("Miguel Hernandez y Orihuela" Composición de Ramón Palmeral en 2010)
UN
DÍA MEMORABLE
Por Antonio Ángel Parra Ruiz
A Miguel Hernández, en el 111 aniversario de
su nacimiento; dedicándole el presente Relato, que viene a ser como una
rememoración de sus alegres y deliciosas excursiones con sus amigos Carlos
Fenoll, Efrén Fenoll, José Murcia Bascuñana, Manuel Molina y Ramón Pérez (todos
ellos compañeros de la Tahona), a la Cruz de la Muela y a los parajes
maravillosos de la huerta oriolana.
Éste Relato también va dedicado:
A mi querida esposa Piedad, entusiasta
hernandiana, con mucho cariño; en su Memoria y recordando nuestras prodigiosas excursiones
en el pueblo de Osceda.
Rafael y
Teresa, jóvenes de 25 y 22 años de edad, formaban una de las innumerables
parejas de recién casados, que vivían en su localidad de nacimiento, Osceda; un
pueblecito del sureste andaluz, que ostentaba la cabecera del partido judicial
de su comarca, situado en el interior peninsular; de calle rectas y casas de
fachada encalada; con amplios miradores y artísticos enrejados en balcones y
ventanales cubiertos de flores; conservando esa vieja raigambre andaluza.
Aquel día del
mes de agosto -tal como solían hacerlo, a menudo, en estos meses veraniegos- organizaron
una excursión a un paraje pintoresco de la localidad, situado en sus confines.
Entre los organizadores y participantes, se encontraban parejas de amigos y,
paisanos conocidos con sus respectivas familias; y un matrimonio de Madrid, que
veraneaba allí desde hacía varios años, cuyos integrantes habían participado
también en otras expediciones anteriores. Este matrimonio estaba formado por
Pablo y Remedios, de 30 y 28 años, respectivamente; los cuales habían intimado
con Rafael y Teresa, naciendo entre ambas parejas una gran amistad.
Pablo era
pintor y había expuesto su obra, principalmente, en salas y museos de la
capital de España; también, en otras de bastante importancia; siendo muy
reconocido. Era alto y de cuerpo enjuto. Tenía el cabello lacio, alargado y
recogido en una coleta; de nariz recta, bajo la cual descansaba un artístico, fino
y recortado bigote; sus ojos, de color castaño, despedían un fulgor o
melancolía y, en la boca, siempre esbozando una enigmática sonrisa. Vestía camisa
de seda, blanca y desmangada, con chaleco gris oscuro; pantalón, también gris,
a juego con el chaleco; la cabeza cubierta con sombrero tirolés y zapatillas
negras.
Su mujer,
Remedios, llevaba el pelo corto y desparramado formando artísticas
ondulaciones; su rostro representaba a una menina por los carrillos con
rosetones, incorporando unos labios gruesos y sensuales; los ojos eran
hermosos, alegres y expresivos. Se la veía oronda, sin llegar a excesiva
gordura, y de estatura algo inferior a su marido; por lo que su figura le
confería un aspecto agradable y gracioso. Vestía blusa blanca; falda azul
celeste plisada, y mocasines blancos. Eran ambos muy dicharacheros, y su
lenguaje tenía la jerga y el dejo castizo y chulapón madrileño.
El día
anterior a la excursión hicieron los preparativos del viaje, designándose los
cocineros, cicerones, vigilantes para la tropa menuda, etcétera; aportando cada
uno las viandas y bebidas para la causa común. El trayecto debía efectuarse en
camión, como era lo acostumbrado por aquél entonces en estas clases de giras;
por considerarse más apropiado y, adaptarse mejor a las dificultades del
terreno; el alquiler del vehículo, se convenía con el dueño por un precio
módico, que lo hiciese asequible para todos. El carruaje se cubría con un toldo
en su techo, para preservar a los pasajeros del sol o de la lluvia, en el caso
de una eventual tormenta veraniega; y se acondicionaba su interior con bancos
para sentarse los viajeros.
