Reparación y memoria histórica
No hay rencor en recuperar la memoria y la dignidad de un ser humano, en este caso la cabeza señera de una familia a la que las oscuras sombras del rencor habían difuminado su memoria
28.11.10 -LA VERDAD
JOSÉ MANUEL MARTÍNEZ CANO |
«No se puede atizar el odio primigenio, amor del exterminio estéril. No se puede encandilar animalmente esa fuerza adversa del corazón humano. Nosotros no enarbolamos un odio como un tigre devastador; nosotros amamantamos un odio como un martillo creador, constructor, consciente de ser madera y necesaria tarea. Nuestro odio no es tigre que devasta, sino martillo que crea», son, quizá, unas de las últimas palabras que Miguel Hernández escribió o pronunció contra el rencor, contra ese rencor cainita que una gran parte de la España de siempre ha tenido sobre la otra, la que ha luchado por hacer de la libertad el bien más preciado del ser humano. Miguel Hernández, en el año que celebramos el centenario de su nacimiento, puede ser que arengase con este escrito en algún frente de la vergonzosa guerra civil española -metáfora goyesca de esos hombres que enterrados hasta las rodillas se matan en el fango a garrotazos- a unos soldados que hacían la guerra en alpargatas frente a otros uniformados como maniquíes del terror y de la muerte, representantes de un poder militar y caciquil que se sublevó y no quiso aceptar los principios humanitarios y reformistas de la leal y democrática república. Constaba así en la constitución de la misma, en la disposiciones generales del título preliminar, artículo 6º: «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional». Y guerra nos trajeron esos desgraciados que contaban con la omnímoda fuerza del ejército africanista, ante un pueblo que hizo de la fuerza trabajadora su parapeto y bastión. Una fuerza fascista desgarradora y cruel, que no tuvo en cuenta al final de la contienda aquellas palabras de Azaña de paz, piedad y perdón y que continuó con la masacre más allá de los campos de batalla y acabada la guerra toda España se convirtió en un inmenso campo de concentración con cerca de 280.000 personas hacinadas en las cárceles fascistas cuando estas sólo tenían capacidad de albergar a 20.000 internos.