(Dibujo de Ramón Palmera 2002)
LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA REPRESIÓN
EN ESPAÑA, EL PROCESO CONTRA MIGUEL HERNÁNDEZ
Por GLICERIO SÁNCHEZ RECIO
Universidad de Alicante/BVMC
Esta comunicación puede probablemente parecer un contrapunto en este Congreso
dedicado a la obra y persona de Miguel Hernández, porque aquí pretendo tratar primera
mente del intenso proceso represivo que se dio en España en los años treinta y cuarenta
de este siglo y situar después en él el sufrido por el poeta oriolano. Así pues, Miguel
Hernández en este trabajo no aparecerá como una figura estelar ni su proceso presentará rasgos singulares sino que será uno más de los muchos que alimentaron la implacable máquina represora en aquellos años.
La represión en los años treinta
Las convulsiones políticas que tuvieron lugar después de la I Guerra Mundial propiciaron la aparición de regímenes políticos antiliberales y de tipo autoritario, principalmente, en los países del Este y Sur de Europa. Paradigma de todos ellos puede considerarse el fascismo que llegó al poder en Italia por métodos extraparlamentarios en 1922. Las dificultades económicas y sociales que se presentaron a finales de los años veinte y la inestabilidad política que existió en Europa a lo largo de aquella década, impulsaron el acceso al poder en Alemania del nacional-socialismo, el partido nazi; con lo que los regímenes antiliberales y fascistas ya establecidos recibieron un refuerzo importante.
Pero la implantación en el poder de aquellos regímenes antiliberales subvertía la
tendencia seguida por el liberalismo hacia el reconocimiento cada vez más amplio de
los derechos individuales, políticos y sociales, durante las décadas anteriores. Frente a la
evolución del liberalismo hacia la democracia política y social, los regímenes autorita
rios y de partido único se retrotrayeron hacia situaciones próximas al absolutismo del
Antiguo Régimen. Considerando que el Estado y la sociedad se hallaban en peligro
-concepto tradicional y retrógrado de la Patria- por la desagregación que, a juicio de
ellos, implicaban el liberalismo y la democracia, arremetieron no sólo contra el régimen
liberal, aboliéndolo y anulando sus instituciones más representativas, sino también con
tra las organizaciones -partidos políticos y asociaciones de todo tipo- y personas que
pretendían mantenerlo y defenderlo. Así pues, los Estados en manos de gobiernos de
partidos antiliberales se convierten en una especie de gigantes que se alimentan a costa
de los derechos de los que privan a los ciudadanos. Es precisamente en esta coyuntura
política en la que hay que situar el amplio proceso y las prácticas represivas que se
difundieron con gran magnitud en la década de los años treinta.
Este fenómeno en España presenta algunos rasgos particulares, aunque se ajusta al
movimiento general que se dio en el Sur de Europa en los años veinte, ya que el gobier
no del General Primo de Rivera suspendió la constitución y persiguió las organizaciones
políticas y sociales que personificaban el régimen parlamentario1. En concreto, la dicta
dura de Primo de Rivera no tuvo continuidad en los años treinta, sino que a la caída del
dictador se instauró en España un nuevo régimen de carácter democrático -la II
República-; y, por tanto, si durante la dictadura se había perseguido a los liberales y
demócratas desde el Estado, después fueron éste y las personas que lo representaban y
apoyaban quienes recibieron los ataques de aquéllos que se oponían a las reformas
democráticas desde dos frentes distintos, el de los que las rechazaban totalmente y el de
quienes las consideraban insuficientes. De ahí que la República tuviera que dotarse pri
mero, en 1931, de una ley de defensa y después, en 1933, de otra de orden público en la
que se regulaban los estados de prevención, alarma y guerra2.
Así pues, el fenómeno de la represión en aquellas décadas, tanto en España como
en el resto de Europa, hay que situarlo dentro del proceso dialéctico que enfrentó a las
instituciones y fuerzas que instauraban y apoyaban la democratización -reconocimien
to y ampliación de los derechos fundamentales- con aquéllas que se oponían o preten
dían debilitarla. Dicho proceso dialéctico no se orientó hacia la superación de las posi
ciones contrarias -búsqueda de la síntesis o de la armonía-, sino que se enquistó
dando lugar a la aparición de un antagonismo del que sólo se saldría con la imposición
de una fuerza sobre otra. Mientras ambas fuerzas estuvieron enfrentadas sus plantea
mientos tendieron al maximalismo, llegando a situarse una y otra fuera del marco legal
establecido por la mayoría. Algo de esto sucedió en la llamada «revolución de octu
bre» de 1934, durante la que las organizaciones de la izquierda, principalmente en
Asturias y Cataluña, se colocaron al margen de la constitución de 1931, y las de la
derecha, usando y abusando de los poderes del Estado, no sólo intentaron someter a
los rebeldes sino que reprimieron también a los auténticos reformistas, los republica
nos de izquierda3.
