Las últimas lágrimas de Miguel Hernández
Por Vicent Vercher Garrigós
El 21 de marzo de 1942 llega una orden para trasladar al enfermo al sanatorio de Porta-Coeli en Valencia. Acaso, después de la boda, Almarcha había decidido por fin intervenir. Pero es ya demasiado tarde y los médicos deciden que no vale la pena mover al poeta. Josefina, acompañada de Elvira, la hermana de Miguel, le hace la que será su última visita. Al constatar que ha venido sin el niño, el poeta llora amargamente. “Te lo tenías que haber traído”, murmura. “Tenía la ronquera de la muerte”, escribirá Josefina en sus memorias, “yo le toqué los pies y los tenía fríos y con rodales negros”. Después, idas ya su mujer y Elvira, sólo consuela al moribundo, cubierto todo el cuerpo de pus, la presencia de Joaquín Ramón Rocamora, que recoge una de sus últimas frases, una exclamación: “¡Ay, hija, Josefina, qué desgraciada eres!”.
Fallece a las 5.30 horas de la mañana del sábado 28 de marzo de 1942.Tiene los ojos abiertos, como su primer hijo malogrado, y nadie se los logrará cerrar (es el resultado del acusado hipertiroidismo que padece el poeta). Se deniega el permiso para hacerle una mascarilla mortuoria. Por suerte, el preso José María Torregrosa, que es escultor, burla la vigilancia y logra ejecutar dos dibujos a lápiz del cadáver, los ojos abiertos de par en par. Sólo faltaba captar el hedor. Los amigos del poeta consiguen poner a salvo sus escritos, conservados en dos bolsas.
Hubo, al final, un poco de caridad cristiana cuando el director del reformatorio permitió que desfilasen los presos delante del poeta, amortajado por sus amigos y expuesto en el patio, y hasta que la banda de la institución tocase la Marcha fúnebre de Chopin. A la puerta esperaban Josefina y unos familiares para hacerse cargo del ataúd y llevarlo al cementerio. Entre ellos no estaba el padre del poeta, que hasta el final se había negado a verle. “Llegados al camposanto alicantino de Nuestra Señora de los Remedios”, relata Ferris, “nadie pudo quedarse a velar el cuerpo de Hernández aquella noche, por ser lugar a donde aún llevaban a fusilar a los presos condenados”. Lo enterraron, pues, a la mañana siguiente.
Unos días después, el padre de Miguel declaró, cuando fueron a darle un pésame que ni necesitaba ni se merecía: “Él se lo ha buscado”.
Pablo Neruda lo experimentó de otra manera, allá en México. “Un asesinato más se agrega a los muchos y terribles”, escribió a Juan Ramón Jiménez, pensando acaso en Lorca. “Pero, tal vez nunca me sentí más mal herido y creo que a usted le pasará lo mismo”.
A Juan Ramón, sí, le pasó lo mismo. En 1948, en Argentina, después de criticar la actuación durante la guerra de León Felipe y de elogiar la del poeta cubano Pablo de la Torriente (el comisario amigo de Miguel) y del músico Gustavo Durán, general del Ejército republicano, escribió: “De los poetas españoles muertos durante la guerra, los más señalados fueron Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández. De ellos, el que peleó en los frentes y no quiso salir de su cárcel, donde se extinguía tísico y cantando sus amores, mientras otros compañeros siguieron detenidos, fue Miguel Hernández, héroe de la guerra. Decir esto que yo digo es justo y es exacto”.
Sí, justo y exacto. Con la muerte de Miguel Hernández, el nuevo régimen, ahora consolidado gracias a la traición de las llamadas democracias europeas, mostró una vez más su verdadero rostro.