Sinopsis:
Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com
martes, 31 de enero de 2017
Se ha iniciado un blog para homenajear a MANUEL MOLINA en su centenario.
Enlace al blog de MANUEL MOLINA POR SU CENTENARIO
Carta inédita de Carlos Fenoll dirigida a Miguel Hernández, 3 de marzo de 1936
Carta inédita
de Carlos Fenoll a Miguel Hernández.
Querido Miguel -3 de marzo 1936-
[Orihuela].
He recibido la tuya (soy un
sinvergüenza) y quedo enterado de todo... (Y un bandido). Nada. Esto se hace así:
me arrodillo y pido perdón.
A las “otras” innumerables cosas: pequeñas cosas pupulantes e inevitables,
míseras imposturas en la cosa de uno, que tienen la mayor culpa de que no te
escribiera antes, las miro ahora con una mirada armada de odio, impotente,
porque son todas contra mí. Son como unos microbios fatídicos que corren la
base de la Decisión y dan como ella en tierra. ¡Oh, pero hoy se han jodio! Saqué el enmohecido y menguado espadín de mo
voluntad y ¡zas, zas! Me he quedado solo.
He cogido con un gesto de fanfarrona arrogancia la pluma y las cuartillas, he
encendido un cigarro para echar incienso de gloria sobre los cadáveres, que
siempre gusta de ser un poquito generoso al vendedor, y hete aquí, poeta, lo
que te cuento.
He hablado con tu hermana Elvira y sé de ti, incluso de que vistes una
chaquetilla corta de pana y unos pantalones apretados no sé cómo, fuera de lo
corriente, cosa que yo veo con simpatía, porque gusto también de unas miajicas
de extravagancia, que algunas veces se llama comodidad y alguna economía.
He visto y deseado tu foto. ¡Estás muy bien, chacho! Tu hermana me ha
aconsejado que te pida una ya que son 6 las que te han sacado. ¿Tú que tices a
esto?
Leí en el Sol lo que, refiriéndose a tus poemas de revista de Occidente,
decía de ti Juan Ramón Jiménez. Observo con íntima alegría cómo tu nombre va
colando cada vez por climas más altos y prestigiosos del mundo literario,
forzosamente caigo en el recuerdo de aquellos días que hablábamos de Juan Ramón
[Jiménez] como de un símbolo mimbrado, como de algo inaccesible, al pensar que
tú no solo andas por su maravillosa altura sino que le has superado el trino y
el sino de la poesía.
Me ha dicho tu hermana también que salías ahora, por ahora al empezar
marzo, en unas misiones pedagógicas, así que estaba en dos caminos: el de escribirte
o en el de esperar que Paco [Moreno] le escribiera a tu hermana diciéndole si
habías salido o no [para las misiones]. A cuenta de esto me quedo con la duda
de si recibirías mi carta o no.
Al cabo se decidió, puedo escribirte Josefina [Fenoll] ahora, al abrazar a tu hermana hubo también
lágrimas. Cuando le dijeron que habías venido Elvira se puso a temblar y
pensando si habrías venido tú con ella. Sé que has de serle dolorosamente
vuestro primer encuentro, después de la preciosa siega de la Yntrusa [no se
entiende].
Hoy, 3 de marzo, hace 4 años justos que se arregló con Josefina [Fenoll].
Iba ella por la calle Mayor con la canasta de los panecillos. Eran las
siete de la tarde. Pepito [Ramón Sijé] se le acercó y le dijo tímidamente estas
palabras: –¿Tienes frío?
Esta tarde van al cementerio mi hermana [Josefina Fenoll] y mi mujer
[Ascensión Ávila]. Llevarán flores y ánimo de rezarle mucho. Yo le he dicho a
Josefina que al venirse le pregunte con el pensamiento:
–Pepito, ¿Tienes frío?
Y así
empezará un nuevo idilio, a través de la bruma.
__________________
La alegría particular que me
queda és (sic) la que dá (sic) la
inquietud espiritual que vive dentro de mí: lo mejor que yo he tenido vive
todavía: ¡inquietud!
Ahora he formado un cuadro artístico. Para
las presentaciones he alquilado un almacén de mucha amplitud y lo estoy
arreglando a propósito. Díe
[pintor y dibujante oriolano Francisco de Díe
García-Murphy], me va a pintar las decoraciones.
Entre el elemento femenino trabajará mi mujer, que no tiene que envidiar en
sensibilidad y gusto artístico a muchas actrices de carrera. Por lo pronto voy
a empezar representando teatro clásico, y luego, siempre algo selecto, por
ejemplo: un ensayo dramático, en un acto y en prosa, titulado “Sobre las
propias huellas”, de Carlos Fenoll “La intrusa”, de Maeterlinck y “Boda de
sangres” de Lorca. Ya te iré informando más delante de esto.
Mi voluntad parece que se va robusteciendo
con el hogar y el Hijo [José Antonio nació el 15 de diciembre de 1935 en Calle
horno de Orihuela]. ¡Áh, el hijo! No sabes:
estás que “da gloria de verlo”. Es muy inquieto. Ríe mucho y para él todo es
ajo. Cuando tenga cinco años saldrá a recitar versos en los teatros, sin querer
con esto que sea un niño prodigio. Por vanidad de Padre no. Flor inmensa
vanidad de artista que tiene uno.