Pero fue durante la guerra civil española cuando el antagonismo y la represión
alcanzaron su más alto grado. Si el antagonismo de ambas fuerzas llevó, primero, a la
rebelión militar y a la guerra civil, después, la lógica de la guerra impondría en una y
otra zona la necesidad de asegurar sus propias retaguardias, siendo aquí donde la repre
sión se ejerció con mayor amplitud e intensidad. Esta se llevó a cabo bajo dos formas
distintas: una indiscriminada y al margen de la ley -los paseos- efectuada por las orga
nizaciones políticas o sindicales y grupos de incontrolados que en muchos casos confun
dían sus propios intereses con los de las causas que decían defender; la otra, de acuerdo
con la ley -el Código de Justicia Militar principalmente- pero con procedimientos muy
diversos en una zona y otra. En la que se mantuvo leal a la República los tribunales
populares aplicaron sobre los rebeldes y desafectos una justicia política en la que las
intenciones y las preferencias de los acusados eran tan determinantes de las sentencias
como los actos de rebelión en los que podían haber participado4; en la zona sublevada,
los tribunales militares, los únicos que actuaron, aplicaron también una justicia política,
pero tergiversando previamente un concepto tan importante en este caso como el de
rebelión5.
Algunos especialistas distinguen entre la juricidad de los tribunales populares, que
actuaron en nombre de un Estado legítimamente constituido, y la falta de fundamento
jurídico de los tribunales militares, y entre la debilidad e indefensión de las instituciones
republicanas y la prepotencia de los militares rebeldes, como si tales situaciones pudie
ran aumentar o disminuir la legitimidad jurídica6; sin embargo, ya en 1938, un observa
dor tan próximo y tan atento a los acontecimientos como N. Alcalá-Zamora y Castillo,
refiriéndose a la justicia que se aplicaba en España durante la guerra en una y otra zona,
enfrentaba a los tribunales militares con los populares pero también ponía a ambos al
margen del principio de juricidad definido por la constitución de 1931. Escribía el autor
en un conocido artículo:
Dos concepciones muy distintas en apariencia se han enfrentado: una justicia revo
lucionaria y de clase y una justicia reaccionaria y de casta; tribunales populares
contra consejos de guerra. Pero por encima de esas diferencias, ¡cuántas coinciden
cias esenciales!... y como balance final de las dos... injusticias, millares de víctimas
inocentes...7.
Ahora bien, en la zona leal a la República, debido a que el horizonte político y
social de las organizaciones revolucionarias era más ampio, la justicia popular se exten
dió a todos los campos de la administración judicial, de manera que desde febrero de
1937 los delitos comunes cayeron también bajo la competencia de los tribunales popula
res, éstos se integraron poco después en las Audiencias Provinciales y, más tarde, se
crearon otros tribunales específicos -los de Guardia- para determinados tipos de delitos:
derrotismo, subsistencia, espionaje...; de ahí que, a mi juicio, pueda hablarse de la
implantación en la zona republicana de un nuevo modelo de administración de justicia
para sustituir a la vieja justicia ordinaria8.
Acerca de la opinión que se estaba formando la población sobre el funcionamiento
de este tipo de justicia, o al menos la que deseaban propalar las autoridades republica
nas, puede ser representativo un texto que apareció en el diario Pueblo de Valencia, el 5
de febrero de 1937:
Es digna de elogio la forma tan ecuánime como actúan los tribunales populares, que
después del anterior juicio se hacían favorables y cálidos elogios, por esta justicia
popular, que va ganando a pasos agigantados la confianza del pueblo que se ve asis
tido y garantido por una justicia pulcra y honesta, dando un mentís a quienes hablan
de represiones y durezas incompatibles con la verdadera justicia y que tan sólo pue
den tener justificación en la línea de fuego o los campos de batalla. Asimismo
queda desmentido que se persigan las ideas religiosas (el motivo del comentario era
la absolución de un sacerdote ante el tribunal Jurado de Urgencia).
