Sinopsis:

Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

viernes, 31 de octubre de 2025

Miguel Hernández (1910 – 1942): 'Elegía a Ramón Sijé', por el gran Andrés Amorós

 EL DEBATE

Fundado en 1910

 


                            (Pepito Marín Gutiérrez "Ramón Sijé" por Ramón Palmeral

 

 

 

Andrés Amorós
Lecciones de poesía Andrés Amorós (*)

El adiós a un «compañero del alma»

Miguel Hernández (1910 – 1942): 'Elegía a Ramón Sijé'

El poeta Miguel Hernández durante la Guerra Civil

El poeta Miguel Hernández durante la Guerra CivilGTRES

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Es creencia general que las dos más grandes elegías de la literatura española son las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, y el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca: dos obras maestras absolutas.

También suele creerse que, si queremos añadir un tercer poema español, en elogio de un muerto, pensaremos en la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández. Soy tan poco original que coincido con esta opinión común.

Ocho décadas después de su muerte, la crítica y los lectores reconocen hoy a Miguel Hernández (1910 – 1942) como un gran poeta. ¿A quién no le conmueven, por ejemplo, las Nanas de la cebolla, escritas en la cárcel?

Urtasun, el ministro de Cultura, demostró su cultura afirmando que a Miguel Hernández lo asesinaron los franquistas. Quizá lo confundía con García Lorca… Y los sonetos de El rayo que no cesa cuentan, sin duda, entre los más hermosos de la poesía española contemporánea.

Como aficionado a los toros, además, siento verdadera debilidad por algunos de estos sonetos porque no se quedan en lo externo del espectáculo, sino que profundizan, presentan al toro bravo como símbolo del varón español, de su actitud ante la muerte. (Lo he comentado en mi libro Las cien mejores poesías taurinas).

La biografía de Miguel Hernández inspira compasión: su vida no fue nada fácil, ni en lo personal ni en lo literario. Y su final fue trágico: murió de enfermedad, en la cárcel, cuando sólo tenía treinta y dos años.

Había nacido en Orihuela, la ciudad clerical retratada críticamente por Gabriel Miró en la admirable pareja de novelas Nuestro padre San Daniel y El obispo leproso. En una de las primeras entrevistas que le hicieron, a los veintidós años, contaba Miguel sus orígenes: «Mi padre es pastor de cabras de Orihuela y lo mismo fui yo desde los catorce años. Antes, fui a la escuela, donde aprendía a leer y a escribir». El malvado Ernesto Giménez Caballero difundió la etiqueta: «Un nuevo poeta pastor». Quizá a Miguel eso no le molestó mucho, en un primer momento, cuando necesitaba apoyo económico.

Se educó literariamente en su ciudad natal, en las tertulias con un grupo de jóvenes escritores. El más brillante de todos ellos era el que firmaba como Ramón Sijé. Su primer libro de poemas, Perito en lunas (1933), coincidía con el neogongorismo de la Generación del Veintisiete.

En sus viajes a Madrid, Miguel Hernández se hizo amigo y discípulo de los poetas del Veintisiete, pero él se definió como miembro de la generación del Treinta y seis. En ese año publica su primera obra maestra, El rayo que no cesa. Es una admirable colección de sonetos en la que, junto a la huella de Quevedo, se advierten también las influencias de Pablo Neruda y de Vicente Aleixandre, que defendían una «rehumanización» de la poesía española, frente a los intentos vanguardistas de la llamada «poesía pura».

En su libro de memorias, Confieso que he vivido –tan poco creíble, en algunas anécdotas–, cuenta Neruda la impresión que le produjo Miguel, al conocerlo:

«Era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él (…) Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras».

Concluye Neruda:

«En mis años de poeta, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal».

A Ramón Sijé, en cambio, Neruda ni lo menciona. Supongo que no lo conoció, pero es fácil suponer que tuvo noticia de quién era y de lo que escribía…

En Madrid, Miguel Hernández sobrevivió gracias a José María de Cossío. Le contrató para investigar, en la Biblioteca Nacional, y escribir textos –sobre todo, biografías de toreros históricos– para el monumental tratado Los toros.

