Por Enrique Cerdán Tato
«Llegué en camión hasta cuatro kilómetros de Aroche. Atardecía. En el pueblo, merendé y me compré unas alpargatas. Sobre las veintiuna horas, solo y sin conocer el terreno, crucé la frontera». De acuerdo con las declaraciones de Miguel Hernández, en el primer interrogatorio al que fue sometido, alcanzó «el pueblo portugués de Santo Aleixo a las dieciséis horas del día siguiente. Internándose en Moura y siendo allí detenido por la Policía Portuguesa». Era el domingo 30 de abril de 1939.
La comparecencia que firman los agentes que se citan en la misma, dice: «En la villa de Rosal de la Frontera, y siendo las doce horas del día cuatro de mayo de mil novecientos treinta y nueve -Año de la Victoria-, ante el agente de segunda clase del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, Jefe de esta plantilla, y del Agente Auxiliar Interino del mismo Cuerpo, habilitado como secretario para la práctica de esta diligencia, Don Antonio Marqués Bueno y Don Rafael Córdoba Collado, respectivamente, se hace comparecer al detenido en el depósito Municipal de esta villa a disposición del limo. Sr. Secretario de Orden Público e Inspector de Fronteras, el que dice ser y llamarse Miguel Hernández Gilabert, de veintiocho años, casado en la que fue zona roja, de profesión escritor, e hijo de Miguel y Concepción, natural de Orihuela (Alicante) y con domicilio en Cox (Alicante), últimamente a (sic) la calle Santa Teresa no. Quince el que fue entregado en este puesto fronterizo, por la Policía Internacional Portuguesa, por haber pasado clandestinamente desprovisto de la documentación necesaria a este efecto. De todo lo cual como secretario habilitado certifico. (Rúbrica de ambos agentes)».
Seguidamente y «estrechado a preguntas sobre sus amistades literarias manifiesta que Federico García Lorca era un hombre de mucha más espiritualidad que Azaña, que no desconoce que era pederasta, y que a pesar de esto era uno de los hombres de gran espiritualidad de España, y que después del Teatro Clásico, él ha sido una de sus mejores figuras; advirtiendo a los Agentes que suscriben tengan cuidado no se repita el caso de García Lorca, que fue ejecutado rápidamente y según tiene entendido el mismo Franco (nuestro inmortal Caudillo) sentó mano dura sobre sus ejecutores».
Al hilo de sus desoladoras y cautas declaraciones, hostigado por un riesgo que se encrespa a cada pregunta y estremecido por la viscosa asechanza, Miguel Hernández aún entresaca aliento para invocar la memoria, y con la memoria el estruendo, de un poeta sacrificado y su palabra. Alivio momentáneo, quizá, para disuadir tanta inclemencia como se le echa encima, hasta las veintidós horas de aquel día y de los más de mil siguientes que ha de contarle el calendario de las infamias.
Luego, sus interrogadores levantan el parvo inventario de sus pertenencias: veinticinco escudos con cuarenta centavos, los dos salvoconductos a los que se hace referencia en la declaración: uno librado y fechado en Alcoy, el 24 de marzo de 1939; y el segundo, expedido por la Comandancia Militar de Orihuela, con el n.a. 2.094, para desplazarse a Sevilla, Jerez y Cádiz; el libro de Vicente Aleixandre, «La destrucción o el amor», con una carta del autor, en la que se corrige un trabajo suyo, y un «Auto Sacramental» editado por él y titulado «Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras». Por último, en la diligencia de terminación y remisión, en la que «El Sr. Agente Jefe ordena sean remitidas todas, en unión de los efectos intervenidos y ya reseñados, al limo. Sr. Secretario de Orden Público e Inspector de Fronteras de esta provincia, para la resolución que estime más pertinente», los dos policías concluyen: «Por tanto, es de suponer que este individuo haya sido en la que fue zona roja, por lo menos uno de los muchos intelectualoides que exaltadamente ha llevado a las masas a cometer toda clase de desafueros, si es que él mismo no se ha entregado a ellos».