Esperamos que esto sea un gran sedante que pondrá en evidencia las campañas ten
denciosas que se fraguan dentro y fuera de España y se apreciará en el extranjero la
alteza de miras y rectitud con que proceden los tribunales de la República democrá
tica9.
Así pues, en la retaguardia de cada una de las zonas durante la guerra civil se llevó
a cabo una intensa represión; pero, una vez terminado el conflicto, los vencedores no se
conformaron con la victoria ni intentaron volver a la normalidad política y social de la
preguerra sino que se empeñaron en un profundo proceso de represión para implantar su
modelo político, retrasando cuatro décadas más la necesaria reconciliación de todos los
españoles.
La represión política de postguerra tuvo, si cabe, efectos mucho más perniciosos
que la anterior porque se programó desde las más altas instancias del poder, se efectuó
de forma minuciosa y contó con una tupida red de colaboradores, extendida por todo el
país y formada por las autoridades municipales, judiciales, eclesiásticas, fuerzas de
seguridad y servicios de información del partido único. Las actuaciones represivas se
centraron preferentemente en los territorios que se mantuvieron leales al gobierno de la
República hasta los últimos días de la guerra, y los instrumentos de los que se valieron
fueron el Código de Justicia Militar -celebración de los Consejos de Guerra-, la ley de
Responsabilidades Políticas, del 9 de febrero de 1939, la de Represión de la masonería y
el comunismo, del 1 de marzo de 1940, y los sucesivos procesos de depuración que se
llevaron a cabo en los distintos organismos oficiales; pero la aplicación de cada uno de
esos instrumentos no suponía la exclusión de los otros, sino que una persona podía ser
sometida a varios de ellos.
En principio, todos aquéllos que habían pertenecido al ejército republicano, partici
pado en la rebelión de 1934, ejercido cargos públicos desde febrero de 1936, manifesta
do su lealtad a la República o hecho propaganda a favor de la causa de ésta, quedaban
automáticamente sometidos a la jurisdicción militar; pero todos ellos, asimismo, pasa
ban después al tribunal de responsabilidades políticas, pudiendo extenderse aún más el
proceso si en sus expedientes figuraban acusaciones de masonería o comunismo o eran
funcionarios de las administraciones públicas.
De todos esos tribunales, dejando aparte los Consejos de Guerra que eran los pri
meros en actuar y administraban la justicia penal, los de responsabilidades políticas
-remedo del republicano de responsabilidades civiles- fueron los que causaron el
impacto social más fuerte por la generalidad con que se aplicó la ley y porque en ellos
intervinieron las autoridades locales, municipales, políticas, gubernativas y eclesiásticas
mediante las denuncias, informes y avales que cursaron. Estos tribunales que sólo impo
nían sanciones económicas y administrativas extendieron su competencia sobre todos
los encausados por los tribunales militares, tanto a los sentenciados a penas de privación
de la libertad como a los condenados a muerte y ejecutados y a los absueltos, por lo que
contribuyeron a intensificar y prolongar el clima de terror y de inseguridad que existía
entre los perdedores de la guerra. Esta situación de acendrada represión se dio en
España hasta mediados de la década de los cuarenta, aunque la máxima actividad de los
tribunales duró sólo hasta 194210.
Evidentemente, es dentro de ese estado de represión generalizada impuesto des
pués de la guerra civil en España en los territorios que se mantuvieron leales a la
República, en donde hay que situar el proceso que se siguió contra Miguel Hernández;
pero en el marco descrito este caso es uno más entre los muchos que se incoaron y lle
garon a su resolución final. Por último, este Congreso nos brinda además la oportunidad
de observar el comportamiento de Miguel Hernández durante el proceso y analizar la
aplicación de la legislación represiva al poeta oriolano.
El proceso contra Miguel Hernández
Para escapar de la grave represión que se cernía sobre los perdedores de la guerra
civil, y particularmente sobre los que se habían destacado en alguna actividad política,
militar o cultural, los únicos medios disponibles eran la huida hacia el exterior y la ocul
tación temporal en el interior. La caída de Cataluña en enero de 1939 y la ocupación de
las provincias del Norte entre el verano y otoño de 1937 constituían un claro anticipo de
la solución final11, cuya dirección no iba a alterarse a pesar de la rendición militar que
patrocinó la Junta Nacional de Defensa.