En la edición, los textos que escribió Miguel Hernández, igual que todos los demás, aparecen sin firma. Por sus cartas sabemos, por ejemplo, que a él se debe la muy novelesca biografía del torero Tragabuches: al descubrir la infidelidad de su mujer, la mató a ella y a su amante y se hizo bandolero en la serranía de Ronda.

Había derivado Miguel hacia una ideología muy de izquierdas. Durante la guerra, desarrolló una gran actividad pública a favor del bando republicano y publicó el libro de poemas Viento del pueblo (1937, que incluye, por ejemplo, la emocionante Canción del esposo soldado:

«He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco, como el arado espera:
he llegado hasta el fondo».

Por su conocida actividad política, al acabar la guerra fue detenido y condenado a muerte. Sucedió entonces un episodio muy singular, sobre el que existen varias versiones. La que me contó a mí Federico Sopeña, mi maestro de temas musicales, es ésta: los miembros de la tertulia de José María de Cossío, bien vistos por el Régimen de Franco, buscaron una salida para salvar a Miguel Hernández.

Se les ocurrió recurrir al arzobispo de París para que pidiera a Franco el indulto del poeta, alegando que, de joven, había escrito un auto sacramental. Según me aseguró Sopeña, el arzobispo pidió clemencia, Franco accedió y el poeta quedó en libertad. Lo prudente es que Miguel hubiera salido huyendo, sin dejar huellas, pero inocentemente, decidió volver a su pueblo: allí, lo conocían y volvieron a detenerlo.

En la cárcel de Alicante, escribió los poemas del Cancionero y romancero de ausencias, publicado póstumo, en 1958. Entre ellos, figura esta sencillísima y emocionante copla:

«Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.

Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.

Con tres heridas, yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor».
Y esta otra, tan escueta y tan conmovedora.
«Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes».

Volvamos al poema que he elegido comentar, la Elegía a Ramón Sijé. Para comprenderlo, conviene saber quién era este personaje y qué relación tuvo con Miguel Hernández.

Ramón Sijé es el nombre literario que adoptó José Ramón Marín (1913-1935). Era paisano de Miguel Hernández, hijo de un comerciante de tejidos: había nacido en Orihuela, tres años después que él, pero fue un estudiante precoz, brillante. Se matriculó de Derecho en la Universidad de Murcia. Impulsó tertulias literarias y revistas como Voluntad y El gallo crisis. En esta última publicó textos Miguel Hernández desde su número primero, en el Corpus de 1934.

La influencia de Ramón Sijé fue decisiva, en la formación de Miguel Hernández. Fue una relación con frecuentes altibajos, por las diferencias de ideología y de carácter. Sijé le recomendó, por ejemplo, que, para ampliar su inicial gongorismo, leyera a los poetas simbolistas franceses: Valéry, Mallarmé… En sus cartas, evoca Ramón las tardes felices que pasaban los dos, en el huerto, leyendo y comentando a los clásicos españoles: fray Luis de León, la Epístola moral a Fabio

José Luis Ferriz retrata a Sijé como «una personalidad enormemente compleja». Tenía aspecto frágil; era gran lector de literatura, pensamiento, arte, historia: un estudioso profundamente cristiano, conservador, de derechas; políticamente, cercano a la CEDA de Gil Robles. En 1935 concluyó su libro La decadencia de la flauta y el reinado de los fantasmas (publicado, póstumo, en 1973).

En ese ambiente de pensamiento cristiano, de derechas, se formó Miguel Hernández. Su primer libro, Perito en lunas, que lleva un prólogo de Ramón Sijé, pudo publicarse gracias a una ayuda de 425 pesetas del sacerdote don Luis Almarcha: un activo difusor de la doctrina social de la Iglesia, que, en la posguerra, fue obispo de León, procurador en Cortes y promotor de estudios sobre el patrimonio artístico. La mujer de Miguel, Josefina Manresa, era hija de un guardia civil, que fue asesinado, en Elda, en agosto de 1936.

Al viajar a Madrid y conocer a escritores como Pablo Neruda y Rafael Alberti, Miguel Hernández cambió de ideología, se hizo anticlerical y de izquierdas. Eso le alejó progresivamente de su amigo Ramón Sijé.

