(Oleo de Palmeral. "Miguel en: Mi casa está pintada...) |
Tomado del artículo de Manuel Cifo González, titulado "Tradición y Vanguardia" en Miguel Hernández
5.5. La cárcel y la muerte (1939-1942)
El que sería su último libro, Cancionero y romancero de ausencias,
compuesto entre octubre de 1938 y septiembre de 1939, fue entregado por
Miguel a su esposa en dicho mes de septiembre y permanecería inédito
durante varios años.
Esta
primera versión, en forma de cuaderno, es una especie de diario íntimo
compuesto por 79 poemas en los que recoge, de forma muy intimista no
exenta de cierta resignación, episodios de su vida como pueden ser, por
citar algunos ejemplos, la muerte de su primer hijo, la alegría por el
nacimiento del segundo, la dura separación de la esposa amada, los
momentos finales de la guerra y las consecuencias de la derrota,
incluida la condena a pena de muerte. Posteriormente, el poeta
continuaría escribiendo algunos textos más hasta 1941, de manera que los
editores llegaron a recoger unos ciento treinta poemas.
En
este libro, en el que Miguel Hernández alcanza la expresión de su
madurez poética, observamos cómo la metáfora se eleva hacia sus cotas
más altas de perfección y de expresividad, no exenta de cierto sabor
surrealista, y cómo el poeta prescinde de todo aquello que resulte
superfluo o no sea absolutamente esencial. De ese modo, nos encontramos
ante una poesía que busca, ante todo, la verdad humana y que se muestra
casi desnuda de artificio –hasta suele eludir elementos gramaticales y
signos gráficos-, como aquella poesía de inspiración juanramoniana, que
hemos podido ver en sus primeros tiempos.
Una
poesía, además, plasmada en poemas breves y versos cortos -algunos de
ellos podrían ser considerados auténticas sentencias quintaesenciadas-,
con metros más tradicionales, en forma de canciones, romances,
romancillos y coplas, en la que son muy frecuentes los paralelismos, las
correlaciones, las similicadencias, las reduplicaciones y los versos en
forma de estribillos, con un claro
predominio de la rima asonante, aunque en algunos poemas encontramos
rima consonante (como es el caso, por ejemplo, del poema “No quiso
ser”). Todo ello contribuye a dotar a sus poemas de cierta musicalidad y
a situarla en evidente cercanía con esa poesía de inspiración
neopopular que, en ocasiones, nos recuerda a su admirado Federico García
Lorca.
No
obstante, incluye en el libro algunos poemas de arte mayor, en su mayor
parte compuestos en serventesios alejandrinos, como se puede ver en
“Vida solar”, “A mi hijo”, “Ascensión de la escoba” y en el tríptico
titulado “Hijo de la luz y de la sombra”. Además, aparece algún poema
escrito en cuartetos alejandrinos -“Sonreír con la alegre tristeza del
olivo”-, y algún otro en verso blanco y con un verso de pie quebrado,
como “Orillas de tu vientre”.
En
cuanto a los diversos asuntos tratados por el poeta, nos parece
interesante destacar aquellos que están referidos al ámbito familiar:
los besos a la mujer amada; la ausencia y la distancia -que acrecientan
aún más las tres famosas heridas: la del amor, la de la muerte, la de la
vida-; el
vientre de la amada; la muerte de su primer hijo; el nacimiento del
segundo; la guerra; la cárcel, o el hambre. Y, en cuanto a los temas
tratados, hay que apuntar que, junto a los ya habituales en su poesía
anterior, cobran especial protagonismo las aves, el olivo, la higuera,
el mar, la tierra y el ataúd.
Todos
estos temas dotan a sus poemas de una verdadera voz propia, muy
intimista, gracias a la cual el poeta se aparta de muchas de las
influencias literarias recibidas hasta el momento, para adentrarse en la
búsqueda de sus raíces personales, en lo más íntimo de sí mismo. Así
parece indicarlo la nota que escribió en la tapa del cuaderno entregado a
su esposa: “Para uso del niño Miguel Hernández”.
Como ejemplo de esta poesía del Cancionero y romancero de ausencias,
podemos fijarnos en el poema titulado “A mi hijo”, en el que el padre
establece una especie de emotivo soliloquio ante el cadáver del hijo,
que ha muerto con los ojos abiertos, mirando cara a cara a la muerte,
como mueren los valientes. Y, en tal sentido, conviene añadir que,
curiosamente, también Miguel Hernández murió con los ojos abiertos.
El
entierro del hijo -la devolución de su cuerpo a la remota sombra que se
lo traga y lo lleva hasta lo más hondo- se lleva a cabo en un día
oscuro, lluvioso, húmedo y sin sol. Esto es así porque, durante los diez
meses que ha vivido Manuel Ramón, éste ha sido un sol radiante,
esplendoroso. Ahora es un sol muerto, anochecido, eclipsado.
A
pesar del dolor y el desconsuelo, el poeta vuelve los ojos hacia la
madre arrinconada y le dice que abra los ojos, que la vida continúa,
pues hay otro hijo para cuyos ojos todavía existe la luz de la alborada.
Y también hay luz para los ojos de la esposa, aunque su vientre es
semejante a una estéril noche desolada.
Para
quien casi no quedaba luz era para el propio Miguel Hernández, cuya
muerte supuso una nueva pérdida para la amada esposa y, también, para la
poesía española. Aunque, afortunadamente, después de casi cien años de
su nacimiento, su poesía resplandece como un día lo hicieran los ojos de
ese hijo muerto y los suyos propios.