Sin embargo, Miguel Hernández en las postrimerías de la guerra civil tomaba una
actitud totalmente contraria a la que aconsejaban las experiencias anteriores. Así, prime
ro se dirigió hacia Orihuela, a finales de marzo, y después, a mediados de abril, a
Sevilla, más preocupado por la subsistencia que por la seguridad, y sólo al encontrarse
con serias dificultades en esa última ciudad se decidió a cruzar la frontera portuguesa
con el ánimo de embarcarse hacia Chile; pero, en el estado de indigencia en que se
hallaba el poeta, Portugal era un país que, dadas sus circunstancias políticas, no podía
resultarle acogedor. De ahí que se produjera su inmediata detención.
Pienso que no es necesario recorrer cada uno de los pasos del proceso judicial
seguido contra Miguel Hernández, cuyos textos, por lo demás, son ya sobradamente
conocidos12; sin embargo, es conveniente insistir en algunos elementos fundamentales
en los que se apoyó después la acusación que condujo a la sentencia de pena de muerte.
La acusación se concretó a partir de tres declaraciones que el escritor prestó ante la poli
cía de aduanas en Rosal de la Frontera (Huelva), el 4 de mayo, y ante el juez militar de
la prensa en Madrid, el 6 de julio y el 6 de septiembre. De todas ellas se desprende que:
NOTAS
1) Miguel Hernández no había manifestado especial interés por las cuestiones políticas antes de julio de 1936.
2) Cambia su actitud en septiembre de ese mismo año, al ser movilizada su quinta,
y lleva luego a cabo una intensa actividad literaria y cultural, primero en su
batallón y después, en la Escuela de Oficiales de la Sexta División, situada en
Albalat del Sorell (Valencia).
3) Durante su trayectoria militar estuvo presente en destacados hechos de armas,
como el del Santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar (Jaén), cuyos
defensores se rindieron a las tropas republicanas el 1 de mayo de 1937, en donde
actuó como «agente de propaganda» junto al comandante Carlos Contreras
(Vittorio Vidali).
4) Siente una gran admiración por García Lorca, de quien afirmó que «era uno de
los hombres de gran espiritualidad de España, y que después del Teatro Clásico,
él ha sido una de sus mejores figuras». Él mismo había intentado reorganizar La
Barraca, y cuando fue detenido temió que se repitiera con su persona el mismo
drama del granadino, de lo que advirtió a los agentes que lo interrogaron.
5) Respecto a su disposición hacia la causa rebelde (nacional), pasó del desconoci
miento y desinterés al rechazo profundo, llegando a identificarse con la causa
antifascista y popular.
La justicia franquista, de hecho, no necesitaba más razones -actos delictivos- para
condenar a muerte a una persona en aquellos meses inmediatos al final de la guerra
civil. En la valoración que hicieron los agentes sobre las declaraciones obtenidas en el
primer interrogatorio, para remitirla al Secretario de orden público e Inspector de
Fronteras de la provincia de Huelva, hay un párrafo en el que ya se apunta en la dirección que los organismos judiciales tomaron después:
Por tanto, es de suponer que este individuo haya sido en la que fue zona roja, por lo
menos, uno de los muchos intelectualoides que exaltadamente ha llevado a las
masas a cometer toda clase de desafueros si es que él mismo no se ha entregado a
ellos.
Algunos comentaristas del proceso han distinguido entre la primera declaración,
más discreta y precavida, y la segunda, de mayor contenido político y, consiguiente
mente, efectuada con mayor temeridad13, lo que puede deberse efectivamente a factores
ambientales y condicionantes psicológicos; pero no hay que dejar de lado tampoco las
atrevidas declaraciones efectuadas en Rosal de la Frontera sobre sus actividades litera
rias y culturales durante la guerra y acerca de sus amigos escritores, que asimismo se
convertirían en un fundamento importante de la acusación, tal como lo sugirieron los
agentes que lo habían interrogado.
Por último, Miguel Hernández acude en sus declaraciones a tres argumentos que
podrían contrarrestar la formulación posterior de las acusaciones concretas: su parentes
co con un guardia civil que había sido asesinado por milicianos republicanos en Elda
(Alicante)14 y el haberse hecho cargo de los hijos menores de aquél; el no haber intenta
do huir a un país extranjero aunque se le ofreció la oportunidad; y la relación de avalis
tas que presentó, algunos de los cuales eran escritores e intelectuales de reconocido
prestigio entre los nacionalistas.