En el Epistolario general de Miguel Hernández, que ha publicado Jesucristo Riquelme, podemos seguir la historia de esa amistad y de ese distanciamiento. (Incluye una veintena de cartas de Miguel a su amigo: algunas, escritas con renglones torcidos, como broma vanguardista).

Cuando conoció a Miguel, Sijé quedó deslumbrado: «Es un tesoro oculto, un poeta tímido». Intentó llevarlo por su mismo camino ideológico. Sijé estimaba muy poco a los nuevos amigos madrileños de Miguel: escribió sobre «la ausencia del alma y el objeto», en la poesía de Rafael Alberti.

En una carta, escribe a su amigo: «Nerudismo, ¡qué horror!». En cambio, en agosto de 1935, Miguel Hernández escribió dos poemas sobre sus nuevos maestros: Oda entre sangre y piedra a Vicente Aleixandre y Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda.

Miguel no fue feliz en Madrid y se lo contó por carta a su amigo de Orihuela. Sijé le contestó: «Quien sufre mucho eres tú, Miguel». Creía que Miguel se estaba alejando del buen camino e intentaba impedirlo: «Somete a examen tu conciencia poética y tu conciencia moral». También le aconsejó que volviera a Orihuela, a sus raíces… Pero Miguel no le hizo caso.

Llegó un momento –dice Ferris– en el que «los consejos de su amigo le saben a sermón»: no los siguió, estaba ya en otro mundo. Sijé lo lamentó: «Tu deserción me dejaba y me deja solo». Se despidió así, en una carta: «examigo íntimo, pero compañero transeúnte y cordial».

A consecuencia de una infección, Ramón Sijé murió, en Orihuela, el 24 de diciembre de 1935; lo enterraron en su pueblo, al día siguiente. Miguel estaba entonces en Madrid y no se enteró hasta un par de días después: le informó su amigo Vicente Aleixandre, que había leído la noticia en El Sol.

El poeta sintió entonces un inmenso dolor: a la pérdida de su gran amigo, tan joven, se unió quizá algo de remordimiento por cómo se había comportado con él, en los últimos meses.

No dejó reposar su pena, escribió muy en caliente su Elegía. La fechó el 10 de enero de 1936. Se publicó a comienzos de año, en la Revista de Occidente. Como El rayo que no cesa estaba, en ese momento, en proceso de edición en la casa madrileña de la calle Viriato donde tenía su imprenta Altolaguirre, Miguel Hernández se apresuró a llevarle el poema, para que lo incluyera en la edición, como final del libro.

Además de darle así visibilidad, fue un acierto: cerraba simbólicamente una etapa de su vida y de su obra. Luego, Miguel leyó en público el poema en Orihuela, el 14 de abril de 1936, en el acto en el que se dedicó una plaza a Ramón Sijé.

Esta hermosa y conmovedora Elegía ha inspirado a varios músicos, de distintos estilos: Juan Manuel Serrat, el grupo Jarcha, Enrique Morente con Pepe Habichuela, Manolo Sanlúcar, Silvia Pérez Cruz…

En aquel momento, la muerte era un tema central en la poesía de Miguel Hernández. En la edición del libro, precede a la Elegía a Ramón Sijé un claro antecedente, el soneto La muerte, toda llena de agujeros, que concluye así:

«Un amor hacia todo me atormenta
como a ti, y hacia todo se derrama
mi corazón, vestido de difunto».

Antes de eso, el libro incluye el precioso soneto Como el toro he nacido para el luto… No olvidemos que, antes del poema dedicado a su amigo, Miguel había escrito ya otros poemas fúnebres, dedicados a personajes ficticios: Elegía media del toro. Elegía de la novia lunada.

También, poemas dedicados a personajes reales: Elegía al guardameta (Lolo, del equipo La Repartidora, de Orihuela, que en realidad sobrevivió al poeta) y Citación final, dedicado al fallecido Ignacio Sánchez Mejías. Todavía escribirá después otra elegía: a Josefina Fenoll, la novia de Sijé.

La muerte de su amigo le confirma a Miguel Hernández en una de sus obsesiones: el destino imparable, fatal. Lo siente especialmente en un momento en el que se ha separado de los ambientes religiosos y en el que su poesía está muy sensibilizada ante el dolor humano. Recuérdese lo que dice, en otro soneto de El rayo que no cesa:

«… donde yo no me hallo, no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Pena con pena y pena desayuno…».