Esperaba tu “Rayo que no cesa”. Ya sé por
tu hermana, y ya me lo había presumido al no encontrar noticias alusivas en los
periódicos, que no se ha terminado todavía de imprimir o algo de erratas has
tenido que rectificar en las pruebas. [“El rayo que no cesa se imprimió el 24
de enero de 1936 en la imprenta Héroes de Madrid].
Te advierto que me he hecho una biblioteca estilo cubista y la tengo
limpia de libros. Ni uno. Ni un periódico. Solo un retrato de mi mujer con el
nene y un vaso con violetas. Me he propuesto darle a tu libro el honor de
inaugurarlo.
Por lo que se refiere a Orihuela no te
puedo apuntar nada sobresaliente, sino és (sic) que el número de imbéciles sube
en proporciones alarmantes conforme se van desarrollando los venturosos tallos
de “la buen” sociedad. En la atmósfera que se respira lo mismo que en todo los
pueblos de España. Tufo picante de la Política. ¡Oh! Al Poveda [Jesús] filósofo
y poeta se lo tragó también este Dragón. Seguramente el no contestarle ni tu ni
Isla (mandó allí unas cartas) le ha desalentado [Revista Isla de Cádiz. Mejor
para todos).
Los tres en flor: mi hijo, mi mujer y yo te
vamos dando un abrazo sin respirar, magnífico de amistad verdadera
Firmado y rubricado.- Carlos
[Carta encontrada por Ramón
Fernández Palmeral en el legado de Miguel Hernández, de la Diputación de Jaén)
lunes, 30 de enero de 2017
Miguel Hernández en la guerra, por Ian Gibson.
Miguel Hernández en guerra
Por Ian Gibson
«No quiere ser un intelectual de retaguardia, dar recitales y arengas en el frente y volver por la noche a casa. Quiere luchar, con el fusil y con la pluma, al lado de su pueblo»La valentía, la hombría de bien y el ejemplo moral de Miguel Hernández durante la guerra, y luego en las infectas cárceles franquistas, adquieren con el paso de los años categoría de auténtica heroicidad.
Recordemos que el acercamiento del poeta al comunismo se había producido en 1935, cuando tenía veinticinco años, bajo la influencia de Rafael Alberti, María Teresa León, el argentino Raúl González Tuñón, Pablo Neruda y la amante de éste, Delia del Carril. Supuso para su vida y para su obra un cambio de dirección decisivo.
El 23 de septiembre de 1936 Hernández se alista en el Quinto Regimiento. No quiere ser un intelectual de retaguardia, dar recitales y arengas en el frente y volver por la noche a casa. Quiere luchar, con el fusil y con la pluma, al lado de su pueblo. Será fiel al compromiso a lo largo de toda la guerra, primero defendiendo a Madrid, luego combatiendo en otros escenarios de la contienda. A aquel Hernández habría que considerarlo sobre todo agitador y animador. Así lo demuestran sus prosas de urgencia, dirigidas a sus compañeros en armas. En ellas su compromiso político quedaba explícito. En «Para ganar la guerra», por ejemplo, donde pide castigo para los que, «faltos de austeridad, pretenden establecer una nueva burguesía, viciar y deshonrar con preferencias y halagos la moral de sencillez y hombría que impone el comunismo». A veces firma con seudónimo, para no herir la sensibilidad de los suyos. Es el caso de «Compañeras de nuestros días», donde evoca los sufrimientos de su humilde madre campesina, víctima toda la vida «del régimen esclavizador de la criatura femenina».
En 1937 asiste en Valencia al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Allí saluda con emoción a un Antonio Machado ya muy envejecido y conoce a Nicolás Guillén, que le evocó así unos meses después: «La voz cortante y recia; la piel tostada por el férreo sol levantino. Todo ello sepultado en unos pantalones de pana ya muy trabajada y unas espardeñas de flamante soga […] Este cantor de las trincheras, este hombre salido de la más profunda entraña popular, produce, en efecto, una impresión enérgica y simple».
Aquel septiembre estuvo invitado en Moscú. Cuando volvió a España sus amigos notaron que algo había cambiado. Y es que lo visto y oído en Rusia le había hecho reflexionar críticamente sobre la realidad del sistema soviético, al margen de idealismos y buenas intenciones. Parece que ya intuía que el estalinismo tenía un lado oscuro.
Por estas fechas está en la calle —y en las trincheras— Viento del pueblo. Poesía en la guerra, testimonio irrefutable de su compromiso político.
Cuando llegan los últimos meses de la guerra se está imprimiendo en Valencia un nuevo poemario, El hombre acecha, violenta condena de los vesánicos responsables de la ola de sangre que inunda España, en primer lugar Franco y Queipo de Llano. La edición fue destruida por los nacionales al tomar la ciudad, pero por suerte el original estaba a salvo.
Hernández está en Madrid cuando se produce el golpe de Casado. Algunos amigos le aconsejan que huya del país, para ponerse a resguardo tanto de los anticomunistas como, si triunfan, de los fascistas. Pero la única e ingenua preocupación del poeta es volver al lado de su mujer y su hijo, allí en Alicante. Y así lo hace.
