Homenajes del pueblo a Miguel Hernández | |||||||||
Pinturas murales en el Barrio de San Isidro (Orihuela) 1976-2012 ______Artículo de Javier Catalán | |||||||||
Domingo,
1 de Abril de 2012. Llego a casa lacerado por el calor, cansado y
hambriento. Me refresco la cara y me detengo exhausto frente al espejo,
que me devuelve la imagen de un rostro complacido y feliz, pintado del
color de la primavera. Quedó bonito, treinta y seis años después, el Barrio de San Isidro, donde yo crecí rodeado de fachadas pintadas cuyo significado desconocía. |
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Los
dibujos de entonces fueron decayendo al compás de mi niñez, hasta la
completa desaparición de ambos. Hoy el barrio sonríe fresco otra vez,
recién esmaltado, ajardinados sus muros en el lienzo de tu recuerdo, tan
llenos de ti, poeta del pueblo, Miguel Hernández. Me dejo caer en el
sillón y comienzo a recordar, como si hoy ya fuera ayer... ¿Y Pedro, habrá concluido su mural? Lo llevaba muy adelantado, es cierto, pero cuando le dejamos, el muro de su obra bullía con el clamor de un ejército de niños, los niños del barrio de San Isidro que jugueteaban con el arco iris desatendiendo una y otra vez sus instrucciones. Y él, en situaciones así, lo tiene claro: los niños son lo primero. Cómo olvidar a Enrique y a toda su familia, lo dueños de “mi casa”, la casa donde ellos viven y donde, desde hoy, también habita nuestra memoria calada en sus entrañas. Enrique es fontanero, como él mismo dice, “el fontanero del barrio”. Porque cuando entras en este humilde barrio oriolano, al poco de recorrerlo perdiéndote entre sus delgados callejones, uno se retrotrae en el tiempo a lugares ya olvidados, donde los animales son criados en libertad, el acceso a las casas descuidado, el grito en el aire convocando a la familia alrededor de la mesa... No tenemos ninguna duda de que “nuestra familia” cuidará la pintura mural como algo propio, porque también ellos contribuyeron a su alumbramiento. Y en el brillo de sus ojos pudo adivinarse desde el principio la enorme satisfacción y el firme compromiso adquirido de atenderla, de mimarla y protegerla de forma adecuada, porque desde el primer momento la acogieron felizmente en el hogar familiar, haciéndola suya con el debido respeto de quien valora la generosidad en el esfuerzo ajeno. Y nosotros nos fuimos llorando en silencio, sintiendo que nos desprendíamos de una íntima emoción gestada y parida con gran esfuerzo y mucho amor, pero convencidos de que crecerá feliz en el seno de esta humilde familia. Lástima que el cansancio y los preparativos de última hora me privaran del concierto que nos regaló el “cantaor” Manuel Gerena. Me dicen que el trueno que emergió de su garganta atravesó la noche y volvió a reencontrarse con su misma voz treinta y seis años atrás, en el mismo lugar, con la misma fuerza apasionada y el amor intacto hacia nuestro poeta universal. Uno de esos privilegios que en ocasiones te brinda el destino. Las jornadas se fueron sucediendo en un clima de creciente actividad y convivencia entre pintores, vecinos, promotores y organizadores de este evento artístico y socio-cultural, con la debida comprensión ante los pequeños contratiempos que iban surgiendo, reconfortados en todo momento con la presencia y el trato cercano que nos dispensaron los representantes del Gobierno Municipal. Ana Más, la titular de Cultura, junto con Amparo Pomares, su fiel consejera, aportaron el principal elemento diferenciador con respecto al homenaje del 76, el impulso y el apoyo institucional que no tuvo entonces aquella propuesta artística y reivindicativa. Y lo hicieron ahora, en pleno ojo del huracán de una crisis económica galopante, cuando ya no da para inaugurar magníficos edificios con el nombre del poeta. Y lo hicieron desde el lugar desde donde había que hacerlo, permanentemente a pie de obra. Destacar que Ana Más estuvo donde tenía que estar debe hacernos reflexionar acerca de la desnaturalización que se ha producido del sentido del deber y de la responsabilidad en la clase política en los últimos años. Nuestra edil de Cultura hizo lo que naturalmente cabe esperar de una representante pública en una ocasión así, estar a la altura de lo exigido, normalizando de este modo actitudes y comportamientos