Evocación de mi abuelo Juan Guerrero Ruiz
El amable lector me disculpará si la columna es en primera persona y su corte quizás impúdicamente personal. La escribo por creer que describe circunstancias y episodios curiosos, relativos a personajes públicos de cierto relieve y susceptibles de ilustrar facetas históricas y culturales no exentas de singularidad e interés. Pero acaso, y si es así pido perdón, también por nostalgia, melancolía y afecto, ahora que soy mayor, hacia los muertos que me anteceden.
Le debo en cierto modo la vida a un antepasado masón, don Mariano Ruiz-Funes García, a la sazón ministro de Justicia en el gobierno Largo Caballero a comienzos de la Guerra Civil. Era también un prestigioso catedrático de Derecho Penal, y de hecho conservo algún libro suyo dedicado con enérgica caligrafía a mi abuelo materno, Juan Guerrero Ruiz, que era su sobrino carnal. Había logrado éste un puesto, asendereado por el frentepopulismo y la revolución, en esa segunda mitad del 36, en la Universidad de Río Piedras, gracias a los buenos oficios de viejos amigos literarios suyos, y todo estaba preparado para que la familia al completo se fuese a Puerto Rico, como acababan de hacer Zenobia y Juan Ramón. La casa estaba recogida, las maletas hechas y tenían sus pasaportes en regla mi abuela Ginesa y sus seis hijos. Sólo faltaba mi abuelo, que confiado se fue a ver a su tío para pedirle su propio pasaporte. “No, yo a ti no te doy el pasaporte”, repuso el ministro, “porque tú lo que quieres es irte con los fachistas”. Así los llamaba. Algo por completo absurdo, vistas las amistades de mi abuelo, amén de una puñalada prepotente y arbitraria, máxime cuando el propio Ruiz-Funes no tardó en largarse con un buen puesto al extranjero. Mas un proceloso hito que determinó el rumbo de su vida, la de mi madre y, por extensión, mi destino, al regalarme de rebote una raigambre alemana y privarme, tal vez, de haber sentido correr sangre boricua por mis venas.
No pudo Juan Guerrero irse de España, pero ello no le vino mal al autor de Platero y yo, que se había marchado de España con lo puesto, temiendo la violencia miliciana lo mismo que Ortega o Marañón, y creyendo que su retorno iba a ser inminente. Difícilmente podía imaginar que ya no volvería a su tierra, si no es para ser solemnemente velado y enterrado, con su esposa, en 1958. Pero quienes taimadamente entraron en su piso de Padilla, engañando a la vieja criada que estaba al cargo, Luisa Andrés, para llevarse objetos de valor artístico y literario, no fueron de la izquierda. Posiblemente por fortuna. Eran tres jóvenes falangistas tan atolondrados como amantes de la poesía, llamados Carlos Martínez-Barbeito, Félix Ros y Carlos Sentís. Este último, ya convertido en Carles, sería con los años un destacado nacionalista catalán, tras pasar por UCD y muchos cargos. Los corchos flotan por definición. Alarmadísimo el poeta de Moguer con lo ocurrido, le pidió a mi abuelo que hiciese lo posible, y vaya si lo hizo en esos tiempos recios. Se entrevistó con los tres por separado, les dijo que le constaba la felonía cometida, y les rogó que devolviesen lo sustraído. Los dos primeros, buenas personas, accedieron, pero no el tercero. En estas se perdió el célebre retrato de Juan Ramón debido a Vázquez-Díaz, del que algunos tenemos copias firmadas por el poeta de su puño y letra, pero cuyo original sigue forzado a una existencia clandestina, porque nadie quiere admitir que es fruto de un saqueo.
La casa de Juan Ramón albergaba, naturalmente, una magnífica biblioteca, que mi abuelo logró poner a salvo en esos días de ladrones, asesinos y arrasadores. No sin sacrificio consiguió ocultarla, con la connivencia de su director, en los altos del Museo Romántico en Madrid. Mi madre siempre se quejó con disgusto de cómo trabajó durante meses, obligada por su padre, fichando esos libros. Pero hace algunos años, visitando la Casa Museo Zenobia y Juan Ramón Jiménez en Moguer, recibí cumplida recompensa moral a su enfado, aunque ella ya no vivía para que se lo contara. Resulta que, repasando la suntuosa colección, bellamente alojada, me dio por preguntar por qué los libros no estaban debidamente ordenados, por autores, géneros, asuntos o algún criterio equivalente al que sin duda habría seguido el elegante propietario en su residencia. “Están en el orden exacto en que nos llegaron, tras ser catalogados y metidos en cajas”, fue la respuesta. Y añadieron: “Los libros están aquí gracias a Juan Guerrero, que evitó su expolio, y a Juan Ramón, que antes de morir quiso donarlos a Moguer.” No pude evitar sonreírme. Del orden, o del desorden, en cualquier caso del milagro, la culpable era mi querida madre. Me la imagino rezongando y maldiciendo la lealtad de su padre a Juan Ramón.
