Sinopsis:
Página multimedia virtual sobre la vida, obra y acontecimientos del universal poeta Miguel Hernández -que murió por servir una idea- con motivo del I Centenario de su nacimiento (1910-2010). Administrada por Ramón Fernández Palmeral. ALICANTE (España). Esta página no es responsable de los comentarios de sus colaboradores. Contacto: ramon.palmeral@gmail.com
domingo, 10 de octubre de 2010
Entre el clavel y la espada
Por JESÚS MARCHAMALO / MADRID
Día 10/10/2010 - ABC
El poeta Luis Antonio de Villena ha referido alguna vez esa historia que le contó Vicente Aleixandre. Era el invierno de 1936, y la ofensiva de las tropas franquistas sobre Madrid había fracasado tras encarnizados combates en la zona del Puente de los Franceses, Casa de Campo y Parque del Oeste. Aleixandre vivía en la colonia Metropolitano, cerca de la Ciudad Universitaria, y había tenido que abandonar su casa, convertida en zona de guerra. Allí acudió, una vez estabilizado el frente, a ver qué podía rescatar de entre los escombros.
Su amigo Miguel Hernández le había conseguido un salvoconducto, y ambos bajaron desde Cuatro Caminos con un carro de mano en el que únicamente cargaron unos pocos libros: la primera edición de «Pasión de la tierra», o «Canciones», de Lorca, con una dedicatoria manuscrita. Poco más. Y fue al regresar cuando Aleixandre se sintió fatigado, y Miguel le pidió que se sentara también en el carro, que comenzó a empujar Reina Victoria arriba. «Esa imagen de Hernández cargando con su amigo es una prueba de la enorme amistad que los unía», señala De Villena. «Vicente apreciaba mucho a Hernández, del que siempre contaba que era cordial y entrañable, y apreció mucho, también, la admiración que le profesaba».
Tras su primer viaje a Madrid, en 1932, del que volvió a Orihuela apenas con hambre atrasada, un recorte de «La Esfera» en el que aparece, irreconocible, vestido con un abrigo y corbata, el joven Miguel había estado planeando su vuelta, enviando cartas y solicitando ayuda. «Hernández tiene dos valedores, Aleixandre y Neruda, que lo protegen, y lo introducen en una Generación del 27 a la que, por edad, no pertenecía, y en la que cae como un paracaidista», señala el escritor Agustín Sánchez Vidal. «Ahí se lleva bien con Bergamín, que le publica en “Cruz y Raya”, se lleva mal con Cernuda, un personaje aristado y difícil, y se lleva mal con Lorca, que lo conoce casi recién llegado de Orihuela, con un aire todavía rural y una torpeza que no todo el mundo entendía».
Lorca nunca tuvo química con Hernández; lo evitó hasta la descortesía, e incluso llegó a poner como condición para ir a una casa, o asistir a un acto, que Hernández no estuviera. «Vicente me contó que la última vez que pudo ver a Lorca, antes del estallido de la guerra, no quiso ir porque estaba Miguel», recuerda De Villena. «Échalo, le pidió Lorca, y cuando dijo que no podía hacerlo, decidieron quedar otro día. Ya no se vieron».
Tampoco tuvo Miguel Hernández demasiada buena relación con el matrimonio Alberti, con quienes se enfrentó en la sede de la Alianza de Escritores Antifascistas al sorprenderlos dando cuenta de una opípara cena: «Aquí hay mucho hijo de puta, y mucha puta», parece que dijo. «La bofetada que le dio María Teresa León no es una leyenda, sino que el altercado está apoyado por numerosos testimonios», afirma Agustín Sánchez Vidal. «Ya antes, alguien tan poco sospechoso como Juan Ramón Jiménez había ya escrito que había quienes salían a la calle con los monos recién planchados, y quienes se comprometían con la causa. Hernández nunca se acogió a ningún privilegio, sino que se fue a cavar trincheras, de donde sólo lo sacaron cuando supieron quién era».
En 1937, Miguel —guerrera militar, sin insignias ni distintivos—, se casó con Josefina Manresa. El único regalo de boda fue el de Aleixandre: un reloj de oro que constantemente mojaba o golpeaba y tenía que arreglar. No está en la exposición «La sombra vencida», inaugurada esta semana en la Biblioteca Nacional, porque, terminada la guerra y huido Miguel a Portugal, lo vendió para comer. «Estoy convencido de que en Hernández hay un presentimiento de la fatalidad, y al tiempo una condición de hombre confiado», señala José Carlos Rovira, comisario de la muestra. «Y hay, en Hernández, una persistencia de la adversidad. A pesar de que mucha gente quiere salvarlo, incluso personajes afines al régimen como Cossío o Sánchez Mazas, hay un sino en su vida, una sombra de desdicha y fatalidad, que le conduce inexorablemente hacia la muerte».
El 30 de abril de 1939, Miguel Hernández llega a Santo Aleixo, en Portugal, tras cruzar clandestinamente la frontera. Su aspecto desastrado infunde sospechas a los vecinos y, tras ofrecer su reloj de oro y un traje a cambio de comida y alojamiento, es denunciado, detenido, y entregado a España, donde se iniciaría ese laberinto de procesos, expedientes, resoluciones, providencias, testimonios del aparato burocrático de la represión, la censura, y el silencio, que ni siquiera acabarían con su muerte.
«Todos le querían», dijo María Zambrano cuando murió. La sombra, no del todo vencida.