Estos documentos carecen de membrete y llevan un sello, en el margen izquierdo, que dice: «Jefatura del S.N. de seguridad. Puesto de Rosal de la Frontera. Zona Sur. Sección V». La firma de Miguel Hernández, junto a la de los ya citados agentes, tan sólo figura al pie de su declaración. El atestado ocupa las primeras páginas del «Procedimiento sumarísimo de urgencia n.Q 21.001», seguido contra el poeta oriolano y por el cual se le condena a la pena de muerte, de acuerdo con la sentencia dictada el 18 de enero de 1940, fecha en que se celebra la vista del Consejo de Guerra, presidido por el comandante Pablo Alfaro. Sin duda, se despachaba a prisa. Tal vez, acuciaba el clamor de la inocencia y había que amordazarlo acelerada y definitivamente.
El 9 de mayo, el gobernador Civil de Huelva oficia al Gobierno Militar de Madrid: «Con esta fecha, dispongo el traslado de la Prisión Provincial de esta Capital a la de ésa, del detenido Miguel Hernández Gilabert que fue aprehendido por la Policía Portuguesa en Moura y entregado al Puesto Fronterizo de Policía Nacional de Rosal de la Frontera (...)». Cuatro días después ingresará en la de Torrijos, tras recalar como transeúnte en la cárcel de Sevilla.
«Cada vez más ausente, / como si un tren lejano / te arrastrara más lejos / como si un negro barco / negro». Desde que fue reducido a prisión, el 4 de mayo de 1939, hasta su muerte, casi tres años más tarde, Miguel recorre un largo itinerario de pena y soledad. Sólo la ausencia y la guardia civil lo acompañan severamente en las conducciones, de uno a otro hierro igualmente venenosos, por «ferrocrril con arreglo a las condiciones del contrato entre el Estado y las compañías ferroviarias».
Por aquel tiempo, España era una cárcel. Y la represión limitaba al norte, con el mar Cantábrico y los Pirineos; al este, con el mar Mediterráneo; al sur, con este mar y el océano Atlántico; y al oeste, con este mismo océano y Portugal o, más exactamente, con Oliveira Salazar. Un amplio territorio, en fin, para el cerrojo y la sepultura. Y el poeta Miguel Hernández, desvalijado de relámpago y de risas, transitó el áspero paisaje despoblado de pueblo, los campos de labranza y los campos metafóricos asolados por la sombra y los «troncos de soledad». Transitó el áspero paisaje, desde un vagón penitenciario, lo observó y simultáneamente observaba, en el cristal oscurecido, la imagen de su propio desconsuelo. Y es así, en una visión fugaz, cómo la tremenda huella de la historia y la tremenda y transparente huella de sí mismo, se funden, se confunden, en ese tren que se aleja siempre hacia un remoto destino. «Se recobró la fiera. / Y espera desde entonces / hasta que el hombre vuelva».
Desde Rosal de la Frontera hasta el fatal desenlace en Alicante, Miguel Hernández cumple, en los sucesivos traslados de presidio a presidio, un trayecto estimado en más de dos mil trescientos kilómetros, enrejado de máuseres y de charol. El recuento de las horas invertidas resulta intrincado e irrelevante, para quien va de la nada a la nada. Pero no capitula ni al asedio ni a la custodia del rencor ese tiempo sin límites, que mantiene en alerta la memoria y la conciencia. El Cancionero que muy probablemente se inauguró con el luto de su primer hijo, continúa y requiere reflexión histórica y experiencia personal. Será, como señala Carlos Bousoño, también una «contribución a la creación de la poesía autobiográfica que tan gran papel tendrá en la de la postguerra». Pero es un recurso inmediato para ganarle esperanza a la vida.
El Cancionero es, de acuerdo con el estudio de José Carlos Rovira, «una construcción básica de la última identidad hernandiana: los enamorados, él mismo y Josefina, son la contextualización del drama histórico en un terreno personal y, al mismo tiempo, colectivo, el que ejemplifica igual para tantos hombres en las mismas circunstancias que Hernández. Y la propia identidad se hace símbolo, a través de la tercera persona verbal -los enamorados, él, ella-, de la identidad social de los derrotados».
