"Yo nací en mala luna. / Tengo la pena de una sola pena / que vale más que toda la alegría”.
Con estos versos, íntimos y premonitorios, definía Miguel Hernández a
comienzos de 1936 –sin intuir el pronto estallido de una guerra civil–
su mapa emocional y las claves de su propio destino. La vida había
situado al poeta de Orihuela en una época de confusión social y política
como no se había conocido en nuestra historia contemporánea; un tiempo
que derivó en tragedia y, en el caso de Hernández, en una muerte
inhumana y vergonzante en la enfermería del Reformatorio de Adultos de
Alicante el 28 de marzo de 1942.
Mucho se ha especulado sobre las circunstancias de ese homicidio
(involuntario o consentido) que acabó con la vida de un poeta de apenas
31 años, pero el periplo carcelario de Miguel Hernández y su prematura
desaparición física no son más que la consecuencia de unos hechos
acaecidos al final de la contienda civil que nunca debieron ocurrir.
Tres años antes…
Miguel Hernández había pasado la Navidad y las primeras semanas de
enero de 1939 junto a su esposa. No quiso perderse esta vez la
experiencia de ver nacer a su segundo hijo (el primero había fallecido
con apenas 10 meses), Manuel Miguel, que venía al mundo el 4 de ese
enero en la casa de Cox, a escasos kilómetros de Orihuela. Sin embargo,
pocos días después se encontraba ya en Valencia, pendiente de las
órdenes del comunista Vittorio Vidali, conocido en aquellos años como
Comandante Carlos (comisario político y pieza clave de la Troika del
Komintern), y de los dirigentes del Partido Comunista. Desde allí
escribe el 18 de febrero a Josefina y le informa de la situación: “No
te preocupes por mí, que dentro de poco tiempo me tienes a tu lado y al
de nuestro Manolillo. Creo que no durará mucho la guerra, y está dentro
de lo posible que cuando vaya será para vivir en paz y siempre con
vosotros”.
El 24 de febrero de 1939 se halla en Madrid, donde recibe la noticia
de la muerte de Antonio Machado, sepultado el día anterior en el
pueblecito francés de Collioure tras un penoso viaje de exilio y una
estancia de apenas tres semanas marcadas por la enfermedad y el
abatimiento.
La vida situó al poeta de
Orihuela en una época de confusión social y política que derivó en
tragedia. Hernández quiso ser un combatiente más, sin mayores
privilegios que otros milicianos
Encuentros y desencuentros
Esos días de febrero, Miguel se había pasado por la sede madrileña de
la Alianza de Intelectuales Antifascistas para informarse a fondo sobre
la situación en que se hallaban sus compañeros y él. [A finales de febrero está en Madrid para ser padrino de boda de Antonio Aparicio]. El edificio de la
Alianza había sido, en los tres años de contienda civil, más que una
residencia para aquellos intelectuales, escritores y artistas que tenían
en común la lucha antifascista y la defensa incondicional de la
República. La vida allí se había desarrollado con inquietud y
desasosiego, pero también creando espacios para la diversión, para el
agasajo, para el ocio, para las recepciones y para las fiestas que
permitieran las circunstancias. El comentario sobre esta faceta lúdica
no es gratuito en tanto en cuanto acabó generando tensiones y
desencuentros, algunos de mayor trascendencia dada la relevancia de los
protagonistas. Y el episodio que levantó mayor revuelo fue la bofetada
que la escritora María Teresa León propinó a Miguel Hernández en la
misma sede de la alianza en las fechas que hemos comentado.
Los antecedentes del hecho cabe buscarlos en la actitud que cada uno
de ellos tomó ante la contienda y ante la necesidad de defender el
legítimo gobierno de la República. La labor valiente y decidida de María
Teresa ha quedado probada, ya que desde el primer momento asumió
cuantas responsabilidades le fueron dadas y derrochó esfuerzos para
lograr que la inteligencia se impusiera a la barbarie y la sinrazón.