Al albor del
día pertinente, ya los excursionistas se encontraban acomodados en sus asientos
respectivos y el vehículo comenzaba su rodadura. La jornada se conjeturaba como
espléndida, libre de fenómenos atmosféricos que pudiesen enturbiarla, pues a
unas nubes delgadas, grises y blancas, se opuso un sol radiante; cuyos rayos,
en principio suaves y nebulosos, las iban apartando y diluyendo, hasta quedar
un cielo diáfano y desprovisto de obstáculos.
Desde el
principio del viaje, Pablo y Remedios simpatizaron con todos los excursionistas
y, para hacer el trayecto más llevadero y agradable lo amenizaban con anécdotas
y chascarrillos que, la mayoría de las veces, versaban sobre la polifacética
vida del artista, contados muy sui generis
con esa chispa que le daban, por lo que se hicieron los anfitriones. Así
iba transcurriendo la travesía entre charlas, canciones y chistes. Entre las
canciones, que eran acompañadas con guitarra y armónica, destacaban las de tipo
popular o regionalista, como las de “Asturias,
patria querida”, o las de “Granada”,
“Valencia” o “Canto a Murcia” de la zarzuela “La
Parranda”; también incorporaban alguna otra de carácter más localista, como
esta alegre tonadilla, que llevaba el estribillo siguiente:
El que quiera madroños, vaya a la Sierra;
porque ya está madurando la madroñera.
Me gustan las mujeres por el refajo,
estrechito de arriba y ancho de abajo.
Virgen de la Cabeza, ¡Santas benditas!,
al pie de Marmolance tiene la ermita.
Al mismo
tiempo que coreaban estas coplas, las acompasaban con palmas como las canciones
que cantan por sevillanas.
Mientras
tanto, el camión rodaba por la carretera lisa y asfaltada de la salida de la
Ciudad, a cuyo alrededor se divisaban los terrenos de cultivo de la feraz
huerta, repleta de árboles frutales. Los sembrados aparecían sugestivos,
pletóricos y verdosos; contrastando con el rojo intenso de las amapolas. Después,
el vehículo tomó un camino forestal pedregoso y polvoriento donde, en los
terrenos de alrededor, se descubrían los rastrojos que quedaban de la reciente
siega: sus parcelas estaban delimitadas por caballones terrosos, levemente
recubiertos por una fina hierbecilla y por cardos, espinos y más allá, a los
pies del cercano monte, por cactos y palmiteras. El paisaje fue cambiando
paulatinamente hasta adentrarse en la zona boscosa y en el corazón del monte.
Allí, el camino se hizo más frondoso, hasta quedar abrigado en su totalidad y
oscurecido por enormes pinares, que dejaban pasar, al trasluz, levemente, los
rayos del sol.
Ya las
riberas del camino aparecían rellenas y verdeando, sembradas de florecillas
silvestres; de madroños pletóricos con su atrayente fruto bermellón; de
manzanilla de tallo suave y delicado, que se mecía coquetona al contacto del
débil airecillo mañanero, amarilleando el camino y emulando a las plantaciones
de los gigantescos girasoles; de tojos; de brezos; de zarzas cubiertas de moras
negruzcas y rojizas, y una gran amalgama de todas las especies. De lo profundo
del monte y de las sierras cercanas, llegaban, y se confundían, las emanaciones
de las distintas plantas aromáticas silvestres; que embriagaban y eran
aspiradas con avidez por los viajeros: del espliego, la retama, el tomillo, la
salvia, la misma manzanilla, y otras muchas imposible de enumerar.
