EVOCACIÓN
A Miguel Hernández que, al igual que el
ciprés, nació para alcanzar la inmortalidad y, murió bajo el símbolo del
“Ciprés Máximo”.
Y, a mi esposa, Piedad, con todo mi cariño.
Me encuentro en el salón, sentado en mi
sillón favorito, frente a la cristalera del balcón; desde donde contemplo el
paisaje del exterior: un paisaje sin luz ni color, donde sólo se agolpan los
edificios del contorno y, únicamente, a la derecha, entre los intersticios de
los enormes monstruos de cemento, se columbra una mancha verde y obscura que
denota la remotidad del campo y la huerta; mancha que, año tras año, se va
empequeñeciendo hasta casi desaparecer, absorbida por el afán de las obras;
como el cáncer lo hace con un cuerpo humano. Al frente, en lo alto y al fondo,
aparece la enormidad de la sierra: una sierra milenaria de roca pelada y
carcomida por las inclemencias del tiempo; escarpada, yerma e inhóspita; con
alguna incorporación de pinos, plantas silvestres, cactos y pitas en sus
remansos. Más a la izquierda, en el ángulo del ensanche de la calle, se percibe
el nacimiento de lo que es una gran avenida (denominada Avenida de los
Cipreses), compuesta por dos calzadas laterales, separadas por un amplio andén
central que está cubierto de jardines y arbolado donde proliferan los cipreses;
en cuyo extremo final da comienzo un extenso parque.
En general, lo que distingo es desolador y
triste; agrandado, si cabe, con un cielo cubierto de compactas nubes grisáceas
que descargan en una lluvia pertinaz. Todo esto hace que se acreciente la
languidez de mi atribulado espíritu, lleno de recuerdos del ser amado, que
necesita de su compañía para cobrar ánimos, rejuvenecerse, y mirar la vida
desde otro prisma…
Como un autómata, mi vista se dirige hacia
el gran ciprés que, orgulloso como un cíclope, preside el inicio de la avenida.
Al detenerme en él, los ojos se empañan y una lágrima furtiva escapa y resbala
por mi rostro… Mi memoria trascordada hace que, a la vista del árbol, alcance
la reminiscencia de mi amada. La recuerdo con su figura grácil; la cabeza llena
de rubios cabellos desparramados en sus menudos hombros; el rostro siempre iluminado
por una sonrisa; los hermosos ojos demandando solicitud y cariño; y sus cálidas
y níveas manos acogidas en las mías… La evocación de su imagen se hace más
sublime, al rememorar los días incontables que permanecimos juntos y los
deliciosos paseos por la avenida, abrazados y embriagados de amor y pasión. Llegados
al parque, recuerdo que, en la placidez de la tarde, en nuestro acompasado y
reposado caminar entre arrullos y caricias, escuchábamos los bellos y dulces
trinos de los pájaros; el silbo de la suave brisa; el murmullo cantarín del
agua de los estanques, a los que acompañaba el suave chasquido producido por
nuestras pisadas, al resquebrajar las gálbulas del alfombrado suelo. Al término
de nuestro paseo, nos refugiábamos en un recogido rincón discreto del parque, rodeado
de evónimos -en cuyas parcelas se cultivan infinidad de flores-, y donde se
encontraba un banco aislado al que llamábamos nuestro banco; descansando en él
de la caminata y dando rienda suelta a los sentimientos: detrás del banco, un
fornido y subyugador ciprés nos daba una sombra confortable…
Poco a poco, su imagen se va difuminando en
mi memoria, ante el fuerte deseo de retenerla, tal como en la realidad; pero el
esfuerzo a veces es baldío, pues sé que ella me abandonó y no la volveré a ver…
De nuevo mis ojos enturbiados se posan en el
ciprés; lo contemplo entre admiración y nostalgia, y mi pensamiento abotagado, lleno
de lucubraciones, quisiera penetrar en los enigmas que encierra. Recuerdo,
entre otras cosas, su leyenda: basada en la del joven y bello Cipariso (en
griego, ciprés) que, habiendo dado muerte accidentalmente a su querido ciervo,
pidió al dios Apolo -enamorado de Cipariso-, que le quitase la vida, antes de
estar condenado a un continuo dolor, y el dios compadecido lo transformó en
ciprés: desde entonces, fundamentado en esta historia, el hombre enclavó al
ciprés en los cementerios, como símbolo de la desesperación y de los que
sufren. ¿Por qué lo hizo precisamente con este árbol, y no con cualquier otro?…
¿No lo hizo porque observó dentro de él algo misterioso?… Yo lo veo no sólo
enigmático sino emblemático y carismático, y lo estudio bajo estos conceptos
como a un ser viviente.
Su forma y figura es alargada y fusiforme,
terminada en aguda punta, como una lanza, que lo distingue de los demás;
excepto algunos de analogía y contextura más o menos lanceolada como el alerce,
álamo, abeto, araucaria y otros. Aferrado fuertemente en tierra donde nace,
crece y crece, hasta alcanzar alturas admirables; hendiendo y hurgando con su
extremidad el firmamento, como queriendo alcanzar esas extrañas y desconocidas
barreras de lo infinito, y fuese buscando la felicidad eterna en el más allá.