Miguel Hernández encarnaba al poeta soldado que desde el estallido de la
contienda quiso estar en la primera línea de fuego como un combatiente
más y sin mayores privilegios que cualquier miliciano.
Fue en aquellos días de febrero de 1939, con la guerra prácticamente
perdida, cuando el poeta oriolano acudió a la sede de la Alianza para
recabar información sobre el momento tan delicado al que se enfrentaban.
Allí se encontró con los preparativos de una fiesta que María Teresa
León había organizado en homenaje a la mujer antifascista. Mucho era lo
que Miguel Hernández, como decimos, había callado durante esos tres años
de guerra, durante aquellas noches en las que llegaba abatido del
frente, agotado de tanto espectáculo sangriento, y trataba de dormir
algunas horas con la música de fondo de los bailes de disfraces y las
“travesuras y algazaras” con las que sus compañeros libraban su batalla
contra la muerte. Las diferencias tenían, pues, que aflorar por algún
lado y, en aquella ocasión, la fiesta a la mujer antifascista fue motivo
suficiente para que él no siguiera silenciando las evidentes
desavenencias entre el poeta del pueblo y los llamados “intelectuales de
retaguardia” o de “mono planchado y pistolas de juguete”, según
palabras de Juan Ramón Jiménez, quien en su libro Guerra en España no se
anduvo con tibiezas al escribir, años después, que “los poetas no
tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de
guerrilleros, y paseaban sus rifles y sus pistolas de juguete por
Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven
entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel, fue Miguel
Hernández...”.
“Ha escrito mucho en
contra de los nacionalistas, y Franco ha dictado leyes muy duras (...)
Alberti, que tenía su salida muy arreglada, no se ha preocupado de él”,
se inquietaba por Miguel Hernández un diplomático chileno en 1939
El hecho es que Hernández irrumpió en el edificio de la Alianza y,
tras descubrir el ambiente festivo que se respiraba en aquellos salones,
los preparativos, los manteles, los alimentos dispuestos en las mesas,
no pudo ocultar su indignación ante lo que le pareció un derroche y un
alarde de resabio burgués mientras él y otros combatientes seguían
jugándose el tipo en las trincheras. No había, además, en aquel palacio
mujer antifascista que se pareciera a las campesinas que había visto en
los pueblos y en los frentes luchando como hombres, ninguna que le
recordara a Rosario Sánchez,
la Dinamitera, ni tan siquiera a esas madres, hermanas o esposas que enterraban a diario a hijos, hermanos y compañeros.
Miguel se dirigió entonces visiblemente irritado a Rafael Alberti,
con Antonio Aparicio como testigo, y le lanzó la frase: “Aquí hay mucha
puta y mucho hijo de puta”. El autor de
Sobre los ángeles le
instó a repetir esas palabras en voz alta y delante de los otros
compañeros de la Alianza. Ante el desafío, el poeta oriolano se aproximó
a una pizarra que colgaba de una de las paredes de aquella dependencia y
reprodujo la frase con amplios caracteres. Antes de que Miguel
abandonara la sede, María Teresa León vio y leyó el insulto, se sintió
aludida, pues ella se había encargado personalmente de organizar aquel
banquete de homenaje, y se fue en busca de Miguel. La respuesta de la
autora de
Memoria de la melancolía fue una enérgica bofetada
que, al parecer, hizo caer al poeta. Ni que decir tiene que, desde aquel
momento, la relación entre ambos no fue la misma, pero a pesar de ello,
de aquel choque entre dos temperamentos fuertes, nada impidió que en el
recuerdo de María Teresa, Miguel Hernández quedara para siempre como
una criatura admirable, inocente y perdida en un mundo que no jugaba con
su misma limpieza.
Un poeta en la estacada
Las semanas que precedieron a aquel 28 de marzo en el que, con la
toma de Madrid, se daba por concluida la Guerra Civil española, Miguel
Hernández fue víctima y testigo de la desbandada y del caos que imperaba
a su alrededor. El consejo que recaba esos días de Vicente Aleixandre y
de José María de Cossío es que abandone España cuanto antes, ya que su
nombre, por la relevancia que había adquirido durante la contienda,
sería de los primeros en aparecer en la lista de represaliados. Por
mediación de Antonio Aparicio y de Juvencio Valle, se anima a visitar a
un viejo conocido, Carlos Morla Lynch, encargado de negocios en la
embajada de Chile en Madrid.