del pasado que no siempre se ajustaron a este patrón de conducta. Durante la jornada del sábado se precipitaron las manifestaciones culturales de homenaje a Miguel Hernández en la Plaza de San Isidro y el Colegio Jesús y María de San Isidro, principales lugares de encuentro. Teatro, música, recitales poéticos, conferencias, audiovisuales, venta de libros... reivindicaron sin descanso al “poeta del pueblo” en su pueblo y por su pueblo, de lo que pudo dar fe Lucía Izquierdo, nuera de Miguel Hernández; el ex-Secretario General de Comisiones Obreras Antonio Gutiérrez, otro destacado oriolano que no quiso perderse esta modesta pero muy honrosa cita con la historia de nuestra ciudad; Antonio Ballesteros, coordinador de la Revista Literaria Barcarola, quien dirigió en 2010 otro de esos homenajes históricos del pueblo (literario) a Miguel Hernández, brillantemente acunado en el número 76 de esta prestigiosa publicación albaceteña, nacido del reconocimiento conjunto y plural hacia la vida y la obra de un poeta necesario; Aitor Larrabide, entonces asesor de la Fundación Cultural Miguel Hernández y hoy recientemente nombrado nuevo director de esta institución, “hijo adoptivo” de la cosmogonía Hernandiana y destacado representante del Hernandismo intelectual, sin cuya contribución no cabe entender la ingente labor realizada por esta institución en los últimos años ; y cuantos se acercaron al calor de este encuentro. Y así hasta alcanzar el que a la postre se reveló, a mí entender, como uno de los momentos cumbre de la programación: la lectura del “Manifiesto de los poetas” elaborado por José Luis Zerón Huguet, reconocido poeta de Orihuela, y leído por él mismo. Fue el suyo un discurso verdaderamente magistral, con una profundidad en el mensaje y de una riqueza verbal a la altura de los mejores creadores y teóricos de las letras españolas. A mí, desde luego, no me pasó desapercibido. Y no pude evitar pensar mientras le escuchaba, en otro brillante discurso de un poeta de Orihuela inmortalizado en una histórica fotografía, la de Miguel Hernández en la inauguración de la Plaza Ramón Sijé (hoy Plaza del Marqués de Rafal) en 1936. Y no pude evitar pensar que tal vez sea ésta, la nuestra, una tierra noble de huerta fértil y cromadas tradiciones, dorada por el sol mediterráneo, pero también tierra fecunda en talento artístico y creativo. Y no dejo de pensar que tal vez no estemos valorando nosotros, en su justa medida, esta realidad que de improviso nos asalta en momentos puntuales como el anteriormente referido que nos brindó José Luis Zerón. La actividad de la jornada del sábado se detuvo en la Plaza de San Isidro a eso de las nueve y media de la noche, trasladándose al Teatro Circo donde culminó en un concierto de Paco Ibáñez. El canto a la libertad desde el firme compromiso social, tomando partido gravemente, sin ninguna concesión para cobardes y acomodados, removiendo la indiferencia en sus cimientos, desafiando la verdad con la verdad que brota del manantial de los corazones oprimidos, la verdad cincelada en la palabra y en la voz de los poetas... Paco Ibañez certifica con su arte, como hicieran con su obra los poetas a los que canta, el camino de la verdad auténtica, la verdad refulgente, la verdad orientada en la búsqueda del equilibrio, el equilibrio necesario entre las fuerzas antagónicas que definen la naturaleza humana. El cantante “vascolenciano”, como él mismo se denomina, integra ese grupo de personas que deciden darse a los demás, ofreciéndose con honestidad a la causa que creen más justa; y con su gesto van a proporcionar el contrapunto preciso que permita hacer de este mundo complejo, de severos contrastes, un lugar habitable que a todos nos permita vivir con dignidad o con la esperanza cierta de poder conseguirlo. Personas, como el propio Miguel Hernández, que por esto siempre deberían habitar entre nosotros, con licencia para vivir eternamente a nuestro lado. Y llegó al fin la hora de entregar las llaves de nuestro fruto callado, a mediodía del domingo bajo un sol generoso en su llanto. Llegó la hora de mirarnos a la cara unos a otros y comprender que el esfuerzo siempre merece la pena cuando de honrar la memoria de Miguel Hernández se trata. Y llegó el momento de reconocer y agradecer, de corazón a