Conforme
avanzaban, el camino iba espesándose más, y cerrándose, hasta tocar las ramas
de los árboles la cabina y laterales del camión. Los pinos fueron dejando paso
a grandes alamedas, cubiertas de altos y gruesos chopos, cuyas explanadas
invitaban al relajamiento y descanso corporal. En el lateral de una alameda y
bordeándola, discurría un río truchero y de barbos, que se formaba en los
fontanales y cumbres nevadas de la sierra. El agua corría con gran rumor,
despeñándose por pedregales y zonas escarpadas, formando cascadas, y en terreno
llano, se remansaba en la orilla, apareciendo pura y transparente: en su seno
reposaban los cantos rodados arrastrados, brillantes de la luz solar, con sus
cuerpos redondos y pulidos por el lamido constante de las cristalinas aguas. Un
poco más allá, aparecía otra explanada, entornada por gigantescas y milenarias
secoyas (árboles milenarios que alcanzaban un grosor y maravillosas alturas inverosímiles),
conformando un lugar paradisíaco y eterno. Los pinares formaban, a sus pies, un
lecho alfombrado de piñas secas y hojas aciculares hirientes, que se
resquebrajaban, escuchándose un leve rumor al pisar el camión sobre ellas; a
sus copas, acudían multitud de avecillas, para descansar unas y, buscando
otras, el delicioso fruto del piñón: al pasar el vehículo cerca de las aves,
éstas, atemorizadas, remontaban el vuelo desperdigándose en bandadas, dejando
ver sus abigarrados cuerpos alados. En otro lugar, aparecían milenarios,
apolíneos y majestuosos robles; alcornoques; acacias; castaños; plátanos;
encinas, y otras especies de arbolado: sus lechos, estaban forrados de un
mullido y refrescante césped.
Mientras se
distraían y contemplaban el excelso paisaje, pasaron unas tres horas de azorado
viaje discurriendo por un sendero estrechísimo entre cañadas, llanuras
interminables, y montes de vegetación densa y oscura. Iban con los huesos
molidos de los vaivenes bruscos del camión, por los grandes desniveles del
terreno: ahora, subiendo empinadas cuestas (temiendo una posible parada del
renqueante motor del vehículo); luego, bajando por laderas casi verticales, con
precipicios a ambos lados.
Llegaron a
una planicie desprovista de vegetación, lugar destinado como fin de trayecto;
por lo que aparcó el camión en el borde lateral izquierdo de aquélla, a unos quince
metros del inicio de una gran alameda. Ésta, desembocaba en un paraje
pintoresco denominado Las Fontanas;
nombrado así, por los innumerables manantiales que posee y arroyos que lo
atraviesan.
Bajaron Rafael,
Teresa, Pablo, Remedios y los demás pasajeros del camión, todos condolidos;
desentumeciendo los músculos de sus cuerpos magullados, dando breves paseos por
la alameda, donde se afincaron en una explanada totalmente rodeada de árboles
centenarios. Más tarde, trasladaron desde el camión hasta este lugar de
destino, los numerosos bártulos y objetos que iban a utilizar: unos para la
comida; otros para la diversión y, por último, para realizar excursiones por
los alrededores inmediatos; así que, descargaron del vehículo mochilas;
cantimploras; una gran sartén; los trébedes para cocinar; mesas; sillas y las
viandas para comer. De bebidas, disponían de botellas de cerveza y deliciosos
vinos, pero, sobre todo, de recipientes de vino
del país, como le llaman los lugareños a deliciosos caldos elaborados en
lagares rústicos de la localidad que, aunque bajos en grados, no por ello,
dejan de competir con los demás, en cuanto a paladar y dulce acompañamiento en
las comidas. Las bebidas, frutas y verduras, las llevaban en neveras portátiles
para conservar el frescor; sin embargo, al llegar, depositaron especialmente
los melones y sandías en el interior de la orilla de un meandro del río
truchero; que se remansaba y cruzaba silencioso rodeando la alameda: su gran
frescor, por proceder de la nieve del monte y los nacimientos de agua, seguía
actuando de nevera. A su alrededor colocaron peñascos, como un muro de
contención, para evitar que la corriente los llevara, dejándolos aquí hasta la
hora de la consumición.
Una vez que
terminaron de efectuar los emplazamientos de víveres y enseres, los jóvenes,
organizaron pequeñas excursiones a pie por los alrededores, acordando en que
los de edad avanzada y los niños esperaran en el lugar, hasta el regreso de
aquéllos.
Antes de todo,
comenzaron a desayunar, basándose en pan y embutido casero, elaborado en las
mismas casas de los excursionistas; donde se practicaba la tradicional matanza del cerdo. Para realizar el
almuerzo, unieron las mesas extensibles -depositando encima de ellas los
alimentos y bebidas- colocando a su alrededor las sillas; sentándose a
continuación los comensales. Éstos, mientras comían, acompañaban de vez en
cuando, al refrigerio, de refrescantes y deliciosos tragos de vino; escanciando
directamente, con parsimonia, desde las repletas y frías botas o porrones, a
los secos y avarientos gaznates. Entre bocados y tragos de vino y cerveza, los
concurrentes no dejaban de alabar, en los descansos, las excelencias del manjar
y el suave picor del vino; contando, mientras tanto, chistes y ocurrencias.