A la vista de las declaraciones anteriores y después de la remisión al juzgado mili
tar de los informes de los avalistas y de otros organismos, y de algunos de los trabajos
literarios de Miguel Hernández, el juez militar de instrucción ordenó el procesamiento
del encausado, el 18 de septiembre, apoyándose en la activa labor propagandística que
había realizado en contra del Movimiento Nacional, en su intervención en el asalto y
toma del Santuario de la Virgen de la Cabeza y en la existencia de «indicios muy racio
nales» de haber sido comisario político de una brigada de choque. Diez días más tarde,
el fiscal militar por las mismas acusaciones, que «constituyen un delito de adhesión a la
rebelión militar», de acuerdo con los artículos 238, 2 y 137 del Código de Justicia
Militar'5, solicitaba la pena de muerte para el procesado.
En tomo a las aportaciones de los avalistas, cabe insistir en la discreción con que se
expresaron la Editorial Espasa-Calpe y D. José María Cossío, que informaron benévola
mente sobre la conducta moral y cívica de Miguel Hernández y su alejamiento de los
problemas políticos y sociales, y en la extremada dureza de la enviada por el alcalde de
Orihuela:
Su actuación en esta ciudad desde la proclamación de la República ha sido franca
mente izquierdista, más aún marxista, incapaz por temperamento de acción directa
en ningún aspecto, pero sí de activísima propaganda comunistoide. Se sabe que
durante la revolución ha publicado numerosos trabajos... y que estuvo agregado al
Estado Mayor de la Brigada del Campesino...
Ahora bien, tres días antes de dictarse el procesamiento, el 15 de septiembre,
Miguel Hernández fue puesto en libertad por orden de la Dirección General de
Seguridad a causa de la falta de coordinación entre las autoridades judiciales militares y
las gubernativas; de ahí que cuando se reunió el Consejo de Guerra que había de juzgar
lo, el 7 de octubre, se encontró con la sorpresa de que no disponían del acusado. El
Director General de Seguridad, por su parte, explicaría la puesta en libertad diciendo:
...en su expediente no había nada desfavorable concretamente como no fuera el
haber sido escritor de izquierdas, que quedaba en parte desvirtuada la mala impre
sión que pudiera producir su ideología política con el informe favorable emitido por
el Sr. Cossío...
La salida de la cárcel brindaba otra vez a Miguel Hernández la oportunidad de huir
o de ocultarse, que él no tomó en consideración, y se dirigió de nuevo hacia Orihuela,
en donde las autoridades locales, y se supone que otras muchas personas, estaban en su
contra. Y allí fue detenido, el 9 de octubre, por mandato de la autoridad judicial, perma
neciendo en la prisión de aquella ciudad hasta el 3 de diciembre en que se le trasladó a
Madrid.
A partir de esa fecha los acontecimientos se sucedieron con gran rapidez -no se
olvide que el procedimiento del Consejo de Guerra era sumarísimo-, celebrándose la
vista el 18 de enero de 1940, en la que se impuso al acusado la pena de muerte.
Después, algunos de sus amigos que estaban bien relacionados con las autoridades fran
quistas realizaron gestiones para conseguir la conmutación de la pena, lo que ocurrió el
25 de junio. A continuación, Miguel Hernández efectuó el peregrinaje por la sordidez de
las cárceles españolas de la postguerra -Palencia, Ocaña, Alicante- desarrollando al
mismo tiempo una enfermedad pulmonar de la que moriría el 28 de marzo de 1942. La
inercia administrativa y la falta de coordinación entre los organismos oficiales le otorga
ron, el 10 de diciembre de 1943, la reducción de la pena anterior a 20 años y un día de
reclusión mayor.
A pesar de todo esto, la historia procesal de Miguel Hernández no había terminado,
sino que, después, de acuerdo con la ley del 9 de febrero de 1939, se le abrió el expe
diente de responsabilidades políticas, que aún no ha sido localizado16, en el que se le
fijarían la sanción económica y las penas administrativas que se le imponían por los
daños causados a la Patria. A pesar de ello, fueron las leyes de Responsabilidades
Políticas, particularmente la del 19 de febrero de 194217, las que se convirtieron en el
portillo a través del cual la población reclusa de postguerra pudo ir abandonando las cár
celes. Con ello, evidentemente, no terminaba la represión pero pasaba de unas prácticas
más primarias a otras que estarían mediatizadas por el control gubernativo, administrati
vo y social.