corazón, a los artífices de esta maravillosa iniciativa, por el ingente trabajo previo, durante las jornadas y la posterior labor de difusión que han realizado y aún hoy continúan realizando. Cuántas veces nos hemos planteado, yo al menos lo he hecho, lo bonito que sería recuperar los murales de San Isidro, reeditar el homenaje del 76 a Miguel Hernández... El planteamiento lo podemos haber tenido muchos, pero alguien debe ocuparse de instalar los sueños a ras de suelo. Y fueron ellos dos, Pepe Aledo y Pepe Rayos, Rayos y Aledo, pintores, artistas oriolanos profundamente convencidos de la viabilidad del proyecto, quienes tras el impulso inicial de la Concejalía de Cultura apostaron todo o nada a la materialización de este deseo de muchos, con la ayuda de todos, sí, pero que sin ellos dos no hubiera sido posible, no al menos en los términos en los que finalmente se produjo. Y por ello merecen el reconocimiento y eterno agradecimiento de todos, pero especialmente de quienes participamos en este proyecto por habernos brindado la oportunidad de contribuir a la realización de este sueño, de este sueño Hernandiano. Y es ahora, en pleno periodo de resaca de la fastuosa celebración del Centenario de Miguel Hernández, ahora, cuando la Fundación Cultural que lleva su nombre comienza a tiritar de frío, cuando ya cesaron las feroces disputas por hacerse con el legado material del poeta y comienzan, sin rubor, los sistemáticos incumplimientos, de un lado por falta de interés y del otro por falta de dinero, es ahora cuando homenajes de este tipo, nacidos y llevados a cabo por ciudadanos comunes, por aquel ente abstracto conocido como “el pueblo”, con total desprendimiento, de primera mano, sin mayor fortuna e inversión que el infinito caudal de respeto, sentimiento y generosidad de todos los intervinientes, es precisamente ahora cuando este tipo de homenajes a Miguel adquieren una mayor relevancia, porque atesoran el valor de lo auténtico, de lo insobornable, de lo que no se compra ni se paga con dinero ni falta que hace. Porque este tipo de homenajes sinceros y del todo punto interesados, pero interesados únicamente en rendir el justo tributo a Miguel Hernández aquí, en su pueblo, son aquellos actos que nos reconcilian con la memoria del poeta y nos van a permitir a los oriolanos, paso a paso y por la fuerza de los hechos, rescatar de la sombra siniestra el nombre de “Orihuela”, justamente ensombrecido en el devenir histórico de su relación con Miguel Hernández. Sí, quedó bonito el Barrio de San Isidro, treinta y seis años después... Prisionero ya de los recuerdos, me reafirmo en la evidencia cierta de lo poco que cuesta, a veces, contribuir a la realización de algo grande, tan grande como merecido. Maniatado al sillón por el cansancio, mis párpados comienzan a replegarse lentamente, acudiendo al abrigo de unos ojos plenamente satisfechos con lo vivido en los últimos días. Y comienza a diluirse gota a gota mi conciencia en el piélago balsámico de la tarde. |
La ordenada agitación que reinaba en aquel entorno
privilegiado al pie de la sierra de Orihuela, apurándose los últimos
detalles del importante evento cultural a punto de ser inaugurado,cuando
todos los presentes comenzaban a tomar asiento en sus respectivos
lugares, acabó diluyendo por completo las últimas e inevitables cautelas
que hasta entonces reprimían mi firme propósito.
La apacible tarde otoñal que enmarcaba aquella deliciosa
estampa invitaba al desafío, y yo fijé el mío en la figura enjuta de
nevada cabellera que ocupaba solitariamente un discreto lugar en uno de
los extremos de la primera fila de aquel improvisado auditorio.
Me senté deliberadamente justo detrás del lugar que
ocupaba el anciano y sin pensarlo dos veces me abalancé, presa de la
intuición y del deseo, sobre el asiento que tenía delante de mí y que en
esos momentos reclamaba toda mi atención. La fragilidad que transmitía
aquel cuerpo ceñido abordado por la espalda con un ligero toque en su
hombro derecho, contrastó de pronto con la poderosa mirada radioscópica
que me brindó a través de sus enormes gafas nada más girarse hacia mí.
- Perdone que le haga una pregunta, ¿conoció usted a
Miguel Hernández? -le espeté tratando de disimular la ansiedad que me
provocaba el incierto sentido de su respuesta.