La figura de Morla Lynch resulta clave para reconstruir los últimos
días de guerra en la capital, así como la suerte que iba a correr Miguel
ante el peligro que se avecinaba. Y el primer dato nos sitúa en el
domingo 26 de febrero de 1939. Ese día, según el diplomático chileno, en
las dependencias de la Alianza se produjo el último encuentro (o
desencuentro) entre Rafael Alberti, María Teresa León y el poeta de
Orihuela, un Miguel Hernández visiblemente contrariado y perdido. Pesaba
sobre los tres, sin duda, la sombra del episodio de la bofetada y el
distanciamiento que este percance supuso entre la pareja y el autor de
Viento del pueblo. Los tres sabían que la situación era grave e
insostenible, y que cualquier decisión tomada a tiempo podía significar
la salvación o la condena.
Lo cierto es que, al día siguiente, el 27 de febrero, Alberti y León
salían de Madrid en un coche dispuesto para ellos por el jefe de la
aviación republicana, Hidalgo de Cisneros, rumbo a Elda, la localidad
alicantina donde, por cuestiones de seguridad y estrategia, se había
instalado el último gobierno de la República. Esa misma mañana, Carlos
Morla recibía de Alberti una lista de recomendados en la que no aparecía
el nombre de Hernández, aunque sí el de su secretario, Joaquín Miñana, y
el de Antonio Aparicio. De todo ello daba cuenta en sus notas privadas,
con cierto reproche, el diplomático el martes 28 de febrero de 1939:
“Ha venido a verme esta mañana el poeta chileno comunista Juvencio
Valle, acompañado de Miguel Hernández [...]. El peligro en que se
encuentra es grande y viene a pedirme ‘asilo’ [...]. Querría salir de
España, dan pasaportes a millares, pero naturalmente no a los de edad
militar que están movilizados [...]. Sin embargo, sale todo el que puede
hacerlo. Me cuentan que Alberti, María Teresa León y Santiago Ontañón
han salido ya, sin acordarse de él [de Miguel Hernández]. Así es la
vida. Por eso estaban tan tranquilos el otro día...”.
El miércoles 1 de marzo de 1939, Morla Lynch, sin ocultar de nuevo su
indignación y sus reproches a Rafael Alberti, escribía en el diario:
“...me preocupa el caso del poeta-pastor Miguel Hernández. Ha escrito
mucho en folletos y artículos en contra de los nacionalistas y me
aseguran que Franco ha dictado leyes muy duras en contra de los
periodistas que hayan obrado de esa forma. No considero, en este caso,
suficiente garantía el asilo en la embajada de Chile ya que me pueden
pedir la entrega de ellos [...]. [Miguel Hernández] no ha pensado un
momento en tomar medidas de precaución, y Alberti, que tenía su salida
muy arreglada, no se ha preocupado de él a pesar de que también era
miembro de la Alianza Intelectual”.
Pocos días después, con la conjuración de Casado, las cosas adquirían
un cariz siniestro para el poeta. Mientras tanto, Rafael Alberti y
María Teresa León se encontraban reunidos, desde hacía una semana, con
los líderes comunistas del maltrecho gobierno republicano en la finca
alicantina El Poblet, conocida como
Posición Yuste, situada a
escasos 65 km de Orihuela. Desde allí, hacia las 4 de la madrugada del 7
de marzo de 1939, el matrimonio de escritores despegaba a bordo de un
Dragón en compañía de Núñez Mazas, ministro del Aire; de Antonio Cordón,
titular de Guerra, y de los dos pilotos, camino de Orán.
En el amanecer de ese día, Miguel Hernández caminaba sin rumbo por
Madrid. Como apunta Antonio Muñoz Molina: “No hubo plaza en ningún avión
ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su
nombre y su literatura al servicio de la República...”.