Pero volviendo a la idea inicial, el proceso seguido contra Miguel Hernández no
constituye una historia singular; sin duda, es una parte fundamental de su historia perso
nal y, como tal, puede convertirse en fuente de importantes obras literarias. El proceso
se ajustó a lo establecido en las leyes y se aplicó al poeta de la misma forma que a otros
muchos, con las mismas deficiencias judiciales e idéntico grado de indefensión e inse
guridad, y más aún teniendo en cuenta que se llevó a cabo pocos meses después del
final de la guerra.
A Miguel Hernández se le acusó de un delito de adhesión a la rebelión militar, con
la circunstancia agravante de ser una persona culta y haberse dedicado muy activamente
a difundir la causa antifascista y revolucionaria, y con la atenuante de no haber partici
pado en actos contra la vida y la seguridad de las personas. A través del análisis de más
de trescientas sentencias del mismo tipo se ha podido precisar que18:
1) Se condenaba por un delito de adhesión a la rebelión a quienes, durante la gue
rra civil, habían desempeñado cargos en la política nacional nombrados por el
Gobierno de la República, habían estado al frente de la política municipal, ejer
cido cargos políticos en el ejército, participado en asesinatos, ejecuciones o
malos tratos a personas de derechas, y a quienes habían sido testigos de cargo
ante los tribunales populares. Las penas que se les imponían iban desde la de
pena de muerte a la de 20 años y un día de reclusión mayor, según las circuns
tancias. Se conmutaba la pena de muerte y condenaba a reclusión mayor a los
jefes de los partidos y sindicatos, miembros del Frente Popular, comisarios polí
ticos y militares profesionales que no estuvieran implicados en delitos de sangre.
2) Se acusaba de auxilio a la rebelión a quienes habían sido milicianos o se habían
incorporado al ejército de la República, pertenecían al Frente Popular, militaban
en algún otro partido de izquierdas o estaban afiliados a alguna central sindical.
Las penas que se les imponían iban desde los 20 años hasta los seis meses y un
día, dependiendo también de las circunstancias.
3) Finalmente, se acusaba de excitación a la rebelión a quienes habían realizado
propaganda revolucionaria o habían manifestado actitudes críticas o despectivas
hacia el Movimiento Nacional. Esta acusación o la de auxilio a la rebelión reca
yó sobre muchos intelectuales y maestros nacionales por el solo hecho de haber
permanecido leales a la República y por el influjo social que se les reconocía.
Así pues, a Miguel Hernández se le había incluido en la primera de las categorías
porque había realizado las actividades propagandísticas en el frente de guerra y dentro
del ejército; de ahí también el interés de los acusadores por aclarar si había pertenecido
o no al comisariado político. Pero el acusado había ejercido también una importante
influencia social no sólo a través de aquellas actividades propagandísticas sino también
con sus publicaciones, recitales y representaciones gráficas o teatrales. Por todo ello la
acusación contra el poeta oriolano traspasó los límites de la excitación a la rebelión y se
le condenó a las máximas penas.
El proceso contra Miguel Hernández, por lo tanto, no fue un caso singular sino
que, por el contrario, podría considerársele como un ejemplo paradigmático de la gran
onda represiva que había invadido a España desde mediados de los años treinta.
NOTAS
1 Ballbé, M.: Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983). págs. 303-316. Madrid,
Alianza, 1985.
2 Ver las citadas leyes en Gaceta de Madrid, 22 de octubre de 1931 y 30 de julio de 1933. Ver también el tra
bajo de R. Salas Larrazábal: «El Ministerio de Justicia en la España Republicana», en Justicia en guerra.
págs. 19-45. Madrid, Ministerio de Cultura, 1990, en donde el autor hace el seguimiento temporal de la apli
cación de esas leyes.
3 Ruiz, D.: Insurrección defensiva y revolución obrera. El octubre español de 1934; págs. 145-156.
Barcelona, Labor, 1988.
4 Ver Sánchez Recio, G.: Justicia y guerra en España. Los tribunales populares (1936-1939). Alicante,
Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert, 1991.