El resto se puede contar en pocas palabras. La huida a Portugal, donde, detenido por la policía, es devuelto en la frontera, donde le muelen a palos. La conmuta de la pena de muerte por la de treinta años (Franco no quería otro Lorca). Los terribles tres años en distintas cárceles, sin una sola visita de su padre. La tuberculosis no tratada que se lo lleva el 28 de marzo de 1942.
Fue uno de los grandes de la lírica española contemporánea. Y un estoico de extraordinaria entereza que, para conseguir su liberación, se negó tercamente a entonar la palinodia. Estamos en vísperas del centenario de su nacimiento. Como poeta y como ser humano es hora ya de honrarle como se merece.
Centro Virtual Cervantes.
Miguel Hernández. Los cantautores, por Luis Suñén
Los cantautores
Por Luis Suñén
«Para muchos, Miguel Hernández o Antonio Machado […] son sólo la letra de una canción. Tras ella está, sin embargo, un poema…»Miguel Hernández ha sido uno de los poetas puestos en música por eso que se ha dado en llamar cantautores como suavizando —dice Wikipedia— el significado de lo que se llamaba «canción protesta». Los tales cantautores encontraron un filón en la poesía de épocas diversas con resultados bien distintos y que, a la hora del juicio, suelen verse atemperados por los recuerdos íntimos que provocan en quienes se enfrentan a su análisis. Joan Manuel Serrat ya había musicado, antes de dedicarse a Miguel Hernández, versos de Antonio Machado con diferente suerte aunque una de las mejores canciones de su disco dedicado al autor de Campos de Castilla —«Las moscas»— pertenezca al estro de Alberto Cortez, de mucha peor fama entre los asiduos al género. Hilario Camacho —imprescindible en los recitales de los colegios mayores durante el franquismo— trató muy bien la poesía de Machado en «El agua en tus cabellos», título que le da a «Desgarrada la nube» y canción en la que se ve superado por el texto al sustituir «los mágicos cristales de» por un simple «ya». Pero el resultado es hermoso. Antes que todos, Paco Ibáñez hizo lo propio con clásicos del barroco como don Luis de Góngora y Argote y más modernos como Rafael Alberti o José Agustín Goytisolo —su poema «Palabras para Julia», que alcanzó así una fama inesperada—. A veces la relación entre música y letra fracasa gloriosamente. Por ejemplo en «Mañana de ayer, de hoy», de Jaime Gil de Biedma, cantado por Rosa León, donde la excelente música de Luis Eduardo Aute escande los versos un poco a la pata la llana, como ese «de la noche desnudo» en que los acentos se anulan. El gallego Luis Emilio Batallán cumple con absoluta solvencia a la hora de enfrentarse a la poesía de Celso Emilio Ferreiro y Álvaro Cunqueiro y se atreve nada menos que con Fenollosa. Lo propio hace María Dolores Pradera con un gran poema de Pedro Salinas, «Fe mía» —«No me fío de la rosa de papel…»—, al que pone música muy dignamente Antoni Parera Fons. Dos de los cantantes más socialmente comprometidos —es difícil encontrar una definición adecuada— como Adolfo Cedrán y Luis Pastor muestran los extremos de hasta dónde se ha llegado en el género: el primero con poemas de Jesús López Pacheco —«Canción de la novia del pescador»— y el segundo nada menos que con «Piedra de Sol» de Octavio Paz y en versión no carente de emoción canora.
Hoy, por una u otra razón, todo eso se ve como el fruto de una época por la que ha pasado el tiempo y las músicas aparecen, ante quien ha ido más allá, como vicarias de los versos de que se sirven. El entonces adolescente, si verdaderamente ha prosperado como lector, no olvidará el momento evocado por esas canciones pero acudirá sin duda a los versos ya libre de esa andadera que inevitablemente desvirtúa su contenido, lo hace más ligero en el fondo, lo transforma en otra cosa quizá sentimentalmente amable pero inevitablemente distinta. En el arte no basta con las buenas intenciones. El problema es que la música engrandece —Schubert al mismísimo Goethe— pero también trivializa sin piedad —ese «Himno a la alegría» de Miguel Ríos, que sobrevuela, implacable, cualquier escucha de la Novena de Beethoven. Los cantautores intentaron dar fe de lo que vivía por su cuenta y la cosa estaría en saber cuánta gente leyó a Miguel Hernández —ésta es su página— gracias a Serrat. Y ahí las dudas, probablemente, se diluirían en el mar de la ignorancia bienintencionada. Para muchos, Miguel Hernández o Antonio Machado o Jaime Gil de Biedma son sólo la letra de una canción. Tras ella está, sin embargo, un poema que aspira a eso que Paul Éluard llamara «el duro deseo de durar».
Miguel Hernández. La sombra vencida, por Andrés Ibáñez.