La métrica clásica subraya la grave solemnidad del poema: son versos endecasílabos, agrupados en quince tercetos encadenados (los numero para facilitar la referencia), con la rima ABA BCB. Cierra el poema, como suele hacerse, un serventesio final (que rima DEDE).

Resulta evidente que Miguel Hernández no escribe desde la esperanza religiosa en la otra vida ni desde la aceptación estoica del final. Lo suyo es la airada respuesta del que no se resigna a la pérdida de un gran amigo. En la primera parte, expresa con rabia su pesar: «mi dolor sin instrumento»; «que por doler, me duele hasta el aliento». Se indigna contra la muerte: «No perdono a la muerte enamorada»; tampoco, a la vida: «no perdono a la vida desatenta».

Como es habitual en el género de las elegías, apenas da Miguel Hernández detalles concretos sobre la biografía del amigo muerto. Sin embargo, sí sitúa el poema, desde el primer verso, en un ambiente de huerto mediterráneo, con su feliz sensualidad; al final, menciona la blanca flor de los almendros. Pero esos recuerdos felices reduplican el dolor: la muerte del amigo significa también la irremediable pérdida de un mundo idílico, de un paraíso que él ha perdido para siempre.

Muy característico de Miguel Hernández, sobre todo en esta etapa, es su rechazo a aceptar lo que le parece absurdo, incomprensible. (¿Hay algo más absurdo e incomprensible que la muerte de un ser querido?). En ese momento, no acepta la muerte del amigo. Por eso, las estrofas 9 y 10 empiezan igual, para expresar lo que él querría hacer: «Quiero… quiero…» Lo que pretende es, sencillamente, un imposible, la vuelta a la vida de su amigo: «Volverás a mi huerto y a mi higuera…» Si hubiera sido posible, eso habría significado recuperar a una persona querida pero, también, una etapa de la vida del propio poeta.

Llama la atención, en el primer verso, que el poeta se denomina a sí mismo «hortelano». No es una convención literaria más; en su caso, responde a una existencia campesina realmente vivida.

En seguida, nos sorprende la rudeza de otro verbo: «estercolas». Por supuesto, ése es el destino del cuerpo de su amigo: servir de abono a las plantas que crecen cerca de su tumba. En este caso, «a las desalentadas amapolas», las flores de ese camposanto. (Gabriel Miró, tan cercano geográficamente, elogió el sabor especial que, por ese motivo, adquieren las cerezas del cementerio).

Para hablar del cuerpo de un amigo muy querido, ¿por qué elige Miguel Hernández un verbo tan duro, casi cruel, como «estercolas»? En su caso, tiene una justificación lógica. No está siguiendo la tradición de la literatura bucólica, a la manera de los poetas renacentistas, que idealizaban la naturaleza, no: él es realmente un campesino, alguien que conoce por experiencia la dureza –y la hermosura– de labrar la tierra.

Además de la razón biográfica, existe aquí otra razón literaria. A la gran influencia que sobre él ejerce, en ese momento, Pablo Neruda se puede atribuir la abundancia de términos rurales concretos: los «arrastrojos», las «piedras», las «hachas»… Sobre todo, repetida (estrofas 1, 8, 10 y 11), la «tierra», la gran madre común de todos. Recuérdese lo que dice otro terceto del mismo libro:

«Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino,
que mancha con su lengua cuanto lame».

En su desesperación, por no aceptar el destino trágico de su amigo, ahora Miguel no va a lamer la tierra sino a «escarbar la tierra con los dientes / (…) a dentelladas…» Ya lo había proclamado en un soneto: «No me conformo, no, me desespero». También es típica de Miguel Hernández la barroca desmesura: «No hay extensión más grande que mi herida…»

Llama también la atención del lector la mención reiterada de partes del cuerpo o de elementos de la anatomía: «costado», «cejas», «dientes», «sangre», «calavera». Y. por supuesto, el «corazón», repetido al comienzo del poema («daré tu corazón por alimento») y al final: «tu corazón, ya terciopelo ajado». Para el vitalista y apasionado Miguel Hernández, el corazón es el centro de los sentimientos y de la personalidad, con el que se identifica: «Yo, el más corazonado de los hombres…»

