Manuel Parra: la educación y la poesía
Manuel Parra Pozuelo, Manolo Parra siempre, ha muerto. Hace años se adentró en una senda dolorosa de silencio y olvido, privando a su familia, a sus muchos amigos y compañeros, de su palabra, a menudo llena de fervor, siempre repleta de convicciones y compromiso. Ayer le dije a su nieto, arrasado en justas lágrimas, que debería siempre sentirse orgulloso de su abuelo. Esta es la verdad esencial. Como tantos nos sentimos ahora orgullosos de haberle conocido, de haber gozado de sus magisterios.
Este manchego de Socuéllamos, tras viajes y aprehensiones de otras culturas, llegó a Alicante y se incorporó con decisión a las raíces de su vida: su militancia comunista –PCE y EUPV- y sindical en CC.OO. Allí supimos de la luminosidad de sus ideas, de lo infatigable de su vehemencia y aprovechamos sus experiencias en las victorias y en las derrotas. Dos recuerdos. Uno: su afán por convencer, que tantas veces le llevaba a repetir: “A ver si me entiendo yo”, acompañado de un gesto con la mano que se levantaba hasta la cabeza. Y nos solía entender y convencer. Otro: la noche del referéndum de la OTAN habíamos sido vencidos “los del no”; en medio de la lógica tristeza alcanzó a levantar el ánimo con una afirmación sorprendente: “Voy a beber sistemáticamente”. No recuerdo lo que bebimos pero, otra vez, recordó que de nada sirve prolongar las penas.
Pero para mí Manolo es, sobre todo, el sindicalista de la enseñanza. Más allá de organizar secciones sindicales –incluida la de la UA- había una profunda, evidente pasión porque se reconociera la fuerza transformadora de la educación, la capilaridad humanística del saber. La educación, en la mente de Manolo Parra, era la condición necesaria para que las personas, la sociedad democrática misma, alcanzaran una dignidad digna de tal nombre. Se hizo merecedor de muchos premios, pero, me parece, ninguno le agradó más que el primer premio “Ramiro Muñoz”, porque llevaba el nombre de su amigo entrañable, siempre indispensable, y, también, porque premiaba el valor de sus aportaciones en defensa de la educación pública.
Y luego, o, mejor, siempre, la poesía, sin menoscabo de otras obras sobre memoria histórica o crítica literaria. Poesía como empeño de la razón y los sentidos, poesía como tarea, como vínculo con el pasado y con el futuro. Hernandiano de pura cepa, estudió al poeta de Orihuela con pasión irrefrenable y no ocultó su deseo de –junto a otros autores- parafrasearlo, de apropiarse de su enjundia y sus frutos. Poesía de raigambre hernandiana como propuesta ética: un saber y una belleza a difundir que no ignora las circunstancias históricas y biográficas del autor.
Este es el sindicalista poeta dicho en tan pocas palabras que, desde luego, no alcanzan a retener una vida plena en la que muchos tuvimos la suerte inmensa de participar. Sirva esta estrofa para una imposible despedida:
“Sueño de tierra en vientos sacudido.
Árbol de paz en tarde fenecida.
Arista por mis ansias recorrida.
Presencia de la luz en el olvido”.
Así él, que nos deja sacudidos, en paz, recorridos de sus desvelos y luz intensa, faro inacabable en la memoria. Que en paz goce de una nube de banderas rojas, de pupitres y lápices y de todos los versos del mundo.