Miguel Hernández. La sombra vencida
Por Andrés Ibáñez
Se dice (no sé si es una leyenda) que cuando murió Miguel Hernández,
resultaba imposible cerrarle los ojos. Son esos mismos ojos grandes,
brillantes como esferas de vidrio, que hemos visto representados en
tantos retratos. En uno de sus últimos poemas, escrito en la cárcel y no
recogido en ningún libro, escribe: «Yo que creí que la luz era mía /
precipitado en la sombra me veo». Pero el poema (y con él, la Obra poética completa del poeta) termina con estos versos: «Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida».El propio Miguel Hernández se describió a sí mismo a menudo como «cabrero poeta» (en un artículo publicado en la revista Destellos, editada por el gran amigo Ramón Sijé) o bien como «poeta pastor» o incluso «pastor poeta» («este pastor un poquito poeta», le escribe en una carta a Juan Ramón Jiménez). El padre de Miguel era cabrero, y el propio poeta fue iniciado en el oficio de pastor por su hermano Vicente cuando era un niño. Las montañas comenzaban justo detrás de la casita en la que nació Miguel en Orihuela, secas y desabridas laderas de ese paisaje levantino que tanto se parece al de Tierra Santa. Más tarde, la familia se traslada a otra casa en la Calle de Arriba, una vivienda amplia y cómoda con un jardín trasero en la que había un corral y algunos frutales.
Miguel Hernández estudió durante bastante más tiempo del que sería esperable en un muchacho tan modesto. En el colegio de jesuitas de Santo Domingo llegó a alcanzar los grados de «príncipe», «edil» y «emperador», títulos con los que los jesuitas distinguen a los buenos alumnos. Y enseguida comenzó a leer, primero en la biblioteca del canónigo Almarcha, que le introduce en los clásicos españoles y los grecolatinos traducidos, y luego bajo el influjo de Ramón Sijé, su gran amigo, un estudiante de derecho de orientación conservadora y católica que tenía grandes inquietudes literarias. Sus sucesivos viajes a Madrid, hasta el tercero, que es el definitivo, suponen un gran salto hacia adelante y una ruptura con el mundo provinciano y limitado de Orihuela. Sobre todo por influencia de Pablo Neruda, las ideas religiosas y políticas de Miguel Hernández comienzan a cambiar. El poema «Sonreídme», escrito en el período que va entre El rayo que no cesa y Viento del pueblo, uno de los pocos que escribiera sin rima, y que por esa razón tiene un tono más libre y moderno del que solemos asociar con su arte, es un buen indicador de esta crisis: «Vengo muy satisfecho de librarme / de la serpiente de las múltiples cúpulas / la serpiente escamada de casullas y cálices». Ramón Sijé le visita en Madrid y ambos amigos discuten de política, de poesía, de religión. Se sienten un poco distanciados, pero a los pocos meses el amigo muere, y Miguel se siente devastado. Escribe entonces la «Elegía a Ramón Sijé» que se ha hecho tan famosa y que entusiasmó al propio Juan Ramón Jiménez. El poema, hermoso y algo superficial, contiene un pequeño misterio: porque la elegía por la muerte del amigo parece, en realidad, una declaración de amor de encendida sensualidad.
Hay siempre algo seráfico alrededor de Miguel Hernández. Tenía un rostro de niño ingenuo, marcado de cicatrices por una explosión de carburo que sufrió en la infancia. En seguida se hizo amigo de los poetas de la generación del 27, pero en Madrid no todo fueron aladas almas de rosas de almendro. García Lorca no sentía simpatía por él e intentaba evitarle, y es conocida la anécdota de Miguel llamándole «hijo de puta» a Alberti y recibiendo un bofetón de María Teresa León.
Fascina lo rápido que suceden las cosas en la vida literaria de Miguel Hernández. Perito en lunas, un experimento en octavas gongorinas, es de 1933. Su obra mayor, El rayo que no cesa, poemario de amor y de angustia, del 36. Ese mismo año comienza la guerra, y Miguel salta a una poesía de tipo social y político. Viento del pueblo (1937) es el libro optimista de la guerra, y del viaje a la Unión Soviética. El hombre acecha (1937-39) es el libro pesimista de la guerra. Los dos libros son desiguales, aunque contienen poemas de agonizante intensidad. Viento del pueblo se convertiría en el modelo de la poesía social de la posguerra, y se abre con unos versos célebres donde cada palabra vibra como un terremoto y trae una imagen inolvidable: «Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas / y en traje de cañón, las parameras / donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, / y llueve sal y esparce calaveras». Todo Miguel Hernández está aquí: la maravillosa perfección formal, el uso implacable del ritmo y de la rima, la asombrosa imaginación verbal, el tono a un tiempo moderno, casi surrealista, pero con una resonancia clásica, la lentitud poderosa en que la lengua se demora, como embrujada, para decir una por una la sucesión de palabras que son todas esenciales.
El Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941) es un nuevo experimento donde Miguel explora los metros breves y la asonancia, en unos poemas que a menudo resultan intemporales y que suenan tanto a la «poesía desnuda» de cierta vanguardia como a la lírica popular del siglo xv. Este libro contiene las célebres «Nanas de la cebolla» pero también poesía infantil («El pez más viejo del río») y una curiosa reflexión, el poema 72 que comienza «El mundo es como aparece / ante mis cinco sentidos», donde el poeta parece buscar un nuevo camino hacia una lírica filosófica. Pero a Miguel Hernández ya no le queda tiempo. Tras la intercesión de varios intelectuales, Franco le conmuta la pena capital por la de treinta años. Antiguos amigos intentan ayudarle: José María de Cossío, Dionisio Ridruejo y otros falangistas le piden que reniegue de su pasado político para poder así aliviar su situación o incluso librarle de la cárcel. Pero Miguel se niega a abandonar «sus ideales». Su esposa se enfada con él y le dice que por su obstinación su hijo y ella están prácticamente en la miseria. Miguel Hernández Gilabert y Josefina Manresa celebran ahora el matrimonio religioso para que las autoridades permitan las visitas de Josefina. Poco después, Miguel muere.
