El sábado se conmemoró el primer centenario del
nacimiento de Miguel Hernández (Orihuela, 1910-Alicante, 1942). Dos años
antes, pasó por la cárcel de Palencia. El poeta pisó por vez primera
suelo palentino el día 23 de septiembre de 1940. En la cárcel de
Palencia permaneció durante dos meses cumpliendo una pequeñísima parte
de la condena a treinta años de prisión que un juzgado militar le había
impuesto por su participación en el bando republicano durante la guerra
civil. Y fue en Palencia donde cumplió los treinta años de edad, su
penúltimo cumpleaños.
La cárcel de Palencia fue un eslabón en la cadena de
presidios que el poeta oriolano conoció tras la guerra civil. Temeroso
de la represión franquista, Miguel Hernández huyó a Portugal con la
intención de llegar hasta Lisboa para solicitar asilo político en la
embajada chilena. Pero nada más cruzar la frontera por Rosal de la
Frontera, fue capturado por la policía portuguesa y entregado a las
autoridades franquistas. Fue aquí donde comenzó el final trágico del
poeta. Rosal de la Frontera, Huelva, Sevilla, Orihuela, Madrid,
Palencia, Ocaña y Alicante fueron las ciudades y prisiones por las que
Miguel Hernández fue arrastrando su pena y dejando su salud.
El traslado de Miguel Hernández a la antigua Prisión
Provincial de Palencia se produjo entre la noche y la mañana de los días
22 y 23 de septiembre de 1940 en vagones de mercancías, en un penoso
viaje que duró más de dieciséis horas.
En este destino a una ciudad tan distante de su tierra
natal, algún biógrafo del poeta ha querido encontrar una falsa
justificación atribuyendo el traslado a una equivocación del funcionario
que tramitó el mismo y que presumiblemente cambió el nombre de Palencia
por Valencia, ciudad esta última mucho más cercana a su tierra natal y a
su familia.
El poeta fue enviado a la capital palentina junto con
otros 244 presos, entre los cuales, al igual que el propio Miguel,
también había muchos condenados a penas de treinta años de prisión. Una
parte de aquellos reclusos fueron ingresados en el antiguo manicomio,
habilitado como prisión provisional, mientras que el resto, entre ellos
Miguel Hernández, fueron internados en la Prisión Provincial de la
avenida de Valladolid.
La llegada al nuevo destino carcelario coincidió con la
celebración de la fiesta de la Merced. Las guirnaldas, cadenetas y demás
elementos ornamentales de la prisión de Palencia infundieron una falsa
imagen a los recién llegados. Era una cárcel celular concebida para una
población reclusa inferior a cien presos. Pero con la llegada de esta
expedición, el número de reclusos sobrepasó el millar. El hacinamiento
era total y Miguel Hernández, que fue destinado a la celda número 23,
tuvo que compartir su reducido espacio de seis metros cuadrados con
otros nueve reclusos.
A las duras normas carcelarias se sumaron el frío y la
pésima alimentación. Miguel Hernández comenzó a sentirse solo y necesitó
buscar refugio en algunos de sus compañeros de presidio. En Palencia, a
diferencia con Madrid, no tenía amigos que le visitasen en la cárcel o
que le llevasen comida. Su consuelo estuvo en la tarjeta postal que cada
semana podía escribir a su familia y en la espera de poder recibir
noticias de su mujer.
Durante los dos meses que Miguel Hernández estuvo preso
en la cárcel palentina escribió a su mujer en nueve ocasiones. Del
contenido de las cartas del poeta se entreven algunos aspectos sobre
cómo fue su estancia en Palencia. El régimen disciplinario de la cárcel
le impidió escribir a su esposa unas cartas tan extensas como las que le
enviaba cuando estaba preso en Madrid, y Miguel Hernández tuvo que
aprovechar al máximo el reducido espacio de esas tarjetas postales.
