Premio Cervantes 2016, el escritor mexicano Fernando del Paso nombró dos veces a Miguel Hernández en su discurso de toma del Premio. Alcalá de Henares 23 de abril de 2016.
     Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor 
Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad
 de Alcalá, Señora Presidenta de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde 
de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y 
académicas, querida esposa–oíslo-e hijos, queridos parientes y amigos 
que me acompañan, queridos todos, Señoras y Señores:
La del alba sería, cuando timbró el teléfono de mi 
casa y yo pensé que si no era una tragedia la que me iban a anunciar, 
sería la malobra de un rufián que deseaba perturbar mis buenas 
relaciones con Morfeo, o quizás el mago Frestón. Pero no fue así, por 
ventura: era mi hija Paulina quien desde Los Cabos, Baja California, me 
anunciaba haberse enterado que me habían otorgado este premio, lo cual 
colmome de dicha pese a que desde ese instante las múltiples llamadas 
telefónicas que recibí por parte de amigos, parientes y periodistas, 
incluyendo los de España, para ratificar la gran nueva, no me dejaron 
volver a pegar el ojo. Yo, ni tardo ni perezoso acometí de inmediato la 
empresa de despertar a cuanto amigo y pariente tengo para informarles lo
 que me habían comunicado.
En marzo del año pasado, cuando tuve el honor de 
recibir en la ciudad mexicana de Mérida el Premio José Emilio Pacheco a 
la Excelencia Literaria, hice un discurso que causó cierto revuelo. Sé 
muy bien que esas palabras despertaron una gran expectativa en lo que se
 refiere a las palabras que hoy pronuncio en España. Las cosas no han 
cambiado en México sino para empeorar, continúan los atracos, las 
extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la 
discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el 
cinismo. Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza. Pues 
bien, me trago esa vergüenza y aprovecho este foro internacional para 
denunciar a los cuatro vientos la aprobación en el Estado de México de 
la bautizada como Ley Atenco, una ley opresora que habilita a la policía
 a apresar e incluso a disparar en manifestaciones y reuniones públicas a
 quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el orden 
público, la integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las
 personas. Subrayo: es a criterio de la autoridad, no necesariamente 
presente, que se permite tal medida extrema. Esto pareciera tan solo el 
principio de un estado totalitario que no podemos permitir. No 
denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.
Quizá debí haber comenzado este discurso de otra forma
 y decirles que yo nací en el ámbito de la lengua castellana el 1º de 
abril de 1935 en la ciudad de México. “Felicidades señora, es un niño”, 
dicen que dijo el médico que estaba exhausto de maniobrar una y otra vez
 con los fórceps, antes de ponerme no de patitas sino de orejitas en el 
mundo y quién al ver por primera vez mis entonces diminutos órganos 
reproductores, coligió con gran perspicacia que yo era un varón, rollizo
 no, pero tampoco escuálido: yo no quería nacer y a veces todavía pienso
 que no quiero nacer.
Me cuentan que lloré un poco y ¡Oh, maravilla! lloré 
en castellano: y es que desde hace 81 años y 22 días, cuando lloro, 
lloro en castellano; cuando me río, incluso a carcajadas, me río en 
castellano y cuando bostezo, toso y estornudo, bostezo, toso y estornudo
 en castellano. Eso no es todo: también hablo, leo y escribo en 
castellano.
Pancho y Ramona, el Príncipe Valiente, Lorenzo y 
Pepita, Tarzán y Mandrake, fueron mis primeros personajes favoritos, y 
yo no podía esperar a que mi padre despertara para que me leyera las 
historietas dominicales a colores, de modo que me di priesa en aprender a
 leer en lapre-primariaen la que me inscribieron mis padres, dirigida 
por dos señoritas que no eran monjas pero sí muy católicas y tan 
malandrines que me daban con grandes bríos y denuedo reglazos en la mano
 izquierda–yosoy zurdo- cuando intentaba escribir con ella, sin obtener 
su objetivo: no soy ambidextro, soy ambisiniestro. Más tarde mi mano 
izquierda se dedicó a dibujar y fue así como se vengó de la derecha. 
