Manuel Altolaguirre
Su vida completa, desde su niñez campesina de
Orihuela hasta su fallecimiento, desprende como el mar o como el río nubes para
las lluvias del hombre, sudario para ocultar su muerte. Ningún poeta como él
tan rodeado de exaltación, fomentada desde su prodigiosa niñez, allá en su
pueblo, por el entusiasmo de su viejo amigo, un canónigo, el que le diera sus
primeras lecturas (Calderón, Cervantes, Lope), el que recibiera sus primeros
versos.
En Orihuela se le murió
otro amigo, Ramón Sijé; con él publicó una revista católica El Gallo Crisis,
impopular y culta; amigo que le dejó al morir su obra, larga, ambiciosa, repetidora
de Zubiri, de Ortega, de Bergamín, de Ors. Con aquellos manuscritos, por
fidelidad amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos
El rayo que no cesa, colección de sonetos admirables. En Madrid trabajaba
con José María de Cossío en una Enciclopedia del toreo que iba a publicar
Espasa-Calpe. Su oficina estaba cerca de mi casa, y al terminar su trabajo
venía a verme, entrando por la ventana abierta; tenía facilidad para subirse a
los árboles, cosa que hacía cuando paseábamos por alguna alameda.
Giménez Caballero le
publicó en La Gaceta Literaria sus primeros versos, y Bergamín, en
Cruz y Raya, su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve.
También colaboró en varios números de la Revista de Occidente…
(Fragmento del libro El caballo griego, de Manuel Altolaguirre, Diario Público, 2010. Edición Gracias a la gentileza de Paloma Altolaguirrre Méndez).