sido en dos ocasiones miembro del jurado del Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y del Premio Nacional de las Letras Españolas.
Colabora regularmente con revistas literarias y suplementos culturales, y ha editado numerosos textos de clásicos españoles contemporáneos (especialmente Juan Ramón Jiménez, pero también Valle-Inclán, Azorín, Mauricio Bacarisse, Camilo José Cela, Miguel Hernández, Leopoldo de Luis, José Hierro, etc.), además de una importante antología de poesía española del sigo XIX precedida de un amplísimo estudio o de otra, muy celebrada por críticos situados a uno y otro lado del espectro político, de la poesía de la guerra civil española de 1936/1939. En 1972 obtuvo el premio Fray Luis de León y, posteriormente el Premio Nacional de Traducción, por su versión de Poemas, de Paul Éluard. Fue el organizador de los grandes congresos sobre Juan Ramón Jiménez, en La Rábida, 1981, (que cambió la crítica sobre la obra del poeta) y sobre Antonio Machado, en Sevilla, 1989, así como Secretario General de los Congresos Internacionales de la Lengua Española de Rosario (Argentina) y Cartagena de Indias (Colombia).
Ha sido uno de los primeros introductores de la reflexión semiótica en España y, con esa visión, ha llevado a cabo estudios no únicamente sobre textos literarios, sino también sobre cine, teatro y otros aspectos de nuestra cultura. Fue un temprano especialista del estudio de las relaciones del cine y literatura. En los últimos años ha estudiado el Simbolismo, ofreciendo una visión europea y no nacionalista de la literatura española moderna. La edición portuguesa de Lectura de lo oscuro fue elegida como uno de los diez mejores libros del año. Este volumen y La verdad convenida. Literatura y comunicación sistematizan lo esencial de sus planteamiento teóricos. Consejero de varias revistas profesionales, es director de la revista electrónica Semiosfera.
Profesor invitado en distintas Universidades extranjeras como Paris VIII, Bourgogne, Northwestern University, Buenos Aires, Asunción, Costa Rica, la UNAM de México o Palermo, entre otras, empezó su carrera como lector en la Universidad de Estrasburgo. Fue Director Académico del Instituto Cervantes de 2004 a 2009, luego de haber sido el director de su centro en Lisboa, entre 2000 y 2002. Sus principales logros en dicha institución fueron la publicación de su Plan curricular y la firma por más de cien universidades de lengua española del acuerdo sobre el Sistema Internacional de Certificación del Español como Lengua Extranjera (SIELE), que fija los criterios para unificar los niveles de conocimiento del español en su enseñanza como lengua extranjera. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Medalla de la Cultura Puertorriqueña, impuesta por la Casa de Puerto Rico en España. Chevallier dans l'Ordre des Palmes Académiques, de Francia. Fue becario de la Fundación "Juan March" (1979), varias veces del Gobierno de Canadá y ha obtenido una beca senior de la Fundación Caja Madrid. En 2013 impartió la Cátedra "Miguel Delibes" del Graduate Centre de la City University of New York (CUNY). Ha sido en dos ocasiones miembro del jurado del Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y del Premio Nacional de las Letras Españolas.
Colabora regularmente con revistas literarias y suplementos culturales, y ha editado numerosos textos de clásicos españoles contemporáneos (especialmente Juan Ramón Jiménez, pero también Valle-Inclán, Azorín, Mauricio Bacarisse, Camilo José Cela, Miguel Hernández, Leopoldo de Luis, José Hierro, etc.), además de una importante antología de poesía española del sigo XIX precedida de un amplísimo estudio o de otra, muy celebrada por críticos situados a uno y otro lado del espectro político, de la poesía de la guerra civil española de 1936/1939. En 1972 obtuvo el premio Fray Luis de León y, posteriormente el Premio Nacional de Traducción, por su versión de Poemas, de Paul Éluard. Fue el organizador de los grandes congresos sobre Juan Ramón Jiménez, en La Rábida, 1981, (que cambió la crítica sobre la obra del poeta) y sobre Antonio Machado, en Sevilla, 1989, así como Secretario General de los Congresos Internacionales de la Lengua Española de Rosario (Argentina) y Cartagena de Indias (Colombia).
Ha sido uno de los primeros introductores de la reflexión semiótica en España y, con esa visión, ha llevado a cabo estudios no únicamente sobre textos literarios, sino también sobre cine, teatro y otros aspectos de nuestra cultura. Fue un temprano especialista del estudio de las relaciones del cine y literatura. En los últimos años ha estudiado el Simbolismo, ofreciendo una visión europea y no nacionalista de la literatura española moderna. La edición portuguesa de Lectura de lo oscuro fue elegida como uno de los diez mejores libros del año. Este volumen y La verdad convenida. Literatura y comunicación sistematizan lo esencial de sus planteamiento teóricos. Consejero de varias revistas profesionales, es director de la revista electrónica Semiosfera.