Pero aprendí a leer con los dos ojos, y con los dos ojos y entre los 
rugidos de los leones me las vi con don Quijote de La Mancha. En efecto,
 un hermano de mi padre que tenía una gran biblioteca virgen–nadiela 
leía: compraba los libros pormetro-,me invitó a pasar quince días en su 
casa, muy cercana al zoológico, desde donde se escuchaban a distintas 
horas del día los estentóreos rugidos de los leones y yo me dije: 
¿leoncitos a mí? y me zambullí en la literatura de los clásicos 
castellanos: desde entonces estoy familiarizado con todos ellos: Tirso 
de Molina, Lope de Vega, Garcilaso, Góngora, el Arcipreste de Hita, 
Quevedo, Baltasar Gracián y varios otros. Fue allí también, en la casa 
de mi tío donde me enfrenté con Don Quijote en desigual y descomunal 
batalla: él, las más de las veces jinete en Rocinante o a horcajadas en 
Clavileño y yo, en miserable situación pedestre. No obstante mi Señor y 
Sancho Panza estaban ilustrados por Gustave Doré y eso me sirvió de 
báculo. Salí de su lectura muy enriquecido y muy contento de haber 
aprendido que la literatura y el humor podían hacer buenas migas. De 
esto colegí que también los discursos y el humor podían llevarse.
De ahí continué leyendo, apasionado, a numerosos y 
muy buenos escritores españoles. Antonio Montaña Nariño, un escritor 
colombiano ya fallecido, entró a la agencia de publicidad donde yo 
trabajaba y me presentó a su amigo, elhispano-mexicanoJosé de la Colina.
 Pronto ellos se transformaron en mis primeros mentores literarios y me 
dieron a conocer a Benito Pérez Galdós, Ramón Menéndez Pidal, Ramón 
Gómez de la Serna, Ramón María del Valle Inclán, Antonio y Manuel 
Machado, Rafael Alberti y otros autores que me hicieron enamorarme 
profundamente de la lengua. En aquél entonces yo me regocijaba mucho 
leyendo a estilistas como Gabriel Miró. Antonio y José me dieron también
 a conocer a Joyce, Faulkner, Dos Passos, Erskine Caldwell, Julien 
Green, Marcel Schwob y otros muchos grandes autores de las literaturas 
anglosajona y francesa.
También desde luego a excelentes escritores españoles
 como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan José Armas Marcelo, Juan Marsé, los 
hermanos Goytisolo, Fernando Savater, Camilo José Cela, Javier Marías, 
Arturo Pérez- Reverte y a quién detonó toda mi vocación literaria: el 
poeta Miguel Hernández, autor de "El rayo que no cesa".
Recuerdo que hace algunos años en una universidad 
francesa, cuando comencé a dar una lista de los escritores que según yo 
me habían influido, una persona del público señaló que yo no había 
mencionado a ningún escritor español y me dijo que cómo era posible. Yo 
le contesté: los españoles no me han influido, a los españoles los 
traigo en la sangre, y agregué a la enumeración aquellos 
latinoamericanos que son parte de mis lecturas más importantes y por lo 
tanto de mi vida como Borges, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Cortázar,
 Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, Neruda, Huidobro, Gallegos, 
Guimarães Rosa y César Vallejo y entre los mexicanos Juan Rulfo, Octavio
 Paz, Carlos Fuentes, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, sin olvidar a 
Fernández de Lizardi y a nuestra amada monja Sor Juana Inés de la Cruz.
Los maravillosos sonetos de Miguel Hernández me motivaron a escribir Sonetos de lo diario,
 publicados por Juan José Arreola en “Cuadernos del Unicornio” en 1958. 
