Sinopsis:

Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

jueves, 14 de mayo de 2020

EVOCACIÓN a Miguel Hernández, por Antonio Parra Ruiz, de Orihuela




   


















EVOCACIÓN












A Miguel Hernández que, al igual que el ciprés, nació para alcanzar la inmortalidad y, murió bajo el símbolo del “Ciprés Máximo”.

Y, a mi esposa, Piedad, con todo mi cariño.









Me encuentro en el salón, sentado en mi sillón favorito, frente a la cristalera del balcón; desde donde contemplo el paisaje del exterior: un paisaje sin luz ni color, donde sólo se agolpan los edificios del contorno y, únicamente, a la derecha, entre los intersticios de los enormes monstruos de cemento, se columbra una mancha verde y obscura que denota la remotidad del campo y la huerta; mancha que, año tras año, se va empequeñeciendo hasta casi desaparecer, absorbida por el afán de las obras; como el cáncer lo hace con un cuerpo humano. Al frente, en lo alto y al fondo, aparece la enormidad de la sierra: una sierra milenaria de roca pelada y carcomida por las inclemencias del tiempo; escarpada, yerma e inhóspita; con alguna incorporación de pinos, plantas silvestres, cactos y pitas en sus remansos. Más a la izquierda, en el ángulo del ensanche de la calle, se percibe el nacimiento de lo que es una gran avenida (denominada Avenida de los Cipreses), compuesta por dos calzadas laterales, separadas por un amplio andén central que está cubierto de jardines y arbolado donde proliferan los cipreses; en cuyo extremo final da comienzo un extenso parque.
En general, lo que distingo es desolador y triste; agrandado, si cabe, con un cielo cubierto de compactas nubes grisáceas que descargan en una lluvia pertinaz. Todo esto hace que se acreciente la languidez de mi atribulado espíritu, lleno de recuerdos del ser amado, que necesita de su compañía para cobrar ánimos, rejuvenecerse, y mirar la vida desde otro prisma…
Como un autómata, mi vista se dirige hacia el gran ciprés que, orgulloso como un cíclope, preside el inicio de la avenida. Al detenerme en él, los ojos se empañan y una lágrima furtiva escapa y resbala por mi rostro… Mi memoria trascordada hace que, a la vista del árbol, alcance la reminiscencia de mi amada. La recuerdo con su figura grácil; la cabeza llena de rubios cabellos desparramados en sus menudos hombros; el rostro siempre iluminado por una sonrisa; los hermosos ojos demandando solicitud y cariño; y sus cálidas y níveas manos acogidas en las mías… La evocación de su imagen se hace más sublime, al rememorar los días incontables que permanecimos juntos y los deliciosos paseos por la avenida, abrazados y embriagados de amor y pasión. Llegados al parque, recuerdo que, en la placidez de la tarde, en nuestro acompasado y reposado caminar entre arrullos y caricias, escuchábamos los bellos y dulces trinos de los pájaros; el silbo de la suave brisa; el murmullo cantarín del agua de los estanques, a los que acompañaba el suave chasquido producido por nuestras pisadas, al resquebrajar las gálbulas del alfombrado suelo. Al término de nuestro paseo, nos refugiábamos en un recogido rincón discreto del parque, rodeado de evónimos -en cuyas parcelas se cultivan infinidad de flores-, y donde se encontraba un banco aislado al que llamábamos nuestro banco; descansando en él de la caminata y dando rienda suelta a los sentimientos: detrás del banco, un fornido y subyugador ciprés nos daba una sombra confortable…
Poco a poco, su imagen se va difuminando en mi memoria, ante el fuerte deseo de retenerla, tal como en la realidad; pero el esfuerzo a veces es baldío, pues sé que ella me abandonó y no la volveré a ver…
De nuevo mis ojos enturbiados se posan en el ciprés; lo contemplo entre admiración y nostalgia, y mi pensamiento abotagado, lleno de lucubraciones, quisiera penetrar en los enigmas que encierra. Recuerdo, entre otras cosas, su leyenda: basada en la del joven y bello Cipariso (en griego, ciprés) que, habiendo dado muerte accidentalmente a su querido ciervo, pidió al dios Apolo -enamorado de Cipariso-, que le quitase la vida, antes de estar condenado a un continuo dolor, y el dios compadecido lo transformó en ciprés: desde entonces, fundamentado en esta historia, el hombre enclavó al ciprés en los cementerios, como símbolo de la desesperación y de los que sufren. ¿Por qué lo hizo precisamente con este árbol, y no con cualquier otro?… ¿No lo hizo porque observó dentro de él algo misterioso?… Yo lo veo no sólo enigmático sino emblemático y carismático, y lo estudio bajo estos conceptos como a un ser viviente.
Su forma y figura es alargada y fusiforme, terminada en aguda punta, como una lanza, que lo distingue de los demás; excepto algunos de analogía y contextura más o menos lanceolada como el alerce, álamo, abeto, araucaria y otros. Aferrado fuertemente en tierra donde nace, crece y crece, hasta alcanzar alturas admirables; hendiendo y hurgando con su extremidad el firmamento, como queriendo alcanzar esas extrañas y desconocidas barreras de lo infinito, y fuese buscando la felicidad eterna en el más allá. Es fuerte y poderoso, de manera que resiste las embestidas del más terrible vendaval; permaneciendo incólume como un bastión después de la batalla. Aunque el nombre ciprés, según el Diccionario Académico de la Lengua, es del género masculino, empero, por las características y fisonomía del árbol en sí, debía considerarse femenino -con una denominación más acorde a esta condición-; ya que su cuerpo es mórbido, sinuoso, bello y esbelto. También es recatado porque, sus ramas y follaje que permanecen ilesos, crecen a lo largo de su cuerpo, preservándolo y encubriendo su intimidad. Cuando sopla suavemente el céfiro se corva graciosamente, como una enamorada que se inclina ruborizada ante el halago de su amado. Su color verde oscuro tiene una tonalidad muy singular, que lo distingue del resto de las especies.