Terminado el
desayuno, las personas mayores, para entretener el ocio, se sentaron en corros
alrededor de las mesas, mientras depositaban en éstas las barajas de naipes; juegos
de dominó, parchís, ajedrez, y otros apropiados; los pequeños se dedicaron a
correr, saltar, cantar y jugar al escondite,
la gallinita ciega y otros juegos
infantiles; mientras, los jóvenes, como ya lo concertaron, se prepararon para
la exploración de los parajes cercanos: cogieron las gorras y sombreros para
resguardarse del sol; las mochilas y cantimploras e, inmediatamente, se
pusieron en camino.
Éstos, conforme
se alejaban del campamento, se fueron adentrando en lo más recóndito del monte;
caminaron por vericuetos, y trochas abiertas entre la maleza, hasta llegar al
destino anhelado: la base de la gran Sierra.
Comenzaron la
escalada por las escarpadas laderas de la Sierra -llamada La Sagrada-; ya que es un privilegio contemplarla y, sobre todo, un
honor coronar su cima. Al concluir la subida, desde aquella altura, todos
quedaron mudos y absortos contemplando el paisaje que surgía ante ellos. Así
como los pasajeros de un barco, en alta mar, se encuentran empequeñecidos ante
la gran masa de agua a su alrededor, sin vestigio alguno de tierra, ni
supervivencia humana; de igual manera, desde su atalaya, miraban al infinito,
rodeados de montes que se erguían como cíclopes extraordinarios. En el
horizonte destacaba, y se confundía, el verde obscuro de los pinares o
arbolado, con el plúmbeo de los montes rocosos y el azul del firmamento; como
si formase un solo cuerpo, y una cripta los envolviese y atrapase. En la
lejanía, aparecían los alcores perfectamente dibujados y delimitados, por la
profusa luz solar.
Los
espectadores que contemplaban tal paisaje, sentían el corazón constreñido ante
su grandeza, y con acopio de energías, aspiraban el aire sano; diáfano e
impoluto; en un lugar donde la eternidad se eterniza aún más, se hace inmutable
y muestra lo sobrehumano y la grandeza de Dios. Desde tan espectacular altitud,
con este luminoso paisaje, en el azulón y nítido cielo se divisaban las
siluetas dibujadas por el halcón peregrino, el cernícalo o águila perdiguera;
efectuando piruetas y planeos vertiginosos en sus vuelos espectaculares
buscando alimento.
Rafael y
Teresa, se apartaron discretamente del resto de sus compañeros, y se
encaramaron a un aislado, gigantesco y oculto risco; que emergía majestuoso
como una espadaña. En la sumidad de la roca, hallaron acomodo en una superficie
pétrea. Sentados en ella, fueron pródigos en besos y caricias; confesándose
ambos un profundo y eterno amor. Mientras tanto, henchidos de felicidad,
dirigían sus miradas radiantes en el contorno que les rodeaba y que abarcaba sotos,
collados, cañadas, breñales, copas, vértices, ríos plateados, infinidad de
árboles que formaban un boscaje verde claroscuro, amarillento, rojizo y
diversidad de tonalidades en el colorido.
Contemplado
el majestuoso paisaje, comenzaron a jugar con los restos de la última nevada
del reciente invierno que quedaba sobre la cumbre, tirándose bolitas de nieve o
formando muñecos que, enseguida, eran fundidos por los implacables rayos
solares. Luego, una vez finalizada su efusiva e íntima compañía, efectuaron el
descenso desde su glorioso rincón para volver a reunirse con sus camaradas.
Una vez que todos
dieron por concluida la visita a La
Sagrada, descendieron de ella, no sin dificultad, entre los breñales y las
rocas; en cuyas oquedades descubrieron los nidos perfectamente ocultos de las
rapaces, alguna que otra ave como el chochín, e incluso una lobera, donde
descansaban plácidamente los cachorros; situada en la zona más intrincada e
inaccesible del monte.