Poder hablar y cruzar la mirada personalmente con alguien
que lo hubiera hecho antes, mucho antes, con el ilustre poeta de
Orihuela, constituía desde hacía ya algún tiempo mi mayor ambición y
también en esos momentos que precedían a la apertura oficial del II
Congreso Internacional Miguel Hernández.
- Por edad pude haberle conocido, pero yo estaba entonces
en Argentina -respondió el anciano con un cierto deje de amargura en su
voz, dejando caer lentamente las palabras con la cadencia musical
propia de su lengua materna-. Luego tuve que salir de mi país y llegué a
Tolentino, donde me instalé definitivamente. Pero Miguel siempre me ha
acompañado. El poeta más grande, la fuerza de su poesía, “El niño
yuntero”, “Andaluces de Jaén, aceituneros altivos...” -recitó agitando
levemente su mano temblorosa-. Su personalidad... Es un poeta
incomparable, único, enorme, muy superior al resto de poetas. Miguel...
-concluyó súbitamente con la mirada perdida y la boca ligeramente
entreabierta.
La mecha de nuestra inquebrantable amistad prendió
aquella tarde del 26 de octubre de 2003, a escasos metros de la casa del
poeta, al pie de la sierra levantina donde el joven pastor de Orihuela
compuso sus primeros versos.
Mi ambición original seguía en alto pero, lejos de
sentirme defraudado, el destino me acababa de brindar la oportunidad de
conocer a un personaje de lo más singular, al más ferviente, leal y
apasionado admirador de Miguel Hernández de cuantos he conocido. En el
buen sentido del término, un verdadero “fundamentalista” de la causa
hernandiana, Rodolfo Mettinni, argentino natural de Buenos Aires,
afincado desde 1978 en la ciudad italiana de Tolentino.
Su devoción por Miguel Hernández nada tenía de pose, y la
lealtad y discreción con que enarboló durante toda su vida la bandera
del Hernandismo tal vez sirven para explicar su aislamiento aquella
tarde de octubre en la primera fila del patio de butacas, alejado de los
focos verbeneros convenientemente orientados hacia otros asientos,
también de la primera fila.
La presencia en Orihuela de aquel joven octogenario
restaurador de muebles no resultó casual. El “Comune di Tolentino” (el
Ayuntamiento de aquella localidad italiana) había enviado a un miembro
del equipo de gobierno para escenificar formalmente la propuesta de
hermanamiento cultural con la ciudad de Orihuela. Rodolfo completaba la
pareja de aquella quijotesca delegación italiana.
Fue poco después cuando, una vez finalizados los
principales discursos protocolarios, "l'assessore del Comune di
Tolentino" (concejal) Olimpio Bernardini subió al escenario engalanado
con una enorme cinta que cruzaba su elegante figura, estampada con los
colores de la bandera del país transalpino y portando a modo de presente
una especie de banderín con el escudo de la ciudad que representaba en
aquel acto institucional.
Olimpio resultó ser un tipo de apariencia contradictoria.
Encarnaba a la perfección el estereotipo de galán italiano extraído de
“la dolce vita” romana, atractivo, con aire de intelectual, frívolo e
insubstancial a partes iguales, como si todo aquello no fuera con él,
pero odiosamente educado y atento, que al pobre Rodolfo mantenía
continuamente al borde de la desesperación. Se habían conocido con
motivo de aquel viaje, o lo que es lo mismo, no se conocían de nada.
Lo que Rodolfo no podía imaginar entonces, pero tuvo
ocasión de comprobar y reconocerme posteriormente con el paso de los
años, es que tras ese aire de aparente indolencia y despreocupación que
destilaba aquel apuesto político italiano, se ocultaba una persona de
fina sensibilidad y sólidos principios, amante de la poesía,
desinteresadamente generosa y fiel a una forma de entender la vida donde
la traición y el olvido no tenían acomodo.
El acto concluyó bien entrada la noche y comenzó la
desbandada, tanto institucional como también organizativa. Rodolfo y yo
continuamos conversando en el centro de la plaza en compañía de Olimpio,
quien parecía especialmente empeñado en analizar la composición
molecular de cuantos materiales nos rodeaban, como si hubiera recibido
el encargo de recoger información acerca de la vida en otro planeta. La
barrera del idioma que le mantenía alejado de nuestra agradable
conversación, sin duda, acentuaba su actitud pueril e indiferente.