El rayo que no cesa está dedicado «A ti sola en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya». La misteriosa destinataria que se esconde tras estas palabras son, probablemente, tres mujeres. Una de ellas sería María Cegarra, poetisa que tuvo además el honor de ser la primera mujer perito químico en España. Miguel la conoció en el año 32, un año antes que a Josefina, en un homenaje a Gabriel Miró y le escribió varias cartas de amor, un sentimiento al que ella no correspondía. Es posible que el soneto «Yo sé que ver y oír a un triste enfada» esté dedicado a ella. Más corpóreo resultó su encuentro con la pintora surrealista gallega Maruja Mallo, en un momento en que su relación con Josefina estaba estancada. En esta pasión turbulenta y desquiciante encontramos la clave de uno de los poemas más complejos y extraños de Miguel Hernández, «Me llamo barro aunque Miguel me llame». «Me llamo barro» es el poema de la humillación sexual a los pies de una mujer dominante, una mujer a quien el poeta «idolatra» y que le «injuria» y le pisotea (los pies de la mujer, sus zapatos, el suelo, el barro, el polvo, son los temas obsesivos del poema) y que se comporta, en fin, como una «liebre libre y loca», un animal que tradicionalmente representa la lubricidad.
Muchos otros de los sonetos van dirigidos, claro está, a la que sin duda es la mujer que se esconde en la dedicatoria, la esposa Josefina Manresa, que sería el gran amor de Miguel Hernández. Por ejemplo «Me tiraste un limón, y tan amargo», que rememora una anécdota real, cuando Josefina le tira un limón a la cara y le hace una herida. Todos los sonetos de este libro son magistrales, y resisten cómodamente la comparación con los más grandes sonetistas del idioma, Góngora, Quevedo y Lope.
Más allá de su sino trágico, de su condición de símbolo de la represión franquista y del mito moderno del «poeta del pueblo», la poesía de Miguel Hernández resplandece como una de las grandes aventuras de las palabras, de la emoción y de las imágenes de la literatura española. En su poesía se unen la experiencia trágica y directa de la muerte y de la cárcel con una visión exaltada de la naturaleza y del amor, en una combinación única de rusticidad campesina y exaltación casi mística de la carne y de la vida. Miguel Hernández es, junto con Rubén Darío, uno de los grandes maestros de la forma poética de la lengua española, de la estrofa, del ritmo, de la rima. Sólo en Rubén Darío encontramos un virtuosismo similar en el arte de colocar las palabras en una estrofa y las sílabas en un alejandrino, de buscar rimas sorprendentes y vibrantes y de construir artefactos tan perfectos en el lenguaje que una vez escuchados no es posible olvidarlos.
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domingo, 29 de enero de 2017
Discurso de donación del legado de Manuel Molina al Archivo de la Democracia de la Universidad de Alicante. Por Cecilio Alonso
Retrato de lápiz de Manuel Molina en el I Centenario de su nacimiento, por Ramón Palmeral |
Es
para mí una gran satisfacción haber llegado al momento en que se formaliza
públicamente la donación al Archivo de la Democracia del legado literario y
documental del que fue nuestro amigo, el poeta Manuel Molina Rodríguez, en
vísperas del centenario de su nacimiento. Un legado que ahora pasa a engrosar
el patrimonio de la ciudadanía al alcance de quienes sientan interés por la
resistencia cultural en esta ciudad, durante el largo tiempo de libertades
perdidas que supuso el régimen nacionalsindicalista impuesto en 1939.
Ante todo quiero
manifestar que la designación de esta donación para representar a las
producidas durante el último año, no significa que hayan de quedar oscurecidas
las restantes aportaciones que sin duda enriquecen desde perspectivas diversas
el contenido de este singular Archivo testimonial entre cuyos fondos no sería
justo establecer grados ni jerarquías. Lo que da cierta tristeza es el
encontrar, en rastros y librerías de viejo, vestigios residuales de bibliotecas
y archivos de escritores y artistas alicantinos, desaparecidos en los últimos
tiempos, con la consiguiente volatilización de los mismos. Esa lamentable
sensación me lleva a valorar más la paciente labor de Maruja Varó Busquiel,
viuda de Molina que, desde el fallecimiento de su esposo en 1990 conservó y
ordenó sus papeles durante veinticinco años. Sin esa labor callada no
estaríamos ahora aquí. Por ello, como amigo, y en nombre de los supervivientes
de la amistad de Molina, quiero expresar nuestro agradecimiento a la
generosidad de sus hijas, Magdalena y Clemencia, por haber decidido depositar
su preciada herencia en el Archivo de la Democracia, evitando su dispersión.
Agradecimiento que extiendo a Paco Moreno, José María Perea y, muy
especialmente, a la archivera Mercedes Guijarro por haberlo facilitado.