La trágica cadena del destino
El 9 de marzo, Miguel Hernández se reúne con José María de Cossío y
este le acompaña hasta la salida de la capital. Cinco días más tarde, el
poeta se encuentra ya en Cox, junto a su esposa y su hijo. Recapacita
sobre la gravedad de su situación y, a mediados de abril, decide buscar
refugio en un lugar más seguro. El día 20 de ese mes parte de Alicante
con rumbo incierto. Sería, al parecer, el poeta falangista Eduardo
Llosent Marañón, viejo compañero en las Misiones Pedagógicas y, en
aquellos momentos, flamante director del Museo de Arte Moderno de
Madrid, quien le proporcionaría una carta de recomendación para que la
presentara en Sevilla a Joaquín Romero Murube. Con él se entrevista la
mañana del 24 de abril y pocos días después está camino de Cádiz, en
busca de Pedro Pérez Clotet, director de la revista
Isla y
antiguo conocido del poeta, pero este no responde a su llamada. Ante el
nuevo contratiempo, Hernández decidió huir hacia la frontera portuguesa.
El 29 de abril de 1939, Miguel cruzó a Portugal por un paso
clandestino en las cercanías de Rosal de la Frontera. Alcanzó el pueblo
portugués de Santo Aleixo a las 16 horas del día siguiente, internándose
posteriormente en Moura. El domingo 30 de abril se vio necesitado de
dinero para comer y recuperar las fuerzas después de una semana
atravesando tierras andaluzas y durmiendo a la intemperie. Vendió el
traje oscuro que portaba en una caja y el reloj de oro que le había
regalado Vicente Aleixandre, pero su aspecto, que no debía de ser nada
saludable, levantó las sospechas del comprador, que acabó denunciándole a
la policía salazarista. Esta entregó al preso a las autoridades
españolas de Rosal de la Frontera el 4 de mayo.
No se trataba, pues, de una detención por razones políticas, sino de
un capricho del destino que el confiado de Miguel no había previsto en
ningún momento. Ante los miembros de la Benemérita [
Ferris no fue a la Benemérita o Guardia Civil, sino al Cuerpo de Investigación y Vigilancia que era de la Policia de Fronteras], el poeta defiende su
inocencia, pero con tan mala fortuna que, cuando uno de los agentes
parece apiadarse de él y decide ponerlo en libertad, se produce el
cambio de guardia. El mando entrante resulta ser paisano de Hernández,
del pueblo vecino de Callosa de Segura: un guardia civil apellidado
Salinas
[no era guardia civil sino empleado de banca, según el libro de Josefina Manresa] que lo identifica de inmediato, se ensaña con él y le acusa de
haber sido un activo comunista al servicio de la República y un
significado escritor revolucionario.
Era, pese a la gravedad del momento, sólo el principio de un largo
vía crucis carcelario que acabaría con su vida tres años después, en la
última estación: el Reformatorio de Adultos de Alicante. Acababa así el
itinerario del poeta pastor de Orihuela, ese joven cuyo compromiso con
la vida, en todas sus manifestaciones, le llevó a cantar con igual
entrega la fuerza del deseo, la plenitud de la naturaleza y la honda
grandeza del sufrimiento humano.
Contar la vida de Miguel Hernández es una aventura porque su perfil
rompe moldes y derriba normas y estadísticas, se ajusta a un caso
verdaderamente excepcional como escritor y como hombre. Lo que importa,
sin embargo, es que 75 años después de aquel final, su memoria sigue
viva, transformada ya en un órgano literario que no ha dejado de latir,
de crecer y de expandirse entre cientos de miles de lectores.
................................Agregados de Ramon Palmeral....
A veces, la memoria desmemoria nos hace malas pasadas y a veces eculubramos, a mí también me pasa, por eso tengo que volver siempre al oficio de poeta de Eutimio Martin, a los libros de Juan Cano Ballesta, Fracisco Esteve, Jesucristo Riquelme, José Carlos Rovira, Carmen Alemany...