EUTIMIO MARTÍN/ Miguel Hernández
Más allá del mito
EUTIMIO MARTÍN 07/03/2010
Emprender una biografia no es tarea fácil. El autor francés Pierre Assouline decía que el biógrafo es una mezcla de policía, soplón y barrendero. Esta fórmula es sin duda más llamativa que la subyacente, menos ingeniosa, pero de mayor propiedad: un biógrafo ha de reunir la triple condición de investigador, informador y archivista de documentos, orales y escritos.
El trabajo del biógrafo adquiere consistencia cuando acierta a describir el sentido de una vida. Esto es: si logra conseguir la unidad en la diversidad. Tratándose de Miguel Hernández, parece obvio que todo biógrafo ha de contestar a esta ineludible pregunta: ¿cómo el hijo de un cabrero analfabeto (el padre de Miguel Hernández es incapaz de firmar el certificado de matrimonio), sin haber podido ni siquiera terminar primero de bachillerato, llega a ser un poeta clásico de la literatura española del siglo XX? Y la respuesta se impone: precisamente porque no le dejaron terminar primero de bachillerato, el adolescente Miguel Hernández se insurge contra la imposición paterna (“de padre cabrero, hijos cabreros”) y, consciente de su valía intelectual, rubricada por la cosecha de dignidades en el colegio Santo Domingo, decide ejercer el oficio de poeta. En este irreversible propósito se reafirma cada vez que ha de pasar de largo con sus cabras, por delante de la puerta del colegio, abriéndose camino entre sus ex condiscípulos. Para más inri, las cabras se paran a frotarse el lomo contra el saledizo de la fachada.
El biógrafo va a vivir una vida ajena sobre la que tendrá que evitar la proyección de la suya propia. La impronta autobiográfica del biógrafo de Miguel Hernández es con frecuencia visible en el cariz político que imprime a su texto. Extrema derecha y extrema izquierda han marcado al poeta oriolano con su impronta. Por el lado comunista se destaca el “retrato lírico-vital” del paraguayo Elvio Romero. En Miguel Hernández. Destino y poesía (1958) implanta de manera imperecedera en la hagiografía hernandiana, la estrambótica escena final de un Hernández agonizante, arrastrándose “en medio de la soledad y el silencio” de la enfermería para escribir en la pared: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos / despedidme del sol y de los trigos” [Esto es de Antonio Aparicio, lo puso Elvio Romero como de Miguel]. Y, como se le hace muy cuesta arriba para enriquecer la ejemplaridad comunista que Hernández no se alistara en las filas republicanas hasta septiembre de 1936, le inscribe en el Quinto Regimiento ya en el verano del 36, antes de irse el poeta a Orihuela.
En cuanto a la recuperación franquista del autor de Viento del pueblo sobresale la primera biografía publicada en España: Miguel Hernández, poeta (1958), obra del jefe de la sección de producción dramática de Radio Nacional de España Juan Guerrero Zamora, según el cual el poeta no fue franquista por ignorancia, ya que no vio “en los ideales de Franco esos mismos ideales de amor, de respeto, en suma: de justicia social que él tenía”. No podía ser por menos, puesto que Hernández “es un hombre radicalmente religioso y –por español– radicalmente cristiano”. En cuanto a su condena a muerte, remacha el clavo: “Fue por exacta justicia por lo que se penó su actuación como se penó”. Seria injusto no votar por la inclusión de Juan Guerrero Zamora en el Guinness de la indecencia intelectual.
De donde se deduce que el trabajo del biógrafo se complica con una ineludible tarea previa de descombro para alcanzar un mínimo de veracidad histórica. Se impone liberar al personaje de los prejuicios y tópicos que coartan, amputan o desfiguran su auténtica dimensión humana. Hay que evitar a toda costa la solución de la facilidad y librar combate contra los prejuicios facilitados a veces por el propio protagonista.
En nuestro caso, esta labor es ímproba. Ha sido el propio Miguel Hernández quien más ha contribuido a levantar el lastimero mito de la pobreza familiar. La identidad equívoca de “pastor de cabras” le sirve de tarjeta de visita debidamente confirmada por un atuendo que más corresponde a un look propagandístico que a una vestimenta consecuente. Lorca no le perdonará que le eclipse en las selectas reuniones del diplomático chileno Carlos Morla Lynch. Hasta la Guerra Civil española no deshará el equívoco: “Sí, soy pastor de cabras, pero de las cabras de mi padre”.