Manuel Molina nació en
Orihuela en 1917, se trasladó a Alicante con su familia en 1935 y aquí residió
hasta su muerte. En esta ciudad desarrolló su obra literaria escribiendo sus
libros, promoviendo revistas y grupos poéticos, y desde esta ciudad fue
tejiendo una trama de relaciones literarias con destacadas figuras de las
letras españolas y con hispanistas de dos continentes. En especial fue
contribuyendo muy activamente a la recuperación y sostenimiento de la memoria
de Miguel Hernández en los años difíciles, cuando su obra permanecía
ensombrecida y desdeñada, antes de que la transición democrática facilitara su
normalización y su inserción indiscutible en el canon de nuestra literatura.
Molina, desde 1939, había buscado –no sin inevitables contradicciones– refugio
compensatorio a los horrores históricos en una lírica ligada a la tradición de
las formas más aptas para la comunicación poética, sin perder comba con los
motivos de la poesía española a mediados del siglo XX, entre el existencialismo
y la tendencia social, o lo que es lo mismo, armonizando lo individual y lo
colectivo.
En 1936 acudió como
voluntario a la defensa de Madrid. Regresó a Alicante participando en las
actividades del Ateneo, donde conoció a Antonio Blanca y a otros compañeros con
quienes mantuvo amistad duradera. Molina publicó entonces sus primeros poemas
en el diario comunista Nuestra Bandera. Por un lado, contribuyó a la
corriente del romance de guerra que exigían las circunstancias, pero, por otro,
escuchó la llamada del poema que explora en lo oscuro sin sujetarse a urgencias
ni a conveniencias externas. Una composición, conservada entre sus papeles
inéditos, formaliza
con distanciamiento simbólico, la hondura de su desolación ante el sangriento Caos
en que se hallaba sumida la España de 1937. Me voy a permitir leerla porque
es breve:
CAOS
La tierra yace. Maleza[s]
de toda especie la
viven,
exprimen su savia
muerta,
––la seca flor de su
origen––,
y afilan su diente duro
para libertar la
sangre.
Medios días de pereza
gravitan sobre la
imagen del tiempo.
La siesta todo el
corazón invade,
y el hombre se queda
mudo
y sumido en el paisaje.
La noche tiembla en la
orilla
de un mar caliente de
estambre,
con arañas extasiadas
y terciopelos sin aire
que ponen sombra en la
sombra
de su tétrico
semblante.
El amanecer no existe
porque no existe la
tarde,
porque el sol es una
hoguera
y la luna, roja, arde
entre la ceniza yerma
del tiempo que se
deshace.
La tierra, en silencio,
mira
cómo pasa su cadáver.
El autor tenía
diecinueve años cuando compuso estos versos. Poco después se incorporó al
cuerpo de carabineros en el que luchó el resto de la guerra, pasando por el
frente de Teruel y acabando en la Avanzadilla de Lliria. Regresó a Alicante e
intentó desarrollar actividades publicitarias en colaboración con Francisco
García Sempere y Carlos Fenoll, que no cuajaron en la deseada emancipación
económica. En consecuencia, durante todo el decenio de los 40, estuvo
subordinado en precario a las contratas que su padre obtenía de obras públicas
provinciales, la más destacable en Jávea donde vivió varios años, ya casado
desde 1943 con Maruja Varó. 3
Ciertamente,
el padecer penas de cárcel o de exilio fue muy duro, pero la injusta dimensión
del castigo solía ayudar a los encarcelados y a los desterrados a mantener el
ánimo y a reafirmar el sentimiento de pureza ideológica. En cambio, los
vencidos que arrastraban la frustración en la calle, en aparente disfrute del limitado
privilegio de una libertad ilusoria, podían sufrir, en su exilio interior, la
rémora de la conciencia amordazada, antesala de la depresión moral. Molina en
la posguerra interiorizó su irreductible rechazo a la situación política, pero
no optó por combatirla directamente desde la lucha organizada en la
clandestinidad sino por la vía posibilista que, de acuerdo con su temperamento
y vocación, lo llevó a ejercer su responsabilidad intelectual desde la
actividad poética y literaria como medio de resistir y de dignificar los
ideales suspendidos, añorando siempre las expectativas democráticas truncadas
por la guerra.
Bien sé que estas
actitudes son difíciles de explicar cuando la distancia temporal tiende a
esquematizar el valor de situaciones morales, y a suscitar con ligereza
rechazos y adhesiones. Pero no está en mi ánimo el simplificar. En realidad,
mantenerse bajo la subjetiva conciencia de estar promoviendo bienes culturales
en círculos restringidos en esta ciudad, cuando no era factible otra cosa, o
recuperando la memoria de Miguel Hernández sin dejarse avasallar por el sistema
ni vestir camisa azul, ya de por sí encerraba una desasosegante cuestión de
moral cívica, que no podía eludir las contradicciones.
En lo referente a la
recuperación cultural, quizás pudiera llamar la atención de algunos jóvenes de
hoy la calidad y el atractivo que ejercieron en el conjunto de la sociedad
literaria española las actividades promovidas en Alicante durante la posguerra
por los grupos de Arte joven, Intimidad Poética, Verbo, Ifach
o Silbo en todos los cuales participó Manuel Molina. Pero si bien no
se puede negar la brillantez de aquellas experiencias no debemos olvidar que
incomparablemente mejor hubieran podido ser si la continuidad de la República
hubiera permitido sostener la orientación democrática del sistema educativo y
de instituciones culturales como el Ateneo, o si la Escuela Modelo, por
ejemplo, hubiera seguido sembrando su semilla y sus respectivas bibliotecas no
hubieran sido esquilmadas y dispersas; si, en fin, no hubieran sido reducidas
al silencio o forzadas al exilio tantas voces irreemplazables.