Por lo demás, mi abuelo siguió ocupándose de los asuntos juanrramonianos en España hasta su prematura muerte en 1955. De ello dan fe las cartas que le escribió Zenobia Camprubí a lo largo de las décadas, que ocupan casi 1.500 páginas en el volumen que publicara la Residencia de Estudiantes en 2006, y en donde ella realiza una humildísima referencia a este que suscribe (pág. 1.190), a quien acaba de ver en foto con escasos meses de edad. Pero se debe señalar que los años mejores de mi abuelo son los anteriores a 1936. En esa época cae su creación de la murciana revista Verso y Prosa, que se saca de la manga, sin recursos ni subvenciones, junto con Jorge Guillén, en 1927. En ella colaboran de Aleixandre a Max Aub, de Corpus Barga a Salvador Dalí, de Antonio Espina a Giménez Caballero, de José María Hinojosa a Benjamín Jarnés, de Juan Larrea a José Moreno Villa, de Benjamín Palencia a Pablo Picasso, de Unamuno, a Esteban Vicente. Vaya, la flor y nata de España.
Simultáneamente, está su vivo papel de promotor de esa misma generación poética que escoge como símbolo el año del tercer centenario gongorino. Y aquí entra su amistad íntima con los Salinas, Alberti, Bergamín, Claudio de la Torre, Maruja Mallo, Cernuda, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Fernando Villalón, Melchor Fernández Almagro, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados o Miguel Hernández, entre otros muchos personajes. Y Lorca, siempre Lorca, el más querido, el predilecto, que toca el piano de mi abuela con frecuencia. Será quien le adorne con el título de “Cónsul General de la Poesía Española”, indiscutible para todos. “Cónsul Jeneral”, escribe Juan Ramón cuando lo cita. Reproducimos una postal que le envían a Juan Guerrero Federico y Juan Ramón el 29 de junio de 1924, con motivo de esa legendaria estancia granadina a la que ha dedicado un hermoso libro Alfonso Alegre Heitzman, Días como aquellos (Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2019).
La Murcia y el Levante de esa época, los entornos vitales de pintores, compositores y escritores como Luis Garay, Gabriel Miró, Antonio Oliver y Carmen Conde, José Ballester, Oscar Esplá, Pedro Flores, Ramón Gaya, Juan Bonafé, Francisco Alemán Sáinz, Cristóbal Hall y muchos más, marcan las coordenadas de una Arcadia desaparecida e irrepetible, con Juan Guerrero, ese gordito feliz, en su epicentro. El crítico literario ocasional, el promotor a su costa de pintores, el editor a pérdidas de libros imposibles, el fundador del Premio Adonais, el ejemplo inagotable de altruismo, desprendimiento, amor al talento ajeno, el renuente a todo sectarismo político. Perdóneseme el entusiasmo. José Luis Martínez Valero ha escrito un emotivo libro compuesto por cartas imaginarias, Merced, 22 (Murcia: Diego Marín Librero, 2013), cuyo título se corresponde con nuestro domicilio durante dicho período de entreguerras, en el que busca reflejar aquella luz del espíritu.
Creo que el principal fracaso de mi abuelo, para él, fue no lograr convertir a Juan Ramón a la fe católica. Lo intentó con denuedo, con machaconería, hasta hartar al poeta, que no le hizo caso. Aunque mi abuelo fue igualmente capaz de subirse al barco anclado en el puerto de Alicante en el que Rafael Alberti y María Teresa León se iban al exilio para despedirlos. En la foto se les ve sonrientes, trajeados, muy cordiales, pero seguro que la procesión va por dentro. Al fondo de la imagen se aprecia la sierra de Aitana, que inspiró al poeta gaditano al poner nombre a su hija, por ser la última tierra española que contemplaba al marcharse.