El hecho fue que no sufrió tanto penuria económica como miseria afectiva. Pasemos por alto el cruel desapego de un padre que no asistió a su entierro y que se limitó, como oración fúnebre, a un: “Él se lo ha buscado”. En cuanto pareja, Miguel y Josefina no reeditaron el idilio de Romeo y Julieta. Hernández era un hombre apasionado, con una carga de sensibilidad afectiva y erótica muy intensa. Su novia, víctima de una educación religiosa en extremo constrictiva, y de temperamento muy apocado, no podía corresponderle. Durante la guerra, apenas casados, se metió en casa tras el fallecimiento de su madre y ya no salió de ella. En la época carcelaria no fue a verlo mas que en Orihuela y Alicante. Y en su correspondencia no le ahorró preocupaciones y quejas, incluso de orden doméstico, hasta el punto de tener que recordarle el poeta que quien estaba en la cárcel era él. Es evidente que el asesinato del padre y el calvario del marido no le facilitaban la existencia. Posiblemente no resistió a una depresión crónica ocasionada por tan cruel adversidad. Pero Miguel encajaba difícilmente el hecho de que, a diferencia de sus compañeros de prisión, él no recibiera nunca, fuera de su tierra, la visita de su esposa. Es posible que no tardara Miguel en desengañarse respecto a su compañera. Apenas formalizado el noviazgo, rompió con Josefina cuando se le abrió la perspectiva de otra relación amorosa, y volvió con ella cuando no le quedó más remedio que dar satisfacción a su irreprimible deseo de paternidad.
Quizá el obstáculo mayor que ha de vencer todo biógrafo de Miguel Hernández que se respete sea el que han fabricado las fuerzas vivas intelectuales de Orihuela. No en balde, es la única municipalidad española que ha levantado un monumento al caudillo Francisco Franco tras su fallecimiento. Estos inconsolables huérfanos del dictador no pueden admitir que alguien, que ellos bien conocen, de tan baja extracción social y comunista por añadidura, haya podido escalar por sus propios medios un puesto tan destacado en la lírica española. De aquí la importancia decisiva absurdamente concedida a Ramón Sijé y al sacerdote Luis Almarcha, de quienes consideran hechura la fama de su paisano.
Ramón Sijé no merecía el grotesco trato laudatorio que le han infligido sus hagiógrafos consagrándole como mentor literario de Miguel Hernández para restarle relieve al autor de Viento del pueblo. Ofició eficazmente de padrino para que Perito en lunas tuviera acceso a la imprenta. Era lo que Hernández necesitaba, y le venían anchos los gurús literarios que han pretendido ser Sijé y Almarcha. El primero pensaba servirse del poeta como instrumento lírico para conseguir implantar una política de absurda teocracia. Pero le salió el tiro por la culata porque fue finalmente el amigo “con quien tanto quería” quien se aprovechó de él y lo dejó tirado cuando ya no le era de ninguna utilidad. El contacto con José Bergamín le separó de Ramón Sijé. Y la amistad con Pablo Neruda le alejó definitivamente. Los dos, Sijé y Hernández, hicieron lo imposible por lograr un desclasamiento social acorde con sus innegables dotes intelectuales. A Sijé le aterrorizaba la proletarización que acechaba a su familia, dada la ruina inminente del negocio familiar. A Hernández le repateaban las cabras. Pero Ramón Sijé murió agotado en el empeño, no sin antes haber embarcado a nuestro poeta en un catolicismo fascistoide en el que daba sopas con honda a José María Pemán. Miguel, en justo pago a la ayuda recibida, sacó a su amigo del anonimato elevándole al podio de una elegía antológica.
Respecto al canónigo Luis Almarcha nos parece desacertado convertirle en el chivo expiatorio del asesinato a fuego lento del poeta. No cabe la menor duda de que fue responsable tan importante personaje, aunque no fuera más que por omisión, del prolongado suplicio. Responsable, pero no culpable. Sobre la Iglesia católica en cuanto institución, a cuyo servicio oficiaba con ejemplar dedicación el vicario del obispado de Orihuela, ha de recaer stricto sensu la culpabilidad de la pasión y muerte de Miguel Hernández. Si la Iglesia, a través de su emblemático funcionario Luis Almarcha, consideró que Miguel Hernández había traicionado la confianza y ayuda que se le había dispensado, el agazapado, pero activo, tribunal del Santo Oficio no podía por menos de apoyar la sentencia de condena a muerte que en su lugar dictó y terminó por ejecutar el brazo secular.