Lumbre y ceniza de Yolanda Izard Anaya en Cáceres. Premio Internacional de Poesía «Miguel Hernández-Comunidad Valenciana 2019»
Yolanda Izard
 Preesentación de L"umbre y ceniza" en Cáceres
Por Basilio Sánchez
Por Basilio Sánchez
    El poeta y narrador británico John Berger, uno de los pensadores más
 influyentes de los últimos sesenta años, tiene un libro publicado en 
2005 que se titula Aquí nos vemos.
       En ese libro, el autor va haciendo un recorrido por diferentes 
capitales europeas acompañado de personas, ya desaparecidas, que han 
tenido para él una especial relevancia en su vida. Familiares y amigos 
muertos con los que dialoga sobre el pasado y con los que se plantea 
algunas cuestiones éticas que tienen que ver con su existencia y sus 
relaciones con el mundo que le ha tocado vivir.
      En un capítulo determinado, él y su madre muerta se encuentra en lo alto del acueducto de Águas Livres
 de Lisboa, un acueducto que se terminó de construir a mitad del siglo 
XVIII y que sobrevivió milagrosamente intacto al terremoto que destruyó 
el centro de la ciudad pocos años después.
       ¿Ves?, le dice su madre de pronto. Todo está un poco roto, como 
esos objetos que salen defectuosos de fábrica y que luego se venden a 
mitad de precio. Todo: las colinas, el Mar de la Paja, el columpio ese 
de ahí abajo, el coche, la ventana, todo es defectuoso y lo ha sido 
desde el principio. No están realmente estropeados, no, sencillamente 
han sido desechados por imperfectos.
     ¿Y qué podemos hacer, madre? le pregunta el escritor sin dejar de mirar hacia abajo.
      Esperemos sólo lo que tiene alguna posibilidad de realizarse, le 
responde ella. Arreglemos algunas cosas. Un poco es mucho. Una cosa 
reparada puede llegar a cambiar otras muchas.
       ¿Ves ese perro de ahí abajo? Está atado con una cadena demasiado 
corta. Cámbiasela por otra más larga. Entonces podrá alcanzar la sombra,
 se echará y dejará de ladrar. Cuando se haga el silencio, la madre que 
está dentro de la casa recordará que siempre había querido tener un 
canario en una jaula en la cocina. Y cuando el canario cante, estará más
 contenta y se sentirá más a gusto con las cosas que hace. Y cuando el 
padre, por la mañana, se ponga la camisa recién planchada para ir a 
trabajar a la fábrica, notará que le duelen menos los hombros. Así, 
cuando vuelva a casa bromeará, como solía hacerlo, con su hija 
adolescente. Y la hija cambiará la opinión que tiene de su padre y 
decidirá, por una vez, llevar a su novio a cenar a casa. Y otra vez que 
vaya, a lo mejor el padre le propone al joven ir a pescar juntos... 
¿Quién sabe lo que puede pasar? Sencillamente, cámbiale la cadena al 
perro.
       Yo creo que ésa es la humildad, pero también la grandeza de la 
poesía, que no aspira a cambia el mundo, pero que sí cambia las pequeñas
 cosas de nuestra vida, nuestra forma de ser y la manera que tenemos de 
relacionarnos con lo que nos rodea. Una contribución humilde, sin duda, 
pero en absoluto despreciable.
       Yolanda Izard nació en Béjar y vive en Valladolid, pero mantiene 
relaciones muy estrechas, no sólo de amistad, con nuestra ciudad. Es 
licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca, donde
 también cursó estudios de Bellas Artes, y en nuestra Universidad de 
Extremadura realizó el doctorado. En su trayectoria, Izard ha publicado 
los libros de poemas Reliquias del duende (1983), El durmiente y la novia (1997) y Defunciones interiores
 (Institución Cultural El Brocense, Cáceres, 2003). Pero la poesía, aun 
siendo la manifestación más luminosa de su pasión por el lenguaje y de 
su búsqueda tenaz y solitaria de un lugar de acogida, no es la única a 
la que ha dedicado sus esfuerzos. Desde hace muchos años, Yolanda ha 
venido cultivando una escritura plural que incluye, además de los 
poemas, narraciones, ensayos, colaboraciones en revistas o trabajos de 
crítica literaria. Ha publicado las novelas Paisajes para evitar la noche (Premio Cáceres de Novela Corta en 2003) y La mirada atenta (Premio de Novela Carolina Coronado, 2003). También, el ensayo Pequeño manual de la creación de cuentos, el libro de microrrelatos Zambullidas y el Comentario y selección de poemas de la Transición.