En un momento determinado Rodolfo se revolvió inquieto
tratando de localizar a alguien de la organización que debía
acompañarles a la estación del ferrocarril. Pero para entonces la
organización en bloque brillaba por su ausencia, habían desaparecido
todos como por ensalmo. Y yo, que he de reconocerlo, agradecí
egoistamente aquel desajuste organizativo, me ofrecí a acompañarles
caminando hacia la estación del ferrocarril.
Durante todo el trayecto Rodolfo increpaba, en español y
en italiano, y culpaba de toda su desventura a su espigado compañero de
viaje quien, a su vez, continuaba unos metros por delante analizando con
sumo detenimiento todo cuanto encontraba a su paso, ajeno por completo
al monumental cabreo e indignación que asolaban al venerable anciano.
De inmediato me hice cargo del cariz cinematográfico que
iba adoptando aquella pintoresca escena, como extraída de un filme de
Rossellini.
Nos despedimos finalmente en la estación de Orihuela sin
mayor romanticismo, pues quedamos emplazados para continuar ahondando en
nuestra incipiente relación de amistad ya en Madrid, donde habían de
desarrollarse el resto de las jornadas del congreso hernandiano.
En la capital de España, y ya en compañía de mi gran
amigo Carlos Figueroa y de nuestro nuevo común amigo Jonathan Martínez,
el vasco, conformamos un grupo a cinco dispuesto a vivir experiencias
inolvidables que quedarían grabadas para siempre en nuestras memorias.
La alegría natural y desbordante que irradiaba Carlos,
unido a la frescura, la espontaneidad y el descaro juvenil de Jonathan,
cautivaron desde el primer momento al abuelo Rodolfo.
El II Congreso Internacional Miguel Hernández llegó a su
fin, pero el entrañable vínculo de amistad forjado con motivo de aquel
encuentro cultural no había hecho más que comenzar su andadura.
Fueron muchas y muy prolongadas las conversaciones
telefónicas mantenidas entre Tolentino y Orihuela. En ellas Rodolfo me
relataba con gran pasión el devenir de su actividad diaria centrada casi
exclusivamente en mantener viva la llama de Miguel en Tolentino,
prendida por él mismo desde el principio de su estancia en aquella
ciudad amurallada de corte medieval.
Y me hablaba de lo bien que eran acogidas por lo general
todas sus propuestas, así como del gran interés que en torno a Miguel
Hernández iba anidando entre los habitantes de aquella localidad, no sin
gran esfuerzo por su parte.
Consiguió implicar en su particular “cruzada” hernandiana
a la Asociación Cultural de ámbito local Polislab y al reconocido
traductor italiano nacido en Tolentino Enzo Calcaterra.
Me puso al corriente asimismo de los avances que
experimentaba su relación con Olimpio, a quien comenzó a describirme
como una persona comprometida, fiable y de una integridad personal
totalmente insospechada cuando se conocieron con motivo de aquel
iniciático viaje a España. Olimpio abandonó la actividad política
lastrado por el desengaño, pero ellos dos para entonces habían
consolidado una relación de amistad sin fisuras.
Y es así como fue tomando cuerpo la idea, gestada
inicialmente en Madrid, de viajar nosotros a Tolentino para tributar un
nuevo homenaje a Miguel Hernández en Italia. Homenaje que quisimos
extender también a Rodolfo Mettinni como reconocimiento a la labor
altruista e incansable que éste venía desarrollando de forma sincera y
callada en favor del poeta de Orihuela.
Tras un azaroso viaje llegamos por fin a la estación del
ferrocarril de Tolentino bien entrada la noche del 13 de septiembre de
2008, donde aguardaban impacientemente los amigos italianos que debían
conducirnos a nuestro alojamiento. Entre los anfitriones no se
encontraba Rodolfo. La noche era fría y lloviznaba ligeramente. El
cansancio acumulado durante toda la jornada comenzaba a dejarse sentir
en nuestros cuerpos y en nuestro ánimo. Paolo Paoloni, Presidente de la
Asociación Cultural Polislab, y Stefano Rossi, "coordinatore di Voce
alla città" (coordinador del partido político que gobernaba entonces en
Tolentino), nos recibieron de forma muy cordial y amigable, como si de
un reencuentro entre viejos amigos se tratase. Lo atribuimos en parte a
los buenos oficios de Mettini.