Molina en 1950 publicó
su libro –Hombres a la deriva–, y durante un decenio dio a la imprenta
tres nuevas entregas de significación universalista –Camino adelante, Versos
en la calle y El suceso– donde confluían –como queda dicho–
corrientes líricas existenciales y sociales. En 1952 abandonó el trabajo
familiar gracias a su incorporación a la recién creada Biblioteca Gabriel Miró.
En 1955 promovió el Grupo poético Silbo al que se acogieron jóvenes
poetas y prosistas –Enrique Cerdán Tato, Carlos Sahagún, José Antonio Srivent,
Juan Bautista Sapena, Ernesto Contreras, Josevicente Mateo, entre otros–
algunos de ellos llamados a desarrollar un significativo papel en el proceso de
la recuperación democrática en Alicante, con su confluencia en el pionero Club
de Amigos de la Unesco mediados los años 1960. A partir de 1968, con la
publicación de su libro Coral de pueblo, la lírica de Molina cobró un
intimismo localista de acusado sabor popular, entre apuntes satíricos y
destellos nostálgicos de la tierra nativa.
En estos tiempos de
democracia formal, preciso es aprovechar cualquier resquicio que pueda conferir
carácter estable y perdurabilidad legal a los restos de los 4 sucesivos
naufragios colectivos producidos desde 1939, no sólo en su dimensión trágica,
sino también en la inquietante sensación de pérdida de ilusiones y de utopías
que se escurren entre las manos generacionalmente una y otra vez. Restos que
todavía toman cuerpo preferente en el manuscrito, la letra impresa o el papel
fotográfico, lo que les añade un valor inestimable en una época de fugaces
premuras informáticas.
En tal sentido
convendría interpretar legados como este. En él se resume una vida pero también
unas relaciones y unos intereses culturales y literarios, un trasfondo político
represivo puesto en sordina, que futuros investigadores deberán interpretar con
matizado tacto para no reducirlos a herrumbrosos esquemas. Un archivo muy
extenso y lleno de sobreentendidos, que no se destina al culto exclusivo del
donante, sino a conectarlo con el conjunto de fondos que componen este
hospitalario Archivo de la Democracia. Y también con otros diseminados por la
geografía española, en los que hay documentos y cartas de Molina: el más
inmediato, el de Vicente Ramos, en Guardamar del Segura; otro, el legado de la
poetisa Concha Lagos en la Sala Cervantes de la BNE; los de Trina Mercader y
Jacinto López Gorgé en la Fundación Jorge Guillén de Valladolid; el de Juan
Gil-Albert en la Biblioteca Valenciana, o el de Gabriel Celaya en la Biblioteca
Koldo Mitxelena de la Diputación Foral de Guipúzcoa.
El presente legado
contiene la obra de Molina, en verso y prosa, publicada en libros, en revistas
literarias y festeras y en una extensa producción de artículos en la prensa
periódica. Forman parte del mismo una treintena de carpetas con proyectos y
borradores, documentos personales y originales mecanográficos de amigos,
algunos de mucho interés, como un manuscrito de Manuel López Robles sobre la
represión franquista en la provincia de Huelva que, creo, permanece inédito,
igual que ocurre con los materiales para un homenaje colectivo a Julián
Andúgar, frustrado editorialmente poco después de su muerte. Parte nuclear de la
donación es la sección de su biblioteca relativa a la vida y obra de Miguel
Hernández. De éste hay además, junto a otros poemas mecanografiados, tres
valiosas cartas, ilustradas con algunos dibujos de su mano (1936), dirigidas a
Carlos Fenoll quien las regaló a Molina en los años 1940. Cartas bien conocidas
y catalogadas desde que se publicaron en la revista Ínsula en 1960 y por
haber figurado más recientemente en la Exposición conmemorativa del Centenario
en la Biblioteca Nacional de España, en 2010. Desde ahora se custodiarán en el
Archivo de la Democracia.
Justamente la
correspondencia epistolar constituye la sección más estimable y nutrida de esta
donación. No en balde a Molina le encantaba recibir cartas y con frecuencia
reprochaba a sus amigos que le telefonearan en lugar de escribirle. Sabía que
las cartas autógrafas, como forma comunicativa entraban en vías de extinción y
se aferraba a esta práctica con ahínco. Tres mil ochocientas, en su mayor parte
de contenido literario, y más de cuatrocientos remitentes de muy diversa
entidad, dan fe de su receptividad y simpatía para hacer amistades. Desde dos
premios Nobel –Vicente Aleixandre y Camilo José Cela– a varios presidentes de Foguera
que anualmente le reclamaban poesías para sus llibrets; desde la viuda
de Miguel Hernández hasta amigos obreros de sus antiguos trabajos de carreteras…,
el abanico de relaciones epistolares de Molina fue amplio y variado. 5
En
gran parte de ellas se hace muy patente la fidelidad al mundo hernandiano en su
doble sentido humano e igualitario: fidelidad, sobre todo, al deslumbramiento
que sobre él ejercieron sus amigos de adolescencia y de juventud en Orihuela.
