Un autor "constelación" más cercano al 36
Expertos rechazan su vinculación con la Generación del 27 y lo sitúan en el grupo intelectual previo a la Guerra Civil
30.10.10 - 13:43 -
EDUARDO LAPORTE | El Correo de Bilbao
Llegó a Madrid por primera vez en 1931 y, tras un primer viaje infructuoso, logró hacerse un hueco en los círculos literarios más influyentes de la capital, sobre todo a partir de 1934. Desde su Orihuela natal, la ciudad le resultó al principio «cruel», sobre todo por sus implacables inviernos, aunque más tarde reconocería que sólo allí acabaría sintiéndose cómodo, comprendido, en su sitio. En Madrid se hizo poeta, y en el frente y las cárceles se consagró. ¿Cómo le recordaría la historia? ¿En qué generación le ubicarían los estudiosos? La respuesta no es fácil. Es famosa la expresión de Dámaso Alonso al referirse a él como un «epígono» de la Generación del 27, es decir, alguien que recoge el testigo de una generación anterior para volcarla sobre las venideras.
Grandes conocedores de la trayectoria hernandiana como Ramón Fernández Palmeral le dan la razón a Alonso. «Miguel Hernández seguía de cerca a sus maestros del 27, como lo demostrará su primer poemario "Perito en lunas"». Según Fdez. Palmeral, este libro de versos, escrito en 1932 [publicado en enero del 33], es un poemario «hermético, complejo y neogongorino», con el que Hernández quiere participar, aunque sea un tanto a destiempo, de aquella «fiesta poética». En un periódico de la época, "La gaceta literaria", le preguntan por sus autores favoritos, y responde que Góngora, Lorca y Gabriel Miró. Era el 15 de enero de 1932.
Aitor Larrabide, que dedicó siete años a la redacción de su tesis doctoral "Miguel Hernández y la crítica", reconoce trazos del 27 en esa obra, pero no cree que sea un hecho definitivo para relacionarle con esa generación. «No es cierto [que Miguel Hernández sea un epígono del 27], porque la vinculación estética que tiene con este grupo se da solamente en un momento dado de su producción literaria, cuando escribe "Perito en lunas"». En opinión de Larrabide, que trabaja como asesor en la Fundación Cultural Miguel Hernández, la huella de Góngora en el poeta de Orihuela es «residual». Además, añade, los poemas escritos en honor del célebre cordobés se publicaron a finales de los años veinte, y cuando Hernández publica su obra más gongorina, el 20 de enero de 1933, «esa moda ya estaba totalmente superada».
Un tercer experto en el poeta alicantino, Gabriele Morelli, que realizó su tesis en los años sesenta, en Italia, cuando en España apenas había libros sobre el particular, reconoce una temática y estilo barrocos, en los primeros años del poeta. «Se aprecia en "Perito en lunas", y en "El rayo que no cesa", pero a partir de la experiencia humana y del compromiso político, Hernández evoluciona hasta convertirse en un poeta plenamente europeo».
Se impregna y conoce la obra de los que forman la nómina del 27, Guillén, Alonso, Diego, Salinas, Bergamín, Lorca..., pero no se le puede considerar uno de ellos. Así lo ven los tres expertos consultados, que no dudan en relacionarlo con la generación del 36. «No es un autor que se pueda adscribir fácilmente a una generación, ya que es un "poeta constelación", que bebe de varias fuentes, pero si hubiera que adscribirle en alguna, sería en la del 36», afirma Larrabide que, como sus tres colegas, no es muy amigo del concepto, algo reduccionista, de "generación".
Sin etiquetas
Gabriele Morelli, desde Milán, insiste en que él apenas aprecia la influencia de los Alberti, Prados y Altolaguirre en la obra de Hernández. «Yo no la veo... Él "chupa" de todo, especialmente en "El rayo que no cesa", pero a partir de "Viento del pueblo", se coloca en otra órbita». Poco a poco, el conocido como «poeta pastor» -Pablo Neruda decía de él que tenía cara de «patata recién sacada de la tierra»-, va haciéndose un nombre en Madrid. Le ayuda su talento, pero también las buenas relaciones que se labra con personalidades como el citado Neruda o Vicente Aleixandre. Aunque no le quitó el sueño, tercia Palmeral, lo del encuadrarse en tal o cual familia literaria. «Jamás se preocupó de si pertenecía a una generación o a otra», zanja Palmeral, que es director de la revista literaria "Perito".
En cualquier caso, logró el aplauso de sus coetáneos, fueran de la generación que fueran, como se puede comprobar en las declaraciones de Juan Ramón Jiménez, en el diario "El Sol", que corrobora la opinión de los especialistas consultados: «Tiene su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza de su corazón rompe el paquete y lo desborda».
Poeta de la resistencia
Más allá del 27 o el de 36, donde Hernández se hace un verdadero poeta es en el frente y, más tarde, en las cárceles. En ello insiste Palmeral: «Es en el periodo bélico cuando Miguel es valorado y reconocido», y en ese contexto surgirán obras clave, de resistencia, como "Viento del pueblo". Tras ser condenado, en un primer momento, a la pena de muerte, como «autor de un delito de adhesión a la rebelión», encontrará en la poesía su única fuente de vida, desde el encierro carcelario. Se ha llegado a decir, comenta Gabrielle Morelli, que su estancia en prisión tenía algo de místico, en la línea de fray Luis de León, un lugar casi espiritual donde se fragua el sufrimiento. «En Miguel Hernández, la cárcel es la cárcel, una cosa física», remarca este hispanista italiano.
No hay espacio, ni quizá tiempo, en la España en armas, para los temas barrocos, alambicados, que eran del gusto de los Guillén y Salinas. En obras como "Cancionero y romancero de ausencias", «un libro extraordinario», según Morelli, el poeta abandona todo «aparato retórico» para abrazar la sencillez, en estilo y temática. Se canta la nostalgia por la mujer, por el hijo, con un lenguaje directo. Es en ese periodo cuando Miguel Hernández escribe la mayor parte de su producción poética, entre las trincheras y las celdas, logrando una voz propia que se evoca cien años después de su nacimiento.