Este primer y breve acercamiento personal en suelo
italiano nos bastó para tomar conciencia de la dimensión que se había
dado a nuestra presencia e inclusión en la agenda cultural de aquella
ciudad. Tal es así que esa misma noche en el apartamento donde nos
hospedaron, sobreponiéndonos al cansancio, logramos repasar de nuevo
nuestra intervención prevista para dos días después en el Auditorium de
la Biblioteca Filelfica de Tolentino.
A la mañana siguiente, bien descansados, Stefano nos
condujo a casa de Rodolfo donde estaba prevista la comida de aquel día y
donde pudimos abrazar de nuevo a nuestro entrañable compañero de
vivencias y querencias casi cuatro años después. Fue entonces cuando
conocimos a Eda de Menezes, su esposa brasileña y su principal valedora
en este mundo. Porque sólo Eda conoce la magnitud exacta del sacrificio
de Rodolfo por la causa hernandiana.
Lo primero que reconocí en ella fue el severo esplendor
de un rostro que, en palabras del escritor alicantino José Luis Ferris,
“conserva la belleza de las viejas heroínas”.
Ferris, biógrafo de Miguel Hernández, había visitado
Tolentino seis años antes para participar en otro homenaje al poeta de
Orihuela promovido por Rodolfo, en esta ocasión, con motivo del sesenta
aniversario de la muerte de Miguel. Año 2002 en el que también por
iniciativa de Rodolfo vio la luz "Miguel Hernández. La terra, l'amore,
la guerra", una exquisita antología de poemas de Hernández en edición
bilingüe (italiano-español) llevada a cabo por Enzo Calcaterra y la
Asociación Cultural Polislab.
Las horas que siguieron a aquella sobremesa pródiga de anhelos y nostalgias fueron de una actividad casi al borde del delirio.
Al día siguiente llegamos a las puertas de la Biblioteca
Filelfica a eso de las cinco de la tarde. Nos disponíamos a entrar en el
recinto vallado que la delimita, cuando vimos aproximarse hacia
nosotros una figura alta y desgarbada montando una bicicleta de las de
antes. A medida que se acercaba hacia el lugar donde nos encontrábamos,
el rostro de Olimpio se nos reveló con una amplia sonrisa de bienvenida.
Después de fundirnos en un caluroso abrazo conversamos apresuradamente
durante un corto espacio de tiempo. Su español había mejorado
ostensiblemente y en su semblante no había rastro alguno de aquella
actitud pueril y despreocupada que manifestó años atrás en su visita a
Orihuela. Vestía muy discretamente y las facciones de su cara se habían
endurecido. La expresión de sus ojos manifestaba pesar y desencanto
apenas disimulados por la alegría que le producía vernos de nuevo.
Alejado por completo de la vida política de la ciudad, no quiso dejar
pasar la oportunidad de reencontrarse con nosotros y asistir al acto de
homenaje que habíamos preparado para aquella noche, y que en Tolentino
presentaron como “La notte di Miguel”.
La sala del Auditorium de la biblioteca fue recibiendo
invitados hasta llenarse por completo. En la primera fila un hombre
moreno de pelo ondulado y elegantemente vestido revisaba con gran
interés la traducción de los textos que se iba facilitando a cada uno de
los asistentes al acto.
Los contratiempos técnicos nos acompañaron hasta el
último momento previo al inicio del evento. Pero aquella noche del 15 de
septiembre de 2008 tenía que brillar de nuevo la luz de Miguel
Hernández en Tolentino, como homenaje a Rodolfo Mettinni, y brilló.
Brilló con dignidad, sin grandes ambiciones, pacientemente, brilló a la
luz de una vela y al calor de un público generosamente entregado,
abandonado al sentir de unos versos que conmueven y perturban más allá
del aquí y el ahora.
Al acabar el acto, Stefano nos pidió hacernos una foto
con aquel hombre moreno de la primera fila que con tanto interés había
seguido el evento en su totalidad. Gianni Principi, así se llamaba, nos
dio su más sincera enhorabuena. Sólo después de despedirnos de él
supimos que Gianni era el "Presidente del Consiglio Comunale di
Tolentino" (el alcalde).
La experiencia italiana llegó a su fin y nosotros nos
despedimos de Rodolfo orgullosos de haberle conocido pero conscientes de
que tal vez nunca más le volveríamos a ver, como así fue en mi caso.
