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Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com

sábado, 9 de marzo de 2019

Poesía completa de Juan Gil-Albert. Edición de María Paz Moreno

La dicha de contemplar

Pre-Textos, Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, Valencia, 996 págs.
Ed. de María Paz Moreno; introd. de Ángel Luis Prieto
 
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Juan Gil-Albert fue un solitario o, como él mismo gustaba llamarse, un poeta-isla. Desde que en 1947 regresa a España de su exilio mexicano, puede decirse que sólo a partir de la publicación en la prestigiosa colección Ocnos de la antología Las fuentes dela constancia (1972) su obra empieza a tener cierto eco. El panorama poético español, que empezaba a estar dominado por el canon novísimo, era entonces más propicio que nunca.
Los primeros libros de Gil-Albert, Fascinación de lo irreal y Variacióndel estío, son de prosa, y lo aproximan a modelos modernistas y fin-dusiècle –Valle y Huysmans– al tiempo que lo distancian de la estética del 27, a la que pertenecía por edad. Contábamos ya con una Obra poéticacompleta de Gil-Albert, editada en tres volúmenes por la Institución Alfonso el Magnánimo en 1981, pero que en realidad no hacía honor a su nombre: faltaban allí Siete romancesde guerra y Variaciones sobre un tema inextinguible, numerosos poemas aparecidos en revistas y, sobre todo, un buen puñado de inéditos. La cuidada edición crítica de María Paz Moreno tiene ahora el mérito de ofrecernos en casi mil páginas la edición más inclusiva, rescatando del archivo personal del poeta unas ochenta composiciones nunca antes publicadas.
En 1936, en la colección Héroe de Manuel Altolaguirre, aparece Misteriosa presencia, un conjunto de sonetos eróticos repujados de aliento neogongorino. La fulguración del cuerpo se canta con los módulos expresivos propios del petrarquismo y de la mística, con abundantes hipérbatos y cultismos léxicos, enmarcado en un paisaje idílico de la égloga que va a ser una constante en entregas posteriores. Se trata de una aventura formalista comparable a la de Perito enlunas de Miguel Hernández, pero con una imaginería mucho menos atrevida, con demasiado sabor a pastiche para que el verso alzara el vuelo.
Declarada la guerra, el denso esteticismo se disuelve en el hermanamiento con el dolor colectivo que patentiza Candente horror. El poeta se rebela contra el mundo cruel, sórdido e inhumano de la guerra, contra un mundo de represión y de sicarios. La acidez de la invectiva estalla en poemas como «Los diplomáticos» o «Vuestras mentiras», que tienen su contrapartida en otros como «Radio central Moscú», exaltación de la ideología comunista con la que Gil-Albert estaba comprometido (recordemos que participa en la fundación de Hora de España y en las actividades de la Alianza de Intelectuales Antifascistas). Se ha escrito que el poemario representa la momentánea incursión en el surrealismo del autor, aunque creo que sería más exacto hablar de expresionismo –«Derrotados los muertos, y espesa todavía la victoria de los infames, / otra vez el cuartel despide su olor inmundo, / su filosofía de ratas y de rameras a la sombra benigna de una cruz» (pág. 113)– y de una innegable deuda con la poesía desarraigada y aluvional de Pablo Neruda. Fuertemente marcados por la circunstancia histórica están también los Siete romances de guerra (1937), una suerte de juglaría bélica que, aun respondiendo a la gramática urgente de la propaganda, muestra una notable maestría en el empleo de los resortes narrativos y de la oralidad. Aunque en Son nombres ignorados (1938) se agrupan poemas que bien hubieran podido tener acomodo en libros anteriores, es indudable que la voz gil-albertiana adquiere aquí su timbre genuino. El tono elegíaco y existencial de «Despedida de un año (1936)» y «Palabras a los muertos» contrasta con composiciones de corte hedonista, donde el sujeto lírico contempla con arrobo una naturaleza feraz, en continua renovación, emblematizada en el mito de Deméter. El endecasílabo y el alejandrino armonizan una dicción que a mi modo de ver está muy emparentada con la raíz hímnica de Hölderlin en poemas como «A la vid» y «El otoño».