En esta línea, sobresale la extensa serie de Carlos Fenoll y familia, junto al
testimonio de la recuperación de la amistad de Molina con Jesús Poveda y
Josefina Fenoll ya vueltos del exilio. El recuerdo de Miguel Hernández planea
también sobre las cartas de su profesor en el Instituto de Orihuela Jesús Alda
Tesán –colaborador de la revista sijeniana El Gallo crisis–, sobre las
de Carmen Conde y las de María Cegarra Salcedo. Destacan las de un grupo de
mujeres estudiosas del poeta como Concha Zardoya, Marie Chevallier y Mª de
Gracia Ifach o las de Elvio Romero y Simón Latino desde Sudamérica.
Entre las más fieles al culto hernandiano se cuentan las de Francisco Giménez
Mateo, primo de Molina, y la copiosa correspondencia del sacerdote valenciano
don Alfonso Roig, profesor de Arte Sacro y transmisor de corrientes estéticas
innovadoras.
No quiero perderme en
una intrincada lista de nombres. Pero es preciso mencionar entre sus relaciones
alicantinas a los músicos José Juan Pérez y Rafael Rodríguez Albert, a Vicente
Ramos y a Rafael Azuar compañeros en tantas empresas, a los pintores Gastón
Castelló, Miguel Abad Miró y Melchor Aracil, a Juan José Esteve –prologuista de
Hombres a la deriva–, al cinéfilo y excelente narrador José Ramón
Clemente, a Jacinto López Gorgé fiel amigo durante más de cuarenta años… Hago
omisión de los supervivientes y de los más jóvenes, algunos aquí presentes, ya
como mínimo sexagenarios.
Entre los
comprovincianos cabe destacar la serie de Joan Valls Jordá, muy extensa y
amistosa, que documenta, desde 1948, la edición de su libro La estrella
afirmativa en la colección Ifach y testimonia sus primeros pasos por la
poesía en valenciano; o la de Jordi Valor i Serra quien, desde Benissa invertía
heroica y onerosamente sus ahorros en la publicación de sus Històries
casolanes (1950) y en su novela Ducado de Bernia, de cuya impresión
y tramitación administrativa se hizo cargo Molina en Alicante, en 1954. Más
tardías, pero no menos cordiales, fueron sus cartas con Juan Gil-Albrt. También
está presente Virgilio Botella Pastor, que le escribía, todavía desde París,
mientras Molina reseñaba sus novelas sobre el exilio Tiempo de sombras y
El camino de la victoria, a finales de los años 1970. Series más breves
son las de los ilicitanos Juan Serrano García, promotor de la efímera revista Estilo
en 1947, y la del monovero, biógrafo de Azorín, José Alfonso Vidal. De otros
amigos escritores de la Vega Baja descuella la correspondencia del
murciano-callosino Santiago Moreno Grau, junto a las de Vicente Bautista,
Antonio Sequeros, Adolfo Lizón, el abogado Martínez Arenas, el psiquiatra
Alberto Escudero Ortuño y el catedrático José Guillén.
Hay corresponsales
valencianos, algunos muy antiguos y arraigados, como el incansable Ricardo
Blasco, desde la creación de la revista Corcel; Lucio Ballesteros
diligente explorador de contactos con Latinoamérica; el pintor Miguel Rubio Sifres,
vecino del matrimonio Molina en Jávea; José Albi y Joan Fuster, que testimonian
diversas etapas de la revista Verbo, sin olvidar la afectuosa
familiaridad de poetisas como Angelina Gatell y María Beneyto.
En el ámbito nacional
hay en este epistolario nombres muy significativos, desde Gabriel Celaya, Blas
de Otero y Antonio Buero Vallejo hasta Rafael Santos Torroella, 6
Miguel
Fernández, Celia Viñas, José Agustín Goytisolo, Leopoldo de Luis, Ángela
Figuera Aymerich, Francisco Sánchez Bautista, José García Nieto, Eladio
Cabañero, Ángel Caffarena, Manuel Alcántara, Francisco Umbral, Felix Grande y
Francisca Aguirre… Estos y otros muchos corresponsales, procedentes de toda la
Península, atestiguan un extenso modo de asumir la diversidad española a través
de lo que algunos llamaron fraternidad poética en unos tiempos en que
las grandes carencias ocasionadas por la derrota republicana se arropaban en
platónicas ilusiones. Así se lo escribía a Molina –en 1949, desde Elche– el
futuro senador democrático de 1977, Julián Andúgar, cofrade muy integrado en la
poesía alicantina, que había perdido una pierna en la guerra: «La vida como
bien sabes sólo vale la pena vivirla por la bondad y la belleza».
Termino ratificando mi
impresión de hallarnos ante un corpus testimonial de primer orden para el
conocimiento de la difícil, lenta y contradictoria reconstrucción de la cultura
literaria, en y desde Alicante, bajo el régimen franquista entre 1939 y 1975.
Po ello, el acto que
hoy nos congrega viene a expresar una suerte recíproca para el recuerdo de
Manuel Molina y para que el Archivo de la Democracia siga cumpliendo sus
objetivos de documentar y visualizar estos vestigios del diario discurrir de
unos tiempos ingratos para muchos, con objeto de que la memoria histórica pueda
ir siendo activada en toda su complejidad.
Cecilio
Alonso
Leído en la Sede de la Universidad de Alicante el jueves 24 de noviembre de 2016
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