De vuelta en España, retomamos de inmediato nuestra
relación telefónica en la distancia abordando nuevos proyectos, entre
los cuales se incluía el de una nueva visita de Rodolfo a Orihuela con
motivo del III Congreso Internacional Miguel Hernández en 2010, año del
centenario del nacimiento del poeta oriolano. Y aunque Rodolfo, por
razones de salud física, no volvería a pisar la tierra que vio nacer a
su querido y admirado poeta, sí continuó honrando su memoria y luchando
hasta el final de su vida por consolidar la presencia de Miguel
Hernández en Tolentino y, por extensión, en Italia.
Después de haber promovido en aquel país diversos
homenajes literarios al poeta de Orihuela, de haber posibilitado la
traducción y difusión de la obra de Hernández, de haber tendido sólidos
lazos de unión cultural entre las ciudades de Orihuela y Tolentino,
entre España e Italia; en suma, después de haber sementado y cultivado
la semilla hernandiana en el pueblo de Tolentino, Rodolfo consideró que
había llegado el momento de proyectar socialmente la figura de Miguel
Hernández más allá de los círculos literarios de la ciudad y afrontó,
tal vez, su empresa más ambiciosa. La idea de que una de las calles de
esa ciudad del centro de Italia recordara para siempre el nombre del
poeta de Orihuela le acompañaría los últimos años de su vida y le
sometió, en palabras de Eda, a un desgaste físico y emocional que sin
duda acentuó su delicado estado de salud.
Miguel Hernández le mantuvo con vida cuando ya su cuerpo
maltrecho se resistía a seguir viviendo. Rodolfo pudo ver cumplido poco
antes de cerrar sus ojos para siempre, en la localidad italiana donde
residió buena parte de su vida, en la ciudad que lo acogió generosamente
y respondió con nobleza a su llamada hernandiana, su último sueño, su
último homenaje al poeta de Orihuela. La "Via Miguel Hernández", la
calle que el "Comune di Tolentino" decidió otorgar al poeta español
Miguel Hernández Gilabert en la sesión plenaria de la "Giunta Comunale"
del 14 de diciembre de 2010, es hoy una realidad.
Y es en esta ciudad histórica y monumental de unos 20.000
habitantes, próxima a la costa del Adriático, sede de la firma del
histórico “Tratado de Tolentino” entre Napoleón Bonaparte y el Papa Pío
VI en 1797, es en este lugar donde se encuentra la única calle que
recuerda al ilustre poeta de Orihuela en Italia.
Las ciudades se humanizan dando nombre a sus calles, cada
uno de los cuales atesora en su origen una historia por lo común
desconocida para la mayoría de quienes a diario las recorren.
Rodolfo Mettinni nunca dudó que la figura de Miguel Hernández bien merecía todo aquel sacrificio.
La historia particular de Rodolfo ha calado hondo entre
quienes tuvimos el privilegio de vivirla en primera persona. En
Tolentino, Gianni Principi es hoy el portador de la llama hernandiana
prendida por Mettinni en Italia. Fascinado por la grandeza del poeta
español nacido en Orihuela y alimentando el recuerdo de Rodolfo, Gianni
ha emprendido el vuelo de la nostalgia rumbo a un futuro y efectivo
hermanamiento cultural entre las ciudades de Orihuela y Tolentino,
sobradamente justificado y que en este caso concreto se revela como un
verdadero acto de justicia y de buen gobierno.
...................
Javier Catalán. Orihuela, 1973.
Licenciado en Derecho por la Universidad de Murcia. Ha publicado trabajos periodísticos y literarios en distintos medios nacionales e internacionales. Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías poéticas. Ha participado en numerosos encuentros literarios celebrados en diferentes ciudades españolas. En 2008 y 2010 co-dirigió y realizó dos homenajes a Miguel Hernández en Italia, en las ciudades de Tolentino (Macerata) y Cagliari (Cerdeña). Ha sido finalista en el VII Certamen Literario Ayuntamiento de Benferri (2007), en la modalidad de poesía.
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Javier Catalán. Orihuela, 1973.
Licenciado en Derecho por la Universidad de Murcia. Ha publicado trabajos periodísticos y literarios en distintos medios nacionales e internacionales. Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías poéticas. Ha participado en numerosos encuentros literarios celebrados en diferentes ciudades españolas. En 2008 y 2010 co-dirigió y realizó dos homenajes a Miguel Hernández en Italia, en las ciudades de Tolentino (Macerata) y Cagliari (Cerdeña). Ha sido finalista en el VII Certamen Literario Ayuntamiento de Benferri (2007), en la modalidad de poesía.