Pero en realidad mi primera incursión en el mundo castellano tuvo lugar 
cuando era yo muy peque: “Nano Papo quiee cuca pan quiquía”, que mi 
madre interpretaba fielmente: “Nano Papo” era: “Fernando del Paso”, 
“quiee cuca pan quiquía” quería decir “quiere azúcar pan y mantequilla”.
 Algunas tías malhumoradas, pronosticaron que yo no iba a dar pie con 
bola con el lenguaje. Se equivocaron de palmo a palmo. Poco después, al 
parecer insatisfecho con el eufemismo familiar que se le asignaba a los 
glúteos, los llamé “las guinguingas” y pronto este neologismo fue 
adoptado por toda la familia. La publicación de los Sonetos me sirvió 
para conocer a Arreola y a Juan Rulfo, quien sabía todo lo que había que
 saber sobre novela mexicana, española, rusa, inglesa, italiana, 
alemana, y, en fin, sobre novela mundial. Comencé entonces a escribir José Trigo,
 un libro reflejo de mi obsesión por el lenguaje, mi fascinación por la 
mitología náhuatl y que obedecía a tantos otros propósitos, que lo 
transformaron casi en un despropósito. Pero ahí está, tan campante, a 
sus 50 años de edad: fue publicado en 1966. Seguí después con Palinuro de México,
 una especie de autobiografía inventada, una recreación literaria de mi 
vida como niño y adolescente, conjugada en varios tiempos verbales: lo 
que fui, lo que yo creí que era, lo que no fui, lo que hubiera sido, lo 
que sería, etc. Y después vino Noticias del Imperio,
 la novela sobre los emperadores Maximiliano y Carlota en la que me 
propuse darle a la documentación el papel de la tortuga y a la 
imaginación el de Aquiles. Desde muy peque el melodrama de estos dos 
personajes, el saber que habíamos tenido en México un emperador 
austriaco de largas barbas rubias al que fusilamos en la ciudad de 
Querétaro y una emperatriz belga que vivió, loca, hasta 1927, cuando 
Lindbergh cruzó el Atlántico en avión, me había fascinado. Por supuesto,
 en cuanto ganó Aquiles la novela quedó terminada. He escrito también 
libros de poesía, libros para niños y dos obras de teatro. Una de ellas 
que he soñado que algún día se represente o se lleve a escena en este 
país: La muerte se va a Granada, sobre el asesinato de Federico García Lorca.
Toda mi vida ha continuado la riña entre mi mano 
izquierda y mi mano derecha. Ninguna de las dos ha triunfado y esto ha 
significado para mí un conflicto muy profundo. Sin embargo mi mano 
derecha se ha impuesto, no sé si soy escritor, pero sé que no soy 
pintor, nunca he dejado de escribir para dibujar y siempre he dejado de 
dibujar para escribir.
Sin embargo la lucha más prolongada que he sostenido 
en la vida ha sido contra mi propia salud. Desde que era muy peque y me 
operaron de algo que se llama “adenoides” hasta el momento actual, en 
que supero las secuelas, largas y dolorosas, de dos series de infartos 
al cerebro de carácter isquémico, he estado cuando menos quince veces en
 el quirófano: por una apendicitis, por dos hernias, dos tumores 
benignos, un desgarre en el corazón, un stent 
en la arteria femoral superficial de la pierna derecha, otro en la 
arteria coronaria izquierda, dos oclusiones intestinales y entre otras 
cosas dos operaciones de las que llaman “a corazón abierto”. Además de 
recurrentes ataques de gota y una fractura del tobillo derecho. Tan mal 
he estado en los últimos tiempos que cuando alguien me vio me dijo: 
“pero hombre, ¿así va usted a ir a España?” y yo le contesté: “yo a 
España voy así sea en camilla de propulsión a chorro o en avión de 
ruedas”.