Derrotados que aguardan, con la incertidumbre y la amargura a flor de piel, en las comisarías, en los juzgados o en las celdas, toda la voracidad y el desprecio del vencedor. Y en ocasiones, tanta autoridad, tanta jurisdicción, tanta competencia, tanta población reclusa, en medio de tal barahúnda, llega la inopinada y gratificante perplejidad. Así debió de sucederle a Miguel cuando, encontrándose en la prisión de la calle de Torrijos, n.° 65, el viernes, 15 de septiembre de aquel tenebroso año, se le puso en libertad, a instancias del coronel jefe de los Servicios de Orden público y Policía de Madrid. El singular episodio ha propiciado no pocas hipótesis y conjeturas entre los biógrafos del escritor. Desde las gestiones de Pablo Neruda y María Teresa León, cerca del cardenal Baudrillart, en París, quien «conmovido por la poesía religiosa del preso, a tal punto que consiguió su libertad provisional», según María de Gracia Ifach; hasta la intervención de algunos amigos e intelectuales de derechas, Juan Bellod, Tomás López Galindo, Giménez Caballero, etc. O bien, como apunta Claude Couffon, en «Orihuela y Miguel Hernández» y de acuerdo con los testimonios de Luis F.T.: «Miguel atribuía su liberación a un decreto gubernamental promulgado entonces».
Ahora, sin excluir ciertas posibles incidencias de tales gestiones, la recientemente rescatada documentación nos permite esclarecer las circunstancias que expongo a continuación.
El 6 de octubre, el presidente del Consejo de Guerra Permanente n.0. 6, solicita de la dirección de la Prisión Provincial de Madrid, es decir, la de Torrijos, la entrega de dos de los detenidos en la misma, uno de los cuales es Miguel Hernández Gilabert. Del centro penitenciario, se le comunica que fue puesto en libertad el 15 de septiembre, en virtud de un mandamiento del Excmo. Sr. Director General de Seguridad.
Una resolución del referido Consejo de Guerra que «no ha podido celebrarse el juicio por haber sido puesto en libertad el procesado, según resulta del oficio adjunto», y, tras calificar a Miguel de «persona destacadísima por su intervención en la revolución marxista, notoriamente conocido», acuerda, por unanimidad, investigar los hechos, por cuanto «no se explica suficientemente que un detenido a disposición judicial sea liberado por simple mandato de la Dirección de Seguridad».
Sucintamente, la explicación que ésta facilita es que las diligencias que se enviaron desde Huelva no han tenido entrada en la misma ni «tampoco en la Jefatura de los Servicios de Orden Público y Policía». En consecuencia y toda vez que en el expediente de Miguel «no había nada desfavorable concretamente, como no fuera el haber sido escritor de izquierdas que quedaba en parte desvirtuada la mala impresión que pudiera producir su ideología política, con el informe favorable emitido por el Sr. Cossío», «se deduce de todo ello que las diligencias extraviadas llegaron a la Auditoría de Guerra por cuyo motivo se sigue proceso al sujeto que nos ocupa, pero que se ignora por quien fueron remitidas y al no haber constancia de las acusaciones contra el mismo, ni en el Gobierno Civil, ni en esta dirección se le creyó un detenido gubernativo y se dispuso su libertad por la autoridad a cuya disposición se encontraba en la cárcel». El extenso escrito está firmado y fechado el 20 de octubre de 1939.
En las dos semanas que el poeta dispone para moverse con cierta holgura, llega a Cox y le entrega a Josefina el manuscrito del «Cancionero y romancero de ausencias», que se cierra con las «Nanas de la cebolla», poemas que Hernández leyó en su celda a varios amigos, poco antes, el 12 del mismo mes y que remitió a su mujer por carta, en tal día. El 29, cuando se encontraba en Orihuela, lo detiene Manuel Morell Roger, inspector de la policía municipal, e ingresa en el Seminario, convertido en Prisión de San Miguel. El revanchismo imperante lo conduce al rincón más lóbrego.