 Ha colaborado en numerosos libros colectivos, en algunos con 
ilustraciones propias, es crítica literaria y ejerce la docencia en la 
Universidad Europea Miguel de Cervantes, en Valladolid, donde dirige e 
imparte talleres de Escritura Creativa de creación propia.  A principios
 de este año recibió el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández 
por su libro Lumbre y ceniza, que acaba de publicar la 
editorial Devenir y que me parece —y así se lo dije a Yolanda cuando 
terminé de leerlo—- un libro espléndido.
       Entrando ya en materia en el libro, he escrito en algún sitio que
 la mayoría de los poetas, incluso los que no somos estrictamente 
elegíacos, escribimos para compensar una carencia, restituir una 
pérdida, darle sentido a algo que ahora no lo tiene. Expulsados de una 
patria, la de la infancia, en la que se supone que pudimos ser felices, 
la escritura es una forma de errar perpetuamente alrededor de sus 
murallas, lo que nos convierte, a todos por igual, en periféricos.
       Decía Hölderlin, en este mismo sentido, que la poesía empieza siempre después, cuando se ha dicho adiós a algo que ya no puede volver a aparecer.
 No cabe duda de que la memoria constituye la esencia del quehacer 
literario, que el tiempo es la materia de la que están hechas las 
palabras. El tiempo, como en Machado, es uno de los atributos de la 
poesía de Yolanda Izard, de una obra que se ha venido construyendo como 
una búsqueda perseverante, ajena a las consignas de la tribu, del 
sentido profundo de una existencia que, con el paso de los años, no 
consigue encontrar ni su equilibrio ni su punto de apoyo. El tiempo, y 
también como en Machado, la modestia. La modestia de una mujer que, 
sabiéndose sola —como lo estamos todos—, transporta sobre sus hombros, 
silenciosa, su lenguaje y su mundo, los restos fragmentados de sus 
deseos y sus recuerdos.
       Yo creo que la poesía —cuando es necesidad y no divertimento o 
simple afición—, surge siempre, como decía antes, de la constatación de 
una carencia, de la lúcida toma de conciencia de nuestro estar 
desamparados; pero también, como recoge con admirable belleza la poesía 
de este libro, del sentimiento de pertenencia a algo que nos salva, de 
la profunda fascinación de estar vivos. De esta doble constatación 
deriva el título, Lumbre y ceniza, que Yolanda ha elegido para 
sus poemas. Con él ha pretendido decirnos que la ceniza es la 
consecuencia inevitable del fuego y que lleva en sí misma la semilla del
 deslumbramiento; que, aunque la vida no nos sea nada fácil y estemos 
condenados al olvido, tenemos, sin embargo, la posibilidad de disfrutar 
de la luz, de la consolación de lo que existe y de la compañía acogedora
 de las palabras.
       El libro se divide, como decía al principio, en tres capítulos: Mi padre, Deslumbramientos y Cenizas,
 que vienen precedidos por un largo poema reflexivo que actúa como carta
 de presentación, declaración de intenciones o manual de uso. Un hermoso
 poema titulado “La poesía debe ser otra cosa” en el que Yolanda, en 
medio de la confusión en la que se agita gran parte de nuestra poesía 
reciente, intenta establecer las coordenadas de lo que para ella es 
consustancial a la experiencia poética. Una poesía que, surgiendo de las
 ruinas y los parajes desolados del alma, aspire, con palabras que aún 
no han sido dichas, a una ruina más alta y más hermosa. Una poesía leal 
al corazón que ninguna ideología consiga secuestrar. Un poesía que, como
 diría el poeta Adam Zagajewski,
 sea capaz de crear una casa para nosotros, aunque nosotros mismos no 
podamos vivir en ella. Una poesía que al margen de los honores y 
beneficios de este mundo consiga brillar en libertad con el fulgor de 
los objetos, los vuelos de los estorninos y la algarabía de las 
violetas; que no prometa nada, pero que pueda darnos todo.