Cuando
llegaron al pie de la montaña, desde la base, observaron por última vez el
enorme farallón por el que habían descendido, y se marcharon hacia el oeste de La Sagrada, circundándola por un
estrechísimo sendero abierto entre la maleza, hasta llegar a otro monte
correspondiente a las estribaciones de aquélla, situado a unos quinientos
metros; donde, en su nacimiento, se encontraba el boquete y la entrada de la
llamada Cueva del agua. Allí,
llegaron algo cansados y sudorosos, por el esfuerzo realizado y la diferencia
de temperatura existente desde la anterior altura, al terreno llano y bajo por
el que ahora caminaban.
Tomaron un
pequeño descanso, dedicándose a comer algunas vituallas acompañadas de bebidas
reconfortantes para reponer fuerzas y, pronto, se proveyeron de hachas o teas,
formadas por ramajes añosos y resquebrajados de los carrascos, encinas y otros
árboles de las inmediaciones, con la finalidad de iluminar la gruta que iban a
explorar. Cuando penetraron en ella, sintieron en sus cuerpos la corriente del
aire fresco, casi gélido, del interior; por lo que se quedaron en la antesala
de la entrada breves momentos, para adaptarse a la temperatura ambiente.
Después, por una hendidura en la roca, penetraron en una sala posterior más
ancha; que se dividía en dos laberintos. Al instante, y debido a la corriente
del aire, algunas antorchas se apagaron, y ellos quedaron casi en penumbra. Del
techo rocoso y húmedo de la cueva se desprendieron, abalanzándose hacia ellos,
unos seres diminutos y alados, negros como el hollín, y de aspecto demoníaco:
eran los murciélagos, vampiros y, otros quirópteros nocturnos, que volaban
vertiginosamente, tras despertar de su tranquilo y profundo sueño; chocando
algunos con los salientes de las rocas y con los peregrinos, dando agudos
chillidos. Aquello parecía convertirse en un aquelarre y que, pronto, aparecerían las brujas y hechiceros a
practicar sus espantosos ritos; por lo que algunos medrosos, asustados, dieron
marcha atrás, y desistieron de su empeño en proseguir.
Cuando se
hubo calmado todo, y los murciélagos y su prole huyeron por los escondrijos,
los animosos excursionistas, volvieron a encender las teas apagadas.
Continuaron su inspección por el laberinto izquierdo, que era un estrecho
pasillo que, a su derecha, se hundía en un gran desnivel, al fondo del cual se
oía, con mucho rumor, discurrir y chocar con las rocas el agua, que parecía
brotar del interior de la tierra bravamente. Todo esto se colegía, puesto que,
desde el sitio donde estaban, no era posible ver nada ni adivinar la
profundidad del abismo.
Mientras
continuaban, Remedios, a cada paso, abrazaba estrechamente a su marido, y no
acertaba nada más que decir la siguiente frase:
-¡Ay,
pintor!... ¡Pintor mío…, que ya no vemos más Madrid!
Marcharon seguidamente
por el irregular laberinto de salientes rocosos en el suelo, que había que
esquivar para no perder el equilibrio: terminaba en cuesta, con una bajada
bastante profunda, y con algunas dificultades consiguieron hacer el descenso,
llegando a terreno llano donde existía una gran explanada: en el lateral
derecho de ella discurría el río y, al frente, se abría un gran orificio
arqueado y pedregoso, desembocando en otra gran sala. Cuando franquearon su
entrada, se quedaron boquiabiertos y sorprendidos, pues ante ellos se
presentaba la sala de un palacio encantado de cuentos de hadas, que estaba
adornado profusamente por graciosas y bellas columnatas que se ensanchaban en
su base y altura, y se empequeñecían en el centro; retorcidas; modeladas; como
hechas con las manos de un alfarero. Era efecto de las estalactitas,
estalagmitas y del prodigio de la Naturaleza; por lo que creían, como en el
cuento de Alicia en el País de las
Maravillas, estar sujetos a un encantamiento.