En la relación epistolar mantenida desde Palencia, Miguel
Hernández y su esposa se mintieron mutuamente para eludir sufrimientos y
preocupaciones, pero los dos sabían que la realidad era otra muy
distinta. En el análisis del contenido de esta correspondencia se ven
los encubrimientos consoladores a los que recurre el poeta. En un
intento de evitar sufrimientos a su esposa, Miguel Hernández pocas veces
le contó la verdad. Casi siempre intentaba convencerla de que su
situación era buena, pero la realidad era todo lo contraria. Un claro
ejemplo de esos engaños a su esposa es que cuando fue trasladado a
Palencia, aún no le había comunicado que estaba condenado a treinta años
de cárcel, ni tan siquiera antes le había dicho que había estado
condenado a la pena de muerte.
Las tres primeras semanas de estancia en la cárcel de
Palencia fueron muy angustiosas para el poeta por la falta de noticias
de los suyos. Los días de las semanas transcurrieron esperando
ansiosamente noticias de su esposa. La melancolía por la ausencia de sus
seres queridos intentó ser mitigada mediante la contemplación de una
fotografía de su hijo, «a la que doy mi repaso diario», según le decía a
su mujer en la tarjeta escrita el 14 de noviembre.
A su estado de preocupación por el alejamiento de sus
seres más queridos, Miguel Hernández tuvo que enfrentarse a otros dos
serios problemas en la prisión palentina: el frío y el hambre.
La alimentación de los reclusos en la cárcel de Palencia
fue pésima. Miguel Hernández palió aquella situación comprando alguna
vez alimentos en el economato de la prisión, gracias a la ayuda
económica que ocasionalmente recibió de sus padres. En otras ocasiones,
fue la solidaridad de los propios reclusos, sobre todo los que tenían
familia en Palencia y les llevaban alimentos a la cárcel, los que
contribuyeron a mitigar el hambre del poeta.
El otoño de 1940 fue extremadamente frío en Palencia.
Miguel Hernández esperó ansiosamente la ropa de abrigo que había pedido a
su esposa. Una cazadora, unos pantalones, ropa interior y unas botas,
porque las alpargatas que calzaba no impedían que se le congelasen los
pies. En una de sus tarjetas, Miguel Hernández describió a su esposa
cómo era aquel gélido otoño palentino: «Hace frío de verdad aquí. Al que
le da por reírse, le queda cuajada la risa en la boca, y al que le da
por llorar, le queda el llanto hecho hielo en los ojos».
Convencido de que en su nuevo destino carcelario debía
pasar una larga estancia, Miguel Hernández intentó convencer a su mujer
para que se trasladase a vivir a Palencia, donde, según le decía, «no
falta el pan y podrás trabajar como modista (…), y el frío,
acostumbrándose a él, es saludable, y nuestro hijo se criará más fuerte,
porque esto es muy sano».
Durante su estancia en Palencia, la producción poética de
Miguel Hernández fue prácticamente nula. En alguna ocasión, encargó
comprar tinta y papel a la familia de un compañero de presidio. Solo
quedan los recuerdos de algunos compañeros de cárcel que en su día
poseyeron algún poema escrito y dedicado por Miguel Hernández y que el
tiempo y el exilio hicieron desaparecer.
Dos meses después de su llegada a Palencia, en la
madrugada del día 24 de noviembre, Miguel Hernández fue entregado, a las
dos de la madrugada, a una pareja de guardias civiles cuya misión era
la de custodiar al poeta hasta su nuevo destino en la prisión de Ocaña.
Atrás dejaba la ciudad de las mantas y el frío tan intenso que,
presumiblemente, pudo llegar a afectarle gravemente.
El deterioro de la salud del poeta durante su estancia en
Palencia ha supuesto todo tipo de conjeturas. Han sido varios los
biógrafos que, sin testimonio alguno, han afirmado con total seguridad
que Miguel Hernández enfermó de neumonía en esta cárcel. El frío extremo
de aquel otoño palentino, el hambre o las malas condiciones de higiene
de la prisión fueron circunstancias en las que cualquier recluso podía
contraer todo tipo de enfermedades. Pero ninguno de los compañeros de
Miguel Hernández en la cárcel palentina recordaba que aquí enfermase o
que se le llegase a prestar atención en la enfermería de la prisión.