       La primera sección, Mi padre, aun estando al principio, a
 mí me parece que actúa como un gozne con el que se articula el 
movimiento opuesto, pero complementario, de las otras dos. Son nueve 
poemas en el que la autora, con un tono que se aproxima más a la 
confidencia que a la elegía, dialoga, después de doce años de su 
desaparición, con su padre muerto. El lugar del encuentro es la 
oscuridad, bien sea en el corazón del bosque o en lo alto de una colina,
 convertida en símbolo del desarraigo y la orfandad. Una conversación en
 voz baja en la que salen a relucir las heridas y silencios que la 
experiencia de la vida ha hecho de la autora ese ser frágil que anda 
ahora mendigando la luz, una mujer que busca en las palabras de su padre
 —con el que habla en ese espacio entre el cielo y la tierra en el que 
viven los ángeles de Rilke—, la comprensión y el consuelo.
       La poeta se acuerda de las cosas que han sobrevivido a las 
inundaciones de los años, compara sus arrugas con las de su padre y 
consigue encontrar en él la misma vulnerabilidad que ha ido encontrando 
en sí misma. Descubre que aquel padre que nunca pudo ser el dios que 
ella hubiera querido, es, en el fondo, al cabo de los años —como una vez
 lo fue ella—, un niño necesitado de su mano al que solo la caricia de 
las palabras es capaz de aliviar y confortar. Una conversación a solas, 
un acercamiento compasivo y afectuoso de una hija a su padre que se 
construye —y esto es lo esencial de estos poemas— sobre el secreto, 
sobre lo que se deja por decir.  
       El poeta francés Christian Bobin, en su libro La presencia pura,
 conversa también con su padre enfermo de Alzheimer ingresado en una 
residencia de Francia. Él piensa, al final, que podría hacerle a su 
padre una declaración de amor, pero que no lo hará nunca porque conoce 
su pudor y porque sabe también que los amores declarados a menudo se 
destruyen. El pudor es necesario en la vida, nos dice el poeta. Hacemos 
como si no debiera haber nada en secreto, pero la verdad es que la flor 
se abre en secreto y en secreto los animales del bosque hacen sus 
madrigueras. Los poemas se gestan en secreto y las cosas más bellas se 
arman en secreto antes de llegar hasta nosotros.
       Las otras dos secciones del libro, Deslumbramientos y Cenizas,
 son, como decía antes, dos visiones personales de la vida tan opuestas 
como complementarias y definen, con el rigor y la belleza de la poesía a
 la que nos tiene acostumbrados nuestra poeta, la verdadera naturaleza 
de lo que somos, un andar precario, en equilibrio, entre lo que se tiene
 y lo que se pierde, entre lo que se es y lo que se puede llegar a ser, 
entre lo que nos ilumina y lo que nos aparta de la luz.
       Y entre todas las cosas que iluminan y alumbran, está, 
precisamente, la poesía, que es enigma y es deslumbramiento, el espejo 
que nos devuelve la claridad, la pulsión del mundo que se esconde debajo
 de la mesa sobre la que escribimos.
       Yolanda sabe, como lo sabía también Lezama Lima, al que cita al 
comienzo del libro, que la poesía ni dice ni oculta: sólo hace señales. 
Señales de la luz que ella hace suyas en sus poemas, como la cerillera 
que, para calentarse, enciende entre sus manos el último de sus fósforos
 y descubre de pronto que sus dedos se vuelven transparentes como el 
alabastro.
       La poesía de Yolanda es una poesía luminosa a pesar de estar 
escrita desde la oscuridad: desde la oscuridad de ser mujer, desde la 
oscuridad de los economatos y de la lluvia, de las incertidumbres y las 
rendiciones, los desguaces y los pozos de sombra. Una mujer capaz de 
trabajar de sol a sol por su identidad magullada, por oír en el viento 
la promesa de la restitución. Una mujer que escribe, como decía ella 
misma en un poema de hace quince años, en el centro de la compasión y en el territorio de la entrega para trenzar un nido en un árbol sin nombre.
      Prefiero esta poesía que es la respuesta de una mujer que intenta 
replegarse sobre sí misma en medio de un mundo que es tránsito y fuga. 
Me quedo con esta escritura que sólo ofrece universos evocados o 
sugeridos, sin contornos sólidamente reales; con ese mundo de materias 
desvencijadas donde todo se hace y desintegra; con esa tristeza que se 
complace en la melancolía de los detalles cotidianos, pero que, sin 
embargo, y ésta es la paradoja, es capaz de aliviarnos, se convierte, 
por el misterio íntimo de la mutua consolación, por la esperanza y la 
posibilidad con la que laten sus poemas, en el aceite que necesitamos 
para nuestras heridas.
 Basilio Sánchez (13/12/ 2019)
 