El ciprés, es un árbol al que gusta de la soledad y melancolía, y se le suele ver como un anacoreta, ante alguna casa solariega, en un paraje solitario o rincón recóndito. Ante su vista, nos viene a la memoria aquél suceso flébil acaecido que, aunque el paso del tiempo quiere borrar, permanece y queda en nuestro recuerdo.
Donde generalmente se le reconoce es en las entradas e interiores de los campos santos: allí es donde viven los centenarios cipreses velando el largo, profundo e interminable sueño de nuestros antepasados. En el camino de entrada al lugar los contemplo alineados en una doble hilera: altos; corpulentos; inigualables; como soldados con sus armas de agudas aristas defendiendo la fortaleza.
Entrando en el recinto amurallado, me encuentro con dos tipos de ciprés: el tradicional y otro más explayado, en donde sus ramas se han abierto y puedo admirar su gran torso y enorme frondosidad. Aquí, ya no están agrupados del todo, y se esparcen a lo largo y ancho de la ciudadela. Cada panteón o tumba tiene uno o varios centinelas, que permanecen vigilantes, indelebles e inmarcesibles a través de los tiempos; preservando a sus dueños de cualquier daño: en los inviernos, de las fuertes heladas y relentes y, en los estíos, del tórrido e implacable calor mediante su sombra generosa. Pero, no sólo ellos dan beneficios, sino que reciben una contrapartida de sus amos: las cenizas de estos, si son esparcidas por el terreno, les servirán de abono y les pueden proporcionar la savia o alimento.
Según observo, el ciprés carece de cualquier pecado, y es el ejemplo de la humildad, sin rencor ni envidia: aquél, guarda el panteón suntuoso de un personaje conspicuo; mientras éste otro, convive con su compañero, amparando la tierra aún removida e informe de la tumba de un pobre paria. Las noches de luna llena sus figuras alargadas se enmarcan y proyectan en las tumbas, dando la sensación de que sus almas invisibles se abrazan y confunden con las de los yacentes. En las noches cerradas y oscuras pernoctan contemplando los Fuegos fatuos de las osamentas de sus protegidos, vagabundear y posarse en sus ramajes; creando una atmósfera de fantasía y misterio inusitados. Y, ¿quién dice que los cipreses no tienen sentimientos?... En los días de suave aura ¿no se oye como un rumor en ellos, de placer y bienestar?...; en cambio, en los tormentosos, de viento huracanado ¿no se escuchan sus lastimeros ayes de dolor?...
El ciprés es un árbol que, desde la Antigüedad, ha sido injustamente denostado consagrándolo al dios Plutón, Señor de los Infiernos, dándole un sentido a su vida de muerte y destrucción; pero, pienso que, al contrario, debería ser el símbolo de la inmortalidad, por su paso a través del tiempo sin menoscabo: de igual modo, son también inmortales las almas de los que yacen a sus pies.
Como todo ser viviente humano, también el ciprés fenece (permaneciendo su alma imperecedera); no por sí, sino por las manos de aquél; ya que los más insignes y prolíficos tallistas y ebanistas lo inmolan, utilizando su carne macerada pero divinizada, para que se le pueda admirar en los aposentos de un palacio medieval, una casa nobiliaria, o de cualquier iglesia o museo como un tesoro artístico.
Por tanto, y como reconocimiento a sus méritos, no sólo engalana actualmente nuestros parques, jardines y calles (de donde estaba anteriormente exilado), sino que ha sido infinitamente pregonado, elogiado o poetizado en numerosos escritos, con títulos alegóricos o sugestivos tan originales y significativos como: Los cipreses creen en Dios; La sombra del ciprés es alargada; El ciprés del claustro; Ciprés en otoño y otros muchos que se podrían enumerar.
Por todo esto asevero que, allá donde exista un poeta; un paseante solitario y melancólico; una pareja de enamorados deleitándose en su idilio; estará allí el ciprés ignoto, emergiendo como un gigante, proyectando su sombra eterna…
Me ha detenido en mi divagación un rayo de sol que aparece en lontananza, sesgando en dos mitades las contumaces nubes. Se le ve rebosante y esplendoroso, invadiendo de luminosidad tanto la ciudad como la estancia; cegándome repentinamente. Al mismo tiempo, el Arco Iris se extiende multicolor, como un gran puente hasta el cielo; llenando de clarividencia mi ánimo todavía conturbado…
De nuevo veo a mi amada junto a mí; contemplo su rostro encantador, sonriente y fulgurante. Puedo incluso acariciar su piel de terciopelo, mientras me mira con sus hermosos ojos melifluos y escucho su voz queda y suave como un murmullo…
El milagro se ha hecho realidad y perenne; no es una fantasía y sé que no me abandonará jamás, porque ella es el CIPRÉS que me acompañará por toda la Eternidad… 


Antonio Ángel Parra Ruiz
Orihuela, septiembre 2003

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A la atención de Ramón Fernández Palmeral por su gentileza