5 Ver a este respecto Berdugo Gómez de la Torre, I.: «Derecho represivo en España durante los períodos de guerra y posguerra (1936-1945)», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, 1980-3; págs. 97-128; y del mismo autor y otros: «El Ministerio de Justicia en la España “Nacional”», en Justicia en Guerra; págs. 249-316.
6 Ver el trabajo de F. Moreno Gómez: «La represión franquista a partir de los datos de Córdoba», en
Arostegui, J. (Coord.): Historia y Memoria de la Guerra Civil. Encuentro en Castilla y León. Vol. I; págs.
303-329.Valladolid, Junta de Castilla y León, 1988.
7 Alcalá-Zamora y Castillo, N.: «Justicia penal de guerra civil», en Ensayos de Derecho procesal, civil, penal y constitucional, págs. 253-294. Buenos Aires, 1944. El trabajo se había publicado por primera vez, en fran
cés, en 1938.
8 Ver Sánchez Recio, G.: Obra cit.; págs. 60-66.
’ El Pueblo. Diario Republicano de Valencia. 2 de febrero de 1937. Ver en la sección: Tribunal Popular el
comentario titulado: «Absuelto. Jurado de Urgencia, n.s 2» (pág. 2).
10 Ver sobre esta cuestión: Sánchez Recio, G.; Las responsabilidades políticas en la posguerra española. El
partido judicial de Monóvar. Edit. Universidad de Alicante, 1984; Frías Rubio, A.M.: «La represión en
Soria», en Tusell, J. y otros (Coord.): La oposición al régimen de Franco. T. 1, vol. II, págs. 309-340.
Madrid, UNED, 1990. Sobre la represión franquista de forma más general ver: Solé Sabate, J.M.: La repres-
sió franquista a Catalunya, págs. 263-268. .Barcelona, Edicions 62, 1985; y Ors Montenegro, M.: «La
represión de posguerra en Alicante», en Sánchez Recio y otros: Guerra civil y franquismo en Alicante, págs.
95-117. Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», 1990.
11 Ver a este respecto el informe que difundió el gobierno vasco en 1938: Autonomous Goverment of Euzkadi:
Repport on the administraron of justice in the Basque Country during the civil war. Presented by Jesús
María de Leizaola, Minister of Justice. París, february, 1938.
12 El Sumario del proceso seguido contra Miguel Hernández se halla en el Archivo Judicial Militar de
Campamento. Tribunal Militar Territorial N. 1. Gobierno Militar de Madrid: «Procedimiento sumarísi-
mo de urgencia 21.001 (Juzgado Militar de Prensa) contra Miguel Hernández Gilabert». Recientemente
J. Guerrero Zamora ha transcrito íntegramente los textos del sumario y los ha comentado en su obra:
Proceso a Miguel Hernández. El sumario 21.001. Madrid, Dossat, 1990; y el diario Información, de
Alicante, ha contribuido también a difundir la documentación sumarial en varios reportajes, uno de
carácter informativo (30-IX-1990), y otros con finalidad polémica (7-II-1991 y 3-III-1991). Por último,
la obra de M. Gutiérrez Carbonell: Proceso y expediente contra Miguel Hernández. Alicante, Compás,
1992.
13 Ver Guerrero Zamora, J.: Obra citada; págs. 76-77.
14 Ver Valero Escandell, J.R.: «Josefina Manresa: Un dolor que se extiende por tres generaciones», en
Alborada. N. 33: La guerra civil en Elda. págs 58-61. Elda, 1986.
15 En esos artículos del Código de Justicia Militar se define el delito de rebelión militar (237) y se especifican
las penas con las que se condena el delito de adhesión a la rebelión militar (238, 2).
16 Sobre esta cuestión ver la obra ya citada del autor: Las responsabilidades políticas en la posguerra españo
la. El partido judicial de Monóvar; entre las páginas 5-10 se expone una idea general de la ley y se relacio
nan los documentos que se incluyen en un expediente por responsabilidades políticas.
17 Las aportaciones principales de esta ley consisitieron, aparte de la descentralización de los procedimientos, en que se exceptuaba de las responsabilidades políticas a todos aquéllos que habían sido condenados por los tribunales militares a menos de seis años y un día de privación de libertad, y se sobreseían las causas por insuficiencia económica de quienes tuvieran ingresos o bienes valorados en menos de 25.000 pesetas (arts. 2 y 8).
18 Ver Sánchez Recio, G.: Las responsabilidades políticas en la posguerra española...; págs. 32-33.