¿Dije antes que "todavía pienso que no quiero nacer"?
 ¡Pamplinas! Fue una bravuconada. La vida ha sido bastante cuata 
conmigo. Quise escribir y escribí. Nunca escribí para ganar premios, 
pero ya ven ustedes, aquí estoy. Quise casarme con Socorro y me casé con
 ella. Quisimos tener hijos y tuvimos hijos. Quisimos tener nietos y 
tuvimos nietos. Y desde hace unos dos años tenemos una bisnieta: Cora 
Kate McDougal del Paso. Espero que algún día sus padres le recuerden que
 su bisabuelo le deseó que ella agradezca haber venido al mundo a 
compartir la vida con todos nosotros, aunque no sé en que lengua lo 
hará, puesto que nació en la tierra de James Joyce, Irlanda, y parece 
destinada a vivir en ese país. También desde aquí le mando mil besos a 
nuestra otra casi bisnieta, Ximena, a quien le digo casi bisnieta porque
 es la nieta de un casi nuestro hijo, Arturo. Hay más, les voy a contar 
una historia. Seré breve, es la misma historia que conté en la Caja de 
las Letras: Hace mucho tiempo el joven poeta mexicano tabasqueño, José 
Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y con ella se fue a Londres 
con el propósito de comprar un automóvil con el cual recorrer toda 
Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe qué 
sucedió: tal vez se quedó dormido al volante, el caso es que se 
desbarrancó y se mató. Yo llegué también con mi beca Guggenheim a 
Londres pocos meses después y me alojé en la casa del mismo amigo mutuo,
 Alberto Díaz Lastra, en donde él se había alojado. Allí, José Carlos 
olvidó una camisa que yo heredé. Desde entonces, cada vez que yo sentía 
pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y 
comenzaba a trabajar. Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos 
artistas, hombres y mujeres, cuya muerte prematura les impidió decir lo 
que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi 
vida. Depositarla en la Caja de las Letras no significa que no vuelva yo
 a escribir: la magnificencia e importancia del Premio de Literatura 
Española Cervantes, me obliga moralmente a hacerlo y así lo haré: me 
pondré la camisa, así sea metafóricamente, una y otra vez, hasta que se 
acabe (no la camisa sino mi vida).
Pero no vine aquí para contar mi vida y mis obras, ni
 para comentar mis penas. Tampoco a hablar de las guinguingas de nadie, 
ni siquiera de las de Don Quijote, aturdidas y compungidas como debieron
 estar, tras tantas tan tremendas tundas que le propinaron durante su 
azarosa profesión caballeril. Vine y estoy aquí hoy, 23 de abril de 
2016, en el que se conmemora el aniversario número 400 de la muerte de 
Miguel de Cervantes Saavedra, discurso en ristre y con los colores de 
España en el pecho, muy cerca del corazón, para agradecer: a sus 
majestades los Reyes de España Felipe VI y doña Letizia, por su muy 
generosa hospitalidad; por su hospitalidad también a la ciudad de Alcalá
 de Henares, a su Alcalde, y al Rector de esta Universidad; al 
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte así como al Instituto 
Cervantes; al jurado del Premio Cervantes por su decisión, riesgosa 
diría yo, en la medida en que juzgó como tal a mi literatura. Agradezco 
también a mis amigos y familiares presentes, a oíslo Socorro y a mis 
hijos: Fernando que descanse en paz, a Alejandro, Adriana y Paulina el 
gran apoyo que me han dado toda la vida. Socorro: perdóname si alguna 
vez te hice daño: te pido perdón en público. Asimismo y profundamente a 
la Providencia, a la casualidad o a la causalidad el haberme hecho 
súbdito de la lengua castellana, a mi país México y a mis padres por 
haberme dado este lenguaje y sobre todo, gracias a ti, España, mil 
gracias.
Por cierto, también sueño en español.
Vale.
Fernando del Paso