Utiliza el poema algunas antítesis: «Y siento más tu muerte que mi vida». También, algunas repeticiones de palabras, que crean versos paralelísticos. Por ejemplo, «temprano… temprano… temprano» (estrofa 7), para recalcar lo prematuro de la tragedia. «No perdono… no perdono… no perdono» (estrofa 8), por el empecinamiento en el dolor. Acumula varias metáforas seguidas, para aludir a la muerte: «manotazo… golpe… hachazo … empujón» (estrofa 4). Y alguna derivación verbal insólita: «madrugó la madrugada», «pajareará tu alma…» Forma parte todo esto de esa retórica barroca, culterana y, sobre todo, conceptista, de la que, en este momento, Miguel Hernández es fiel seguidor y discípulo.

Más me llaman la atención y más caracterizan su estilo algunos usos que rompen con la sintaxis habitual, comenzando por la dedicatoria: «se me ha muerto» subraya la implicación emocional del poeta. «Como del rayo» indica lo rápido, lo imprevisto de la tragedia, con un sustantivo, «rayo», tan querido por él que sube al título del libro.

Sorprende sobre todo el final de esa dedicatoria: «con quien tanto quería». Tanto sorprende que algunos críticos lo han corregido, como si fuese una errata: «a quien tanto quería». Me temo que se equivocan: nos gustará más o menos pero es algo elegido muy conscientemente por el poeta, para expresar, más allá del dolor y el afecto, la profunda complicidad y comunión que le unía con el muerto.

Detrás de todo esto se esconde una curiosa paradoja: rinde homenaje el poeta a su amigo utilizando precisamente unos recursos estéticos que a Ramón Sijé  (1913-1935) no le gustaban; así, a la vez, intenta Miguel Hernández mitigar su mala conciencia, hacerse perdonar su desvío y compensar sus contradicciones vitales.

Un despliegue tan complejo requería un final del poema redondo, que abrochara todo ese despliegue suntuoso de metáforas. Lo consigue Miguel Hernández justamente cuando prescinde de la anterior retórica: recupera la expresión que ya usó en el verso 3, «compañero del alma», y la repite, como un estribillo o un redoble de campana. Acierta al recurrir al lenguaje coloquial, el que más directamente expresa su sentimiento:

«Que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero».

Este par de versos es, sin duda, lo más logrado del poema: lo que lo eleva a la categoría de obra maestra, lo que todos los lectores recordamos. Con esa sencillez final, Miguel Hernández ha dado en el centro de la diana de nuestra emoción.

Elegía a Ramón Sijé:

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto
como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería).

1- Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.


2- Alimentando lluvias, caracolas

y órganos mi dolor sin instrumento,

a las desalentadas amapolas


3- daré tu corazón por alimento.

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

que, por doler, me duele hasta el aliento.


4- Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.


5- No hay extensión más grande que mi herida,

lloro mi desventura y sus conjuntos

y siento más tu muerte que mi vida.


6- Ando sobre rastrojos de difuntos

y, sin calor de nadie y sin consuelo,

voy de mi corazón a mis asuntos.


7- Temprano levantó la muerte el vuelo,

temprano madrugó la madrugada,

temprano estás rodando por el suelo.


8- No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada.


9- En mis manos levanto una tormenta

de piedras, rayos y hachas estridentes,

sedienta de catástrofes y hambrienta.


10- Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte,

a dentelladas secas y calientes.


11- Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.


12- Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera


13- de angelicales ceras y labores.

Volverás al arrullo de las rejas

de los enamorados labradores.


14- Alegrarás la sombra de mis cejas

y tu sangre se irán a cada lado

disputando tu novia y las abejas.


15- Tu corazón, ya terciopelo ajado,

llama a un campo de almendras espumosas

mi avariciosa voz de enamorado.


16- A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.

Miguel Hernández
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 *) Andrés Amorós Guardiola (Valencia, 15 de febrero de 1941) es un erudito y polímata, ensayista, historiador y crítico literario, Doctor y Catedrático de universidad. Además, colabora como crítico taurino en el periódico ABC y en Libertad Digital, y ha presentado diferentes programas en televisión y radio como el programa Música y Letra en la emisora EsRadio (Ver en Wikipedia)