Tras el breve paréntesis de encuentro y libertad, se reanuda la geografía carcelaria. El 9 de octubre, el juez militar de Orihuela dirige un oficio al Juzgado Militar Especial de Prensa, en Madrid: «Encontrándose detenido en la Prisión de San Miguel de esta plaza y a disposición de este Juzgado y a virtud del atestado del Sr. Inspector de Policía, Miguel Hernández Gilabert, el que según manifiesta se encontraba en Madrid detenido a disposición de V.S. por quien fue puesto en libertad, ruégole tenga a bien comunicar el estado en que se encuentra el procedimiento que contra el mismo se le seguía, caso de ser esto cierto, para proceder en consecuencia a la inhibición a favor de V.S. del que se tramita en éste». Después de diversas diligencias y reclamado por providencia del juez Martínez Gargallo, Miguel es conducido de nuevo a Madrid, el 3 de diciembre, donde será recibido en la Prisión del Conde de Toreno.
Condenado a muerte, el 18 de enero de 1940, la sentencia se declara firme y ejecutoria, doce días después. El poeta vive, como tantos otros, una angustia que se prolonga, madrugada tras madrugada, hasta el 25 de junio, en que se le conmuta la pena impuesta por la inferior de treinta años. Pero apenas si hay reposo. Un tren siempre nocturno y despavorido lo transporta el 22 de septiembre a la Cárcel de Falencia, donde llega al día siguiente para «seguir extinguiendo la pena de 30 años de reclusión mayor». Su estancia en Falencia es corta, y el frío intenso. Así, el 24 de noviembre la guardia civil procede a su traslado a la prisión de Ocaña, en la que hace su ingreso el 28. En tránsito, conocerá la de Yeserías. En «Casida del sediento» figura la data: Ocaña, mayo, 1941.
Y, por fin, el último viaje ferroviario. El 25 de junio del citado año, parte con dirección al entonces denominado reformatorio de Adultos de Alicante. El largo trayecto de cuatro días, con escalas en los depósitos carcelarios de Alcázar de San Juan y Albacete, concluye el domingo, 29 de junio. Así consta en el expediente del Reformatorio mencionado en cuyas hojas de «vicisitudes penales y penitenciarias», se recoge textualmente: «En el día de la fecha y procedente del Reformatorio de Adultos de Ocaña ingresa este penado, con nota de buena conducta, para continuar extinguiendo condena, quedando afecto al primer período de su condena. Se participa su ingreso a las Autoridades correspondientes y al Registro-Indice».
En el mismo expediente, consta la recepción, el 23 de noviembre de 1944, de una nueva conmutación de pena: la primitiva que venía cumpliendo, por la de veinte años y un día de reclusión mayor. Inútilmente.
La abundante documentación que he pretendido resumir, será sin duda, publicado en las actas de este Congreso. Así, con tan copiosa información, se podrá comprender cómo la autorización para el traslado de Miguel Hernández al sanatorio Penitenciario de Porta Coeli. sólo se produjo el 20 de marzo de 1942. Demasiado tarde. Y se podrá leer, igualmente, el informe médico, donde se dice, entre otras cosas: «Que no me extraña que en el cadáver del recluso Miguel Hernández Gilabert no se pudieran cerrar los párpados, por los medios mecánicos comentes, ya que en vida dicho recluso padecía un síndrome típico de hipertiroidismo (...)». Y agrega: «Su síntoma psíquico puesto de manifiesto en su producción literaria y que encaja en lo que Pende llama taquipsiquia -viveza mental y emotividad exagerada- típico de dicho síntoma».
«El mundo se abría / sobre tus pestañas / de negras distancias. / Dorada mirada. / El mundo se cierra sobre tus pestañas / lluviosas y negras».
Se cierra el 28 de marzo de 1942. Poeta civil, cronista de la ausencia, a las cinco y treinta de la mañana, su último suspiro es, y la historia lo certifica, un nuevo y formidable viento del pueblo.
(Miguel Hernández cincuenta años después. Publicado Comisión del Homenaje a Miguel Hernández, Alicante/Elche/Orihuela/1992, págs 349-353)
Enlaces con Enrique Cerdán Tato en la Biblioetac Virtual Miguel de Cervantes
Publicado en la revista virtual COMO EL RAYO