El entronque romántico de esta cosmovisión se intensifica en Las ilusiones con los poemas del convaleciente (1944). Las personificaciones de los elementos cósmicos, el ánimo contemplativo y los apóstrofes conforman géneros clásicos como la oda o la égloga, en las que se percibe un panteísmo semejante al de los grandes románticos ingleses o alemanes. En este sentido, el «Himno al ocio» me parece programático: la indolencia –el otium pagano– permite la atención del espíritu hacia lo bello, libera la pupila de cualquier otra tarea que la distraiga de la embriaguez de los sentidos y del goce melancólico. El intertexto me parece evidente: la «Ode on indolence» de John Keats, que también dejó huella en poemas en prosa de Luis Cernuda como «El indolente» y «Ocio». La mención a Cernuda no es casual, ya que comparte con nuestro autor, además de las citadas lecturas (la deidad enamorada de su obra está presente en «Los viñedos» de Gil-Albert y en «El águila» de Cernuda, siendo también un tema muy hölderliniano), la tendencia a la meditación, la temática del jardín epicúreo y, sobre todo, la concepción de la poesía como fuego sagrado. En ambos, la exaltación del estado contemplativo corre paralela a la condena del ambiente urbano, en la línea horaciana del beatus ille.
Las atmósferas suntuosas y el culturalismo contribuyen a fijar un espacio mítico esencial en esta poética. Gil-Albert lee e interpreta su biografía bajo la especie mítica. No se trata de un friso culturalista amortajado, sino de que los mitos operan como correlatos objetivos de una conciencia anhelante de belleza. Luminosidad helénica y un sujeto lírico emancipado en su soledad son las notas más destacadas de El existir medita su corriente (1949). Con el interludio de los sonetos de Concertar es amor (1951), la poesía de Gil-Albert avanza con los años hacia un mayor despojamiento y se asienta sobre un centro de indagación metafísica y de pindárica celebración: «Todo es dichoso: hasta el dolor consciente» (pág. 491). Los poemas de La meta-física (1974), más contenidos, creo que representan una de las cumbres de su obra. Ética y estética son aquí un núcleo indisoluble. Menos logrados me parecen la mayoría de monólogos dramáticos que integran libros como Homenajes e inpromptus (1976) y El ocioso y las profesiones (1979), que, junto con el homenaje a su tierra alicantina como inmenso locus amoenus de Variacionessobre un tema inextinguible (1981), componen sus tres últimos libros.
La sección de poemas no recogidos en libro la integran textos muy heterogéneos, aparecidos en revistas suramericanas y españolas entre los años treinta y sesenta: poemas de guerra, alguna traducción, homenajes, tentativas de epopeya como La siesta... El vitalismo esencial gil-albertiano convive en «Sobresalto» con la herida del tiempo y cuaja en sentimiento de unidad con lo creado en «La noche», tan cerca de fray Luis como de Novalis. Los textos inéditos que se exhuman no hacen sino resaltar una temática ya conocida: el amor, el bucolismo, la música, el registro anacreóntico... El comienzo de «Estado», uno de los poemas de los bellísimos Diálogos elementales (1952), sintetiza bien a las claras la cosmovisión contemplativa que atraviesa toda esta obra: «Desde este sitio donde estoy sentado / bajo los pinos verdes, / como un hombre frente a la Creación, veo el paisaje de mis mayores, veo la armonía / de lo creado» (pág. 863).
El valor histórico de la poesía de Gil-Albert me parece incuestionable, por cuanto anticipa la escritura del grupo cordobés de «Cántico» y la de algunos novísimos. No obstante, considero que su peso específico sólo se incrementa cuando la pasión telúrica y la hondura de la intuición no se hallan lastradas en demasía por un monótono clasicismo de escayola, por el efecto de una imitatio desmesurada, o por el énfasis proustiano en el análisis de sensaciones y percepciones, que el lector ve crecer a manera de estalactita, lentamente, con el auxilio de un verso que fluye sin cesar.