Es fuerte y poderoso, de manera que resiste las embestidas del más terrible
vendaval; permaneciendo incólume como un bastión después de la batalla. Aunque
el nombre ciprés, según el Diccionario Académico de la Lengua, es del género
masculino, empero, por las características y fisonomía del árbol en sí, debía
considerarse femenino -con una denominación más acorde a esta condición-; ya
que su cuerpo es mórbido, sinuoso, bello y esbelto. También es recatado porque,
sus ramas y follaje que permanecen ilesos, crecen a lo largo de su cuerpo,
preservándolo y encubriendo su intimidad. Cuando sopla suavemente el céfiro se
corva graciosamente, como una enamorada que se inclina ruborizada ante el
halago de su amado. Su color verde oscuro tiene una tonalidad muy singular, que
lo distingue del resto de las especies.
El ciprés, es un árbol al que gusta de la
soledad y melancolía, y se le suele ver como un anacoreta, ante alguna casa
solariega, en un paraje solitario o rincón recóndito. Ante su vista, nos viene
a la memoria aquél suceso flébil acaecido que, aunque el paso del tiempo quiere
borrar, permanece y queda en nuestro recuerdo.
Donde generalmente se le reconoce es en las
entradas e interiores de los campos santos: allí es donde viven los centenarios
cipreses velando el largo, profundo e interminable sueño de nuestros
antepasados. En el camino de entrada al lugar los contemplo alineados en una
doble hilera: altos; corpulentos; inigualables; como soldados con sus armas de
agudas aristas defendiendo la fortaleza.
Entrando en el recinto amurallado, me
encuentro con dos tipos de ciprés: el tradicional y otro más explayado, en
donde sus ramas se han abierto y puedo admirar su gran torso y enorme
frondosidad. Aquí, ya no están agrupados del todo, y se esparcen a lo largo y
ancho de la ciudadela. Cada panteón o tumba tiene uno o varios centinelas, que permanecen
vigilantes, indelebles e inmarcesibles a través de los tiempos; preservando a
sus dueños de cualquier daño: en los inviernos, de las fuertes heladas y
relentes y, en los estíos, del tórrido e implacable calor mediante su sombra
generosa. Pero, no sólo ellos dan beneficios, sino que reciben una
contrapartida de sus amos: las cenizas de estos, si son esparcidas por el
terreno, les servirán de abono y les pueden proporcionar la savia o alimento.
Según observo, el ciprés carece de cualquier
pecado, y es el ejemplo de la humildad, sin rencor ni envidia: aquél, guarda el
panteón suntuoso de un personaje conspicuo; mientras éste otro, convive con su
compañero, amparando la tierra aún removida e informe de la tumba de un pobre
paria. Las noches de luna llena sus figuras alargadas se enmarcan y proyectan
en las tumbas, dando la sensación de que sus almas invisibles se abrazan y
confunden con las de los yacentes. En las noches cerradas y oscuras pernoctan
contemplando los Fuegos fatuos de las osamentas de sus
protegidos, vagabundear y posarse en sus ramajes; creando una atmósfera de
fantasía y misterio inusitados. Y, ¿quién dice que los cipreses no tienen
sentimientos?... En los días de suave aura ¿no se oye como un rumor en ellos,
de placer y bienestar?...; en cambio, en los tormentosos, de viento huracanado
¿no se escuchan sus lastimeros ayes de dolor?...
El ciprés es un árbol que, desde la
Antigüedad, ha sido injustamente denostado consagrándolo al dios Plutón, Señor
de los Infiernos, dándole un sentido a su vida de muerte y destrucción; pero,
pienso que, al contrario, debería ser el símbolo de la inmortalidad, por su
paso a través del tiempo sin menoscabo: de igual modo, son también inmortales
las almas de los que yacen a sus pies.
Como todo ser viviente humano, también el
ciprés fenece (permaneciendo su alma imperecedera); no por sí, sino por las
manos de aquél; ya que los más insignes y prolíficos tallistas y ebanistas lo
inmolan, utilizando su carne macerada pero divinizada, para que se le pueda
admirar en los aposentos de un palacio medieval, una casa nobiliaria, o de cualquier
iglesia o museo como un tesoro artístico.
Por tanto, y como reconocimiento a sus
méritos, no sólo engalana actualmente nuestros parques, jardines y calles (de
donde estaba anteriormente exilado), sino que ha sido infinitamente pregonado,
elogiado o poetizado en numerosos escritos, con títulos alegóricos o sugestivos
tan originales y significativos como: Los cipreses creen en Dios; La sombra del
ciprés es alargada; El ciprés del claustro; Ciprés en otoño y otros muchos que
se podrían enumerar.
Por todo esto asevero que, allá donde exista
un poeta; un paseante solitario y melancólico; una pareja de enamorados
deleitándose en su idilio; estará allí el ciprés ignoto, emergiendo como un
gigante, proyectando su sombra eterna…
Me ha detenido en mi divagación un rayo de
sol que aparece en lontananza, sesgando en dos mitades las contumaces nubes. Se
le ve rebosante y esplendoroso, invadiendo de luminosidad tanto la ciudad como
la estancia; cegándome repentinamente. Al mismo tiempo, el Arco Iris se
extiende multicolor, como un gran puente hasta el cielo; llenando de
clarividencia mi ánimo todavía conturbado…
De nuevo veo a mi amada junto a mí;
contemplo su rostro encantador, sonriente y fulgurante. Puedo incluso acariciar
su piel de terciopelo, mientras me mira con sus hermosos ojos melifluos y
escucho su voz queda y suave como un murmullo…
El milagro se ha hecho realidad y perenne;
no es una fantasía y sé que no me abandonará jamás, porque ella es el CIPRÉS
que me acompañará por toda la Eternidad…
Antonio Ángel Parra Ruiz
Orihuela, septiembre 2003
A la atención de Ramón Fernández Palmeral
por su gentileza