Con emoción,
dieron por terminada la visita a la Cueva y, saliendo de ella, remontaron el
río para visitar la zona de su nacimiento: a partir de allí, la vegetación se
hizo inhóspita y exuberante. Para llegar a dicho lugar, tuvieron que hacerlo
por el único sitio accesible, teniendo que atravesar un monte escarpado y
rocoso por su lateral anterior -en cuyas oquedades nacían árboles y vegetación-:
dicho monte, formaba, con otro monte gemelo, un gran cañón; al fondo del cual
discurría el río. Anduvieron por una cornisa rocosa que, como si hubiese sido
excavada artificialmente, aparecía en la roca pura; desde donde se divisaba el
fondo de la quebrada y, el río, que se deslizaba impetuoso por su caudal. Existía
un punto en que la cornisa se rompía unos centímetros más allá, por lo que para
pasar de una a otra parte, había que agarrarse con las manos en los huecos de
la roca e impulsar el cuerpo, avanzando un pie tras otro, hasta la otra punta;
lo que entrañaba un gran riesgo. Todos consiguieron atravesarla, aunque con
gran dificultad.
Al tocarle el
turno a Remedios de pasar dicho obstáculo, tuvo la mala suerte de apoyar el pie
derecho en una roca resbaladiza de la otra parte de la cornisa; de modo que, al
dejar todo el peso de su cuerpo en dicho pie para trasladar el izquierdo a ese
extremo, corría el riesgo de que resbalase del todo y se despeñase. Por lo
tanto, quedó sobre el precipicio en una postura incómoda; despatarrada; con los
pies apoyados en ambos bordes de la cornisa rota, sin atreverse a despegar el
pie izquierdo; eso sí, agarrada fuertemente con las manos en los huecos de la
roca. Mientras tanto, ella, como si el peligro no la amedrentase, decía a su
marido -que estaba al otro lado totalmente pálido y descompuesto- con cierta
sorna, la susodicha frase de:
¡Ay,
pintor!... ¡Pintor mío… que ya no veo más Madrid!
Todos los expectantes
esperaban con temor un fatal desenlace; ya que nada podían hacer por ayudarla, sino
aconsejarla en lo más conveniente para poder salir airosa de la situación; pues
sólo ella tenía que hacerlo con sus propios medios.
Remedios,
haciendo acopio de su voluntad y sobreponiéndose a la adversidad, con mucha
habilidad, pudo salir indemne de esta situación embarazosa, con el regocijo
general. Fue la única incidencia del día, pero que pronto se olvidó, sobre
todo, al contemplar posteriormente, el nacimiento del agua del fondo de la
tierra. Observaban con estupor cómo, entre peñascos, borbotaba y burbujeaba el
agua límpida, pura y transparente manando de las entrañas de la tierra; que se
removía y apartaba ante el empuje de aquélla, apareciendo en la superficie de
manera sorprendente e increíble. Luego, se deslizaba entre arbustos y arboledas
formando un arroyo; montaraz y bramador al caer por la pendiente, o silente, al
volverse a remansar; caminando con lentitud en terreno llano, hasta perderse en
la lejanía de un recodo montañoso. Este fenómeno que contemplaban les llenó de
asombro, y no dejaban de realizar comentarios y alabanzas sobre lo que veían
sus ojos, ponderando los misterios insondables de las maravillas que se
producen en el Universo, todas ellas obra del Sempiterno. Después, comenzaron a
efectuar un juego consistente en sumergir el brazo en el agua el mayor tiempo
posible. Así pues, zamurgían el desnudo brazo hasta el codo, en las claras y
glaciales aguas del venero, mientras los demás contemplativos, se cruzaban
apuestas, y contabilizaban el tiempo que la persona lo mantenía en el interior;
hasta dar con el vencedor que, en este caso, acababa con el miembro casi congelado.
Con esta
última visita se dio por terminada la excursión, y una vez que volvieron a
recorrer el trayecto maldito lleno de peligro, regresaron al punto de partida
con sus familiares y camaradas; donde pasaron el resto de la jornada con
placidez y alegría, que quedaría en el recuerdo de todos como uno de los días
inolvidables de sus vidas.
Antonio
Ángel Parra Ruiz